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TÚ, PUES, ¿QUÉ DICES?

La firmeza y serenidad con las que enfrentaba los planes de sus adversarios, despertaba elogios y admiración en unos, pero también acrecentaba el odio entre quienes tenían la comisión de quitarlo de sus caminos. La presente historia pudo haber sido la mejor oportunidad para que los fariseos le ganaran el argumento al Señor. Tenían en sus manos el “cuerpo del delito”. A la mujer la habían sorprendido —así pensaban ellos—, en el propio acto de infidelidad. La ley de Moisés aplicaba la pena máxima para ese tipo de transgresión (Lv. 20:10) Ellos pensaron que habían acorralado al Señor. Si Jesús les decía que aplicaran la ley, iba a contradecir la compasión y la misericordia de la que hasta ahora había predicado. En este caso sería considerado como insensible frente a la pena ajena. Si se dejaba a la mujer sin ningún castigo, y se inclinaba por la clemencia, entonces él mismo se convertía en un transgresor de la ley. Pero como la actitud de Jesús contra el pecado y el amor por el pecador es otra, les llevó a punto donde no solo sale del dilema, sino que los mismos acusadores cayeron en propia trampa. En esta historia, el único que no tenía pecado era Jesús. En todo caso él sería quien tenía toda la autoridad para arrojar la primera piedra, pero en lugar de eso, la rodeó de amor y perdón. El pecador arrastra una pena que lo que necesita es compasión y perdón, no condenación. Esa es la verdad de esta historia.

ORACIÓN DE TRANSICIÓN: Conozcamos el veredicto de Jesús sobre el pecador

I. EL VEREDICTO DE JESÚS SE BASA EN SU MISERICORDIA v.3-5a
Esta historia tiene elementos que la hacen única en su clase. Por un lado está el trabajo que hicieron estos hombres para atrapar a la mujer en el propio acto de infidelidad, hasta traerla de una manera pública a Jesús. Presentarla para que todos la vieran y la enjuiciaran, aumentaría la pena del pecado cometido, pero también crearía en ella el bochorno de ser sometía al vejamen público. Sin embargo, aquellos hombres sin saberlo le hicieron un gran favor a esa mujer, pues la trajeron ante el único que podía darle libertad. Por cierto, ¿por qué no traerían también al hombre, toda vez que la ley contemplaba un castigo para ambos? (Lv. 20:10) Esto nos hace ver que aquellos hombres obraron más por una inspiración individual y con una intención capciosa, que por querer enfrentar el pecado. Bien pudiera uno imaginarse la escena donde todos los acusadores, a lo mejor llenos de una actitud cínica y morbosa, aguardan como si fueran parte del tribunal de ley, el veredicto del juez. Pero lo que ellos no se percataron fue que no estaban en la corte de la ley sino en la corte del evangelio. Le trajeron la mujer al Señor para ver hasta dónde él era un apegado a la ley, de la que él mismo había dicho que “no he venido para abrogar la ley y los profetas… sino para *****plirla» (Mt. 5:17), sin embargo se encontraron con una nueva visión y aplicación de la misma. Ellos no sabían que “el fin de la ley es Cristo” (Ro. 10:4) Ellos no habían oído que “toda la ley en esta sola palabra se *****ple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gá. 5:14) Vinieron para que se hiciera justicia según la ley, pero se encontraron con la justicia de la misericordia. Jesús no “vino para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn. 3:17 ) La actitud de Jesús de no complacer la hipocresía y el odio de los que trajeron a la mujer, sin haber sido juzgada ni condena, sino favorecer al pecador en su mísera condición, es la máxima expresión de su misión redentora. La ley condenada a muerte a los que cometían este tipo de pecado, pero en Jesús, todos hombres pueden encontrar un defensor. El vino también para ser abogado del desamparado (1 Jn. 2:1, 2) De él dijo el evangelista que “al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparas y dispersas como ovejas sin pastor” (Mt. 9:36) La primera respuesta de Jesús a la pregunta “tú, pues, ¿qué dices?” fue contestada dejando a la ley intacta, sancionando la justicia y dando lugar a la misericordia. Con razón sus enemigos habían dicho: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Jn. 7:46)

