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SOLAMENTE DIOS ES LA SALVACIÓN DE SU PUEBLO

Con respeto miramos estas vetustas rocas, porque ellas se cuentan entre los primogénitos de la naturaleza. Descúbrense, incrustados en sus entrañas, vestigios de mundos desconocidos, de los que los sabios sacan sus conjeturas, pero que, sin embargo, son insuficientes para conocer todo el misterio que en ellos se encierra, a menos que el mismo Dios quiera descubrírselo. La roca es reverenciada, porque sabemos cuantas historias podría contarnos si pudiese hablar, o decirnos de cómo el agua y el fuego la torturaron hasta darle su forma actual. Así es nuestro Dios: antiguo más que todas las cosas. Sus cabellos son como la lana, tan blancos como la nieve; porque Él es el «Anciano de grande edad», y las Escrituras nos dicen que «no tiene principio de días» «Él era Dios mucho tiempo antes de que la creación fuese formada, «desde el siglo y hasta el siglo».

«¡Mi roca!» Cómo podría ella contaros de las tormentas que ha soportado, de las tempestades que a sus pies han alborotado el océano, y de los rayos que han rasgado los cielos sobre su cabeza; y bajo estas condiciones, siempre ha permanecido inmutable: impasible ante las tempestades e indemne ante el azote del temporal. Así es también nuestro Dios. ¡Cuán firme e inmutable se ha mantenido ante el ultraje de las naciones, y cuando los «reyes y príncipes de la tierra han consultado unidos»! Sólo con estarse quieto ha diezmado las filas del enemigo, sin tan siquiera mover su mano. Con su imponente quietud ha desafiado las olas y dispersado los ejércitos adversarios, haciéndoles batirse en confusa retirada. Contemplad la roca una vez más: ¡Cuán fija e inmóvil está! No vaga de un sitio para otro, sino que permanece firme para siempre jamás. Muchas cosas han cambiado: las islas han sido sumergidas bajo los mares, y los continentes han sido sacudidos; pero la roca continúa sólida y segura, como si fuese los mismísimos cimientos del mundo, que no se moverán hasta que la creación sea destruida, o las ligaduras de la naturaleza se aflojen. Así también es Dios: ¡Qué fiel en sus promesas!, ¡qué inmutable en sus decretos!, ¡qué constante!, ¡qué inalterable!

La roca ha sido, y será siempre, insensible a la erosión. Nada, pues, en ella ha cambiado. Aquella vieja cima de granito, unas veces ha reverberado al sol, y otras ha lucido el blanco de la nieve; unas veces ha adorado a Dios con su desnuda cabeza descubierta, y otras, las nubes le han hecho y un blanco velo con sus alas, para que, como un querubín, preste adoración a su Hacedor. Pero, tanto unas veces como las otras, si la roca ha permanecido inalterable; ni el hielo del invierno ni el calor del verano han podido hacerle mella. Así también es Dios. He aquí, El es mi roca; Él es el mismo, y su reino no tendrá fin. «Los hijos de Jacob no serán consumidos»; porque Él es inalterable en su ser, seguro en su propia suficiencia e inmutable en su misma esencia. De la roca podemos sacar miles de enseñanzas de lo que Dios es. Ved aquella fortaleza, allá encima de la montaña; tan alta, que las nubes apenas pueden llegar a ella; desde allí los sitiados pueden reírse de los asaltantes; porque profundos precipicios la defienden. Esa fortaleza es nuestro Dios, segura protección. Y no seremos conmovidos, si Él ha «puesto nuestros pies sobre la peña, y enderezado nuestros pasos». Muchas veces una colosal montaña nos es motivo de admiración, porque desde su *****bre podemos contemplar el mundo extendido a nuestras plantas como si fuera un mapa pequeño. Vemos el río o el arroyo que corre libremente cual cinta de plata incrustada en esmeralda. Descubrimos las naciones bajo nosotros como «gotas de agua en un balde», y las islas como algo pequeñísimo allá en la distancia; y el mismo mar no parece sino un estanque sostenido por la mano de un poderoso gigante. El omnipotente Dios es lo mismo que esta montaña, y desde ella contemplamos el mundo como algo insignificante. Hemos subido a la parte más alta del Pisga, desde cuya cima, y a través de esta tierra tempestuosa y agitada, hemos podido mirar las sublimes regiones del espíritu, ese mundo desconocido para el ojo y el oído, pero que Dios nos ha revelado a nosotros por el Espíritu Santo. Esta poderosa roca es nuestro refugio y nuestra atalaya desde la cual vemos lo invisible, y tenemos la prueba de las cosas que aún no hemos gozado. No creo que sea necesario deciros que, si fuéramos a considerar todas las enseñanzas que de este símil se deducen, podríamos estar predicando durante varios días; pero lo que hemos dicho hasta aquí, es para que lo meditéis esta semana. «Él es mi roca. ¡Cuán glorioso pensamiento! Sé, y en ello me regocijo, que cuando tenga que vadear la corriente del Jordán, ¡El será mi roca! No pisaré sobre piedras resbaladizas, sino que asentaré mi pie en Aquel que no puede traicionar mis pasos. Y así, cuando muera, con gozo cantaré: «Él, mi fortaleza, es recto, y en El no hay injusticia».

Dejaremos este aspecto de la cuestión, para pasar a considerar el tema del sermón, que es éste: Solamente Dios es la salvación de su pueblo.

«ÉL SOLAMENTE es mi roca y mi salvación.»

Encontramos, en primer lugar, la gran doctrina de que solamente Dios es nuestra salvación; en segundo lugar, la gran experiencia de saber y aprender que Él solamente es mi roca mi salvación’; y en tercer lugar, la gran obligación que tenemos de dar toda la gloria el honor, de descansar toda nuestra fe en quien «solamente es nuestra roca y nuestra salvación».

I. Lo primero que vamos a considerar es LA GRAN DOCTRINA: que Dios «solamente es nuestra roca y nuestra salvación». Si alguien nos preguntara qué lema escogeríamos por divisa como predicadores del Evangelio, creo que le responderíamos: «Dios solamente es nuestra salvación». El llorado Mr. Denham puso al pie de su retrato este admirable texto: «La salvación es del Señor»; ahora bien, esto es exactamente un extracto del calvinismo, su esencia y substancia; por lo tanto, si alguien os lo pregunta, podéis contestarle que un calvinista es «aquel que dice que la salvación es del Señor». En toda la Biblia no encuentro otra doctrina que no sea ésta, y en ella está compendiada toda la Escritura. «Él solamente es mi roca y mi salvación.» Decid cuanto queráis, que si se sale de estos límites, seguro que es una herejía. De la misma manera, dadme una herejía y veréis cómo su verdadera raíz está aquí. Veréis cómo es algo que se ha apartado de esta grande, fundamental e inconmovible verdad: «Dios es mi roca y mi salvación». ¿Cuál es la herejía de Roma, sino el añadir a los méritos de Cristo -el aportar las obras de la carne- para cooperar en nuestra justificación? Y, ¿cuál es la del arminianismo, sino el agregar secretamente algo a la obra perfecta del Redentor? Pero todas ellas se descubren por sí solas cuando las acercamos a la piedra de toque; se alejan de esta verdad: «Él solamente es mi roca y mi salvación».

Trataremos de dejar esta doctrina suficientemente clara. Para mí la palabra «salvación significa algo más que regeneración y conversión. No creo que sea algo que, después de regenerarme, me deja en tal posición que aún puedo caer del pacto y perderme; no puedo llamar puente a aquello que sólo cruce hasta la mitad del río; como tampoco puedo llamar salvación a aquello que no me lleve hasta el mismo cielo completamente limpio, y me deje entre los glorificados que cantan sin cesar hosannas alrededor del trono. Así pues, si pudiera dividirla en partes, lo entendería de la siguiente manera: liberación, continua preservación durante esta vida, sustentación, y al final la unión de estas tres en la perfección de los santos en la persona de Jesucristo.

1. Por salvación yo entiendo la liberación de la casa de esclavitud donde por naturaleza he nacido, y el ser manumitido con la libertad con que Cristo nos hace libres, además de «poner mis pies sobre la peña y enderezar mis pasos». Y esto, yo creo que es completamente de Dios; y no creo equivocarme al pensar así, porque la Escritura nos dice que el hombre está muerto, y, ¿cómo podrá ayudar un cadáver en su propia resurrección? El hombre está completamente depravado, y aborrece toda transformación divina; ¿cómo podrá, pues, por sí mismo, efectuar ese cambio que odia? Es tal el desconocimiento que tiene de lo que es el nuevo nacimiento que, como Nicodemo, hace absurda pregunta: «¿Puede entrar otra vez en el vientre su madre, y nacer?» No concibo el que nadie pueda hacer lo que no entiende. Y si el hombre no comprende lo que es nacer de nuevo, es lógico que no pueda llevarlo a cabo por sí mismo; es totalmente incapaz de cooperar en la primera obra su salvación. No puede romper sus cadenas porque no son hierro, sino de su propia carne y sangre; antes podría destrozar su corazón, que los grilletes que le atan. Y, ¿cómo quebrará su propio corazón? ¿Con qué martillo quebrantaré alma, o con que fuego la fundiré? No, la liberación es sólo Dios. Esta doctrina es afirmada continuamente en las Escrituras; y el que no la crea, no recibe la verdad de Dios. Solamente Él da libertad. «La salvación es del Señor.»

2. Y si hemos sido liberados y vivificados en Cristo, entonces, nuestra preservación es del Señor solamente. Si soy piadoso, es de Dios; si virtuoso, Él me da la virtud; si llevo fruto, Dios me lo da; y si vivo una vida recta, El es quien sostiene. Yo no hago nada en absoluto para mi propia preservación, a no ser lo que antes el mismo Dios hace en mí. Toda mi bondad es suya, y todo mi pecado es mío. ¿He rechazado a un enemigo? Su fuerza dio vigor a mi brazo. ¿He derribado un adversario? Su potencia afiló mi espada y me dio el valor para asestar el golpe. ¿Predico su Palabra? No yo, sino su gracia que esta en mí. ¿Vivo para Dios una vida santa? Es Cristo que vive en mí. ¿Soy santificado? No santifico yo, sino el Espíritu Santo de Dios?. ¿Pierdo el gusto por las cosas del mundo? Es Su corrección la que me aparta. ¿Crezco en conocimiento? El gran Instructor me enseña. ¿Encuentro en Dios todo lo que necesito; porque en mí no hay nada?. «Él Solamente es mi roca y mi salvación.»

3. Así mismo, la sustentación es absolutamente indispensable. Necesitamos el sustento de la providencia para nuestros cuerpos, tanto como para nuestras almas. «Desciende de cielos la lluvia y la nieve, y harta la tierra, y la hace germinar y producir, y da simiente al que siembra, y pan al que come»; pero, ¿de qué manos nace la lluvia, y de que dedos destila el rocío? Es cierto que el sol brilla y hace que las plantas crezcan, que les salgan sus brotes, que los árboles se vistan de flores, y que, por su calor, las frutas maduren; pero, ¿quién le da su luz y esparce su mágico calor? Es verdad que trabajo y me afano, el sudor cubre mi frente, mis manos se cansan, y al final, puedo reposar en mi cama; pero mi vigor y mi fuerza no son míos, ni el guardarme ha dependido de mí. ¿Quién hace estos músculos fornidos, estos pulmones de hierro, y estos nervios de acero? «Dios solamente es mi roca y mi salvación. «Él solo es la salvación de mi cuerpo y mi alma. ¿Me alimento de la Palabra? No me nutrirá, a menos que Dios haga que me sea de provecho. ¿Vivo del maná que desciende del cielo? ¿Qué es ese mana, sino el mismo Cristo encarnado, cuyo cuerpo y sangre como y bebo? ¿Recibo continuamente nuevo aumento de poder? ¿De dónde saco mi fuerza? Mi salvación es sólo El: sin Él nada puedo hacer. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco yo, si no permanezco en El.

4. Ahora trataremos de juntar los tres pensamientos anteriores en uno. La perfección que pronto tendremos, cuando estemos allá lejos, cerca del trono de Dios, será toda del Señor. Aquella brillante corona que ceñirá nuestras frentes como constelación de lucientes estrellas, habrá sido labrada solamente por nuestro Dios. Vamos a un país donde, a pesar de que el arado nunca removió el suelo, sus dehesas son más verdes que todas las de la tierra, y sus cosechas las más ricas que nuestros ojos vieran. Moraremos en un edificio de más suntuosa arquitectura que el que jamás el hombre pueda construir; no es una casa terrestre, «no es hecha de manos eterna en los cielos». Todo cuanto conoceremos en el Edén celestial nos será mostrado por nuestro Señor. Y al final, cuando aparezcamos ante Él diremos:

«La gracia premiará todas las obras

Con coronas de bienaventuranza;

Ella es la luz, la piedra más preciosa,

Digna de toda gloria y alabanza».

II. En segundo lugar, examinaremos LA GRAN EXPERIENCIA. La más grande de todas mis experiencias es saber que «Él solamente es mi roca y mi salvación». Hasta ahora hemos insistido sobre una doctrina; pero de nada nos sirve la doctrina si no es probada por nuestra experiencia. La mayoría de las doctrinas de Dios se aprenden solamente con la práctica: exponiéndolas a que soporten el roce continuo de la vida. Si yo preguntara a cualquiera de vosotros, a cualquiera que fuese cristiano, si esta doctrina de que hablamos es cierta, seguro que me contestaría: «¡Naturalmente que sí! No hay en toda la Biblia una sola palabra que sea más verdad que ésta; porque, efectivamente, la salvación es solamente de Dios». «Él solamente es mi roca y mi salvación.» Pero, amigos míos, es muy difícil tener tal conocimiento experimental de una doctrina que no nos apartemos jamás de ella Es muy difícil el creer que «la salvación es del Señor». Muchas veces descansamos nuestra confianza en algo más que en Dios, y pecamos cuando lo ponemos codo a codo con cualquier otra cosa, por muy digna que ésta sea. Permitidme entretenerme un poco en considerar la experiencia que nos llevara a saber que la salvación es sólo de Dios.

El cristiano verdadero confesará, como un hecho, que la salvación es solamente de Dios, es decir, que «Dios obra en el tanto el querer como el hacer por su buena voluntad». Recordando mi vida pasada puedo ver cómo desde sus mismos albores todo procedía de Dios y solamente de Dios. No trate de alumbrar al sol con una antorcha, sino que fue Él precisamente quien me alumbró a mí. No fui yo quien comenzó mi vida espiritual; en modo alguno, ya que, antes bien, daba coces contra el aguijón, y luchaba contra todo lo que viniera del Espíritu; había en mi alma tal aversión y odio por todo lo santo y bueno que, aún siendo arrastrado durante algún tiempo por el impulso celestial, no pude seguir tras él. Los impulsos del Espíritu no hicieron mella en mí; sus advertencias fueron esparcidas al viento, y sus amenazas despreciadas; y aún sus susurros de amor fueron rechazados, y tenidos como cosa inútil y vana. Pero seguro estoy, y puedo decirlo ahora hablando por mí mismo, y por todos aquellos que conocen al Señor, que «Él solamente es mi salvación» y también la vuestra. Él fue quien cambió vuestros corazones y os hizo doblar la rodilla. Podéis decir, pues, con toda verdad:

«La gracia enseñó a mi alma a orar

E hizo a mis ojos anegarse en l1anto».

Llegando aquí, podemos agregar:

«Me ha guardado hasta hoy bajo su manto,

Y ya nunca me dejará marchar».

Recuerdo que, cuando me entregué al Señor, creía estar haciéndolo yo todo; y aunque lo buscaba de veras, no tenía la menor idea de que ya El andaba buscándome a mí. No creo e el recién convertido se dé cuenta de este detalle al principio de su conversión. Un día estaba yo en la casa de Dios oyendo un sermón sin preocuparme ni poco ni mucho de lo que decía el predicador, porque no lo creía. De pronto, me asaltó un pensamiento: «¿Cómo has llegado a ser cristiano?» He buscado al Señor. «Pero, ¿por qué empezaste a buscarle?» Esta idea cruzó mi mente como un rayo; yo no he podido buscarle menos que una influencia previa me haya impulsado a hacerlo. Estoy seguro de que no pasará mucho tiempo sin que digáis: «El cambio obrado en mi es completamente de Dios». desearía que éste fuera el lema de toda mi vida. Sé que hay algunos que predican un evangelio por la mañana y otro diferente por la tarde: un evangelio puro y sano cuando predican para los santos, y adulterado y falso cuando lo hacen a los pecadores. Pero no hay motivo que justifique el anunciar la verdad ahora y la mentira luego. «La ley de Jehová es perfecta, que vuelve el alma.» No es necesario añadirle nada para traer los pecadores al Salvador. Así pues, hermanos, debéis confesar que «la salvación es del Señor». cuando recordéis el pasado, debéis decir: «Señor mío, todo cuanto tengo Tú me lo has dado. ¿Las alas de mi fe? Hubo tiempo en que yo no las tenía. ¿Los ojos de mi fe? Hubo tiempo en que yo era ciego. Estaba muerto, y Tú me diste vida; sin ver, y Tú abriste mis ojos. Mi corazón era un repugnante muladar; pero Tú pusiste perlas en él, y si en él las hay, las perlas no se crían en los muladares. Tú me has do todo lo que tengo». Y así, si miráis al presente, si vuestra experiencia es la de un hijo de Dios, lo atribuiréis todo a El, no solamente lo que ha sido vuestro en el pasado, sino todo cuanto ahora tenéis