II. EL VEREDICTO DE JESÚS LLEVA A UN EXAMEN DE CONCIENCIA v.7
Se ha hablado sobre lo que Jesús pudo haber escrito en el suelo, mientras escuchaba los argumentos contra la mujer. Algunos han pensado que él pudo haber enlistado los pecados de los mismos acusadores, incluyendo el del adulterio; o pudo haber escrito la sentencia que iba pronunciar luego. Pero esto no es el asunto de más importancia en la presente historia. Lo que sí descubrimos con esta actitud de Jesús es la manera cómo enfrenta al adversario. Con una sabiduría majestuosa —que seguro hizo reaccionar al adversario—, se defiende y defiende a la mujer, tendiéndoles él mismo una trampa a los acusadores. De esta manera los vinieron acusando salieron acusados. Note que Jesús no tocó para nada los preceptos de la ley, y su aplicación para estos casos. No porque los ignoraba o los menospreciaba, sino porque iba a apelar a algo más grande para lección de los presentes y de las generaciones futuras. Apeló al examen de conciencia. Hizo una confrontación sobre la condición moral y espiritual de cada hombre. Ninguno de los que estaban allí podía arrojar la primera piedra contra la mujer. En todo caso, el único autorizado para hacerlo era Jesús, pues él no tuvo pecado. Nadie podía redargüirle de pecado según había preguntado en una ocasión (Jn. 8:46) Con el presente argumento Jesús confundió la astucia de los acusadores. Clavó en sus conciencias adormecidas las saetas ardientes de sus propios pecados. Ellos tuvieron que entender que eran responsables de pecados similares o aún peores. Aquella escena no pudo ser más dramática. El texto nos dice que cuando ellos oyeron semejante planteamiento “acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros” v. 9. Ninguno podía permanecer allí. Semejante sentencia, que vino como un rayo sobre sus conciencias, les sacó de la escena dejando al Salvador solo con el necesitado. La verdad de este pasaje estremece a los hombres en todos los tiempos. Nadie tiene el derecho de enjuiciar, condenar y vilipendiar a otro por el pecado que ha cometido, si primero no revisa su condición de modo de saber sí está acto para emitir alguna opinión. Esto por supuesto no resta importancia a la manera de tratar el pecado, pues eso sería una falta a la disciplina y la corrección. El asunto es que la Biblia nos da sus pautas para tratar con el pecador cuando su pecado ha sido descubierto. En el caso de la iglesia, hay recomendaciones muy específicas sobre la manera de tratar con el pecado público. Esta fue la manera cómo Pablo recomendó: “Hermanos, si alguno de fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gá. 6:1) Sobre este particular, Jesús mismo había preguntado acerca las veces que se debería perdonar al ofensor; y frente a lo Pedro consideró que era lo máximo, Jesús dijo: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete» (Mt. 18:22) Nuestra actitud sobre el pecado y el pecador tiene que ser medida por nuestra propia conciencia, pero sobre todo seguir el tratamiento que le daría el Señor.

III. EL VEREDICTO DE JESÚS LIBERA AL ALMA ESCLAVIZADA v.9
La mujer expuesta al escarnio público pudo haberse escapado mientras los demás estaban haciendo lo mismo. Pero no lo hizo. Allí se quedó con Jesús. Después que Jesús se levantó de escribir del suelo, le hizo una pregunta que tenía no solo el propósito de indicar la retirada del enemigo, sino también quitar de ella la tensión que está viviendo. Cuando ella oyó la pregunta: «¿dónde están los que te acusan?» v. 10, esto tuvo que haber creado en su vida un estado de confianza y de expectativa frente a un hombre que, sin usar otra arma que la de sus propias palabras, puso en retroceso a aquella multitud que quería apedrearle. Ella tuvo que ver en aquel hombre una mirada de ternura y de compasión, tan contraria a la mirada de menosprecio y de odio que salía de sus acusadores. Como dijera Agustín: «aquel fue el encuentro entre la miseria con la misericordia». Los que la acusaban no esperaron oír el veredicto del Señor. Pero sus oídos si oyeron las palabras de Jesús. No estaban llenas de odio o de rechazo. Fueron palabras que sonaban como la más dulce melodía a sus oídos: «ni yo te condeno» v.11. Y es que Jesús no vino —aunque tenía toda la perfección para hacerlo—para dar sentencias jurídicas. El no vino para condenar a nadie. Él había venido para que «todo aquel que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3:16) Jesús pronunció estas palabras estando los dos solos. Se las dijo en el encuentro personal. Allí donde ella escuchó la voz de su conciencia; el mismo lugar donde debe ser escuchada la voz de la palabra. En el encuentro que Jesús tuvo con otras mujeres pecadoras sus palabras finales fueron «tus pecados te son perdonados» (Lc. 7:48) Pero a esta mujer le dice «ni yo te condeno». Esto habla de absorber al pecador de su condición. La gracia del Señor es dada para que en el corazón se despierte un estado de arrepentimiento que le conduzca a una genuina regeneración de sus pecados. «Ni yo te condeno» es lo que cada hombre, inmerso en su propia miseria, necesita oír. Los que arrastran tantas penas y llevan tanta culpa en su alma, no necesitan oír más mensajes que condenen sus almas. Ellos necesitan oír un mensaje de liberación. Un mensaje que traiga paz a su conciencia y seguridad de una salvación eterna para sus almas. Pero para que no haya condenación es necesario quedar, como la mujer de esta historia, a solas con Jesús. Mientras esto no se de, el hombre estará bajo condenación. Y unido a la liberación del Señor está también la demanda. El perdón es una puerta a la libertad no al libertinaje. Él liberta del pecado para que el pecador abandone lo que le hizo su esclavo. Las últimas palabras que Jesús le dijo a esta mujer tuvieron que ser las que más atesoró por el resto de su vida: «vete y no peques más». El ser libre de la condenación tiene que llevar al individuo a no seguir en la vida de la que fue rescatado. Aquí es bueno recordar lo que Pablo mencionó a los romanos: «Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en é?» (Ro. 6:1,2)


CONCLUSIÓN: En esta historia vemos que Jesús no dijo muchas palabras como las que esperaban sus enemigos. Las tres intervenciones que hizo pusieron en completa retirada a aquellos, que más que ver a la mujer humillada por lo que había hecho, pretendían agarrar a Jesús en alguna trampa. Con esto, Jesús quebrantó las intenciones hipócritas rodeando al pecador de misericordia. Avergonzó las conciencias culpables y trajo libertad al alma oprimida. El mensaje de Jesús sigue siendo el mismo. Él aborrece el pecado pero ama entrañablemente al pecador. El vino para que los hombres salieran de la cárcel de sus pecados. El hombre necesita seguir escuchando las mismas palabras: «ni yo te condeno,; vete, y no peques más» v.11. ¿Cuál será su respuesta ante esta inagotable gracia divina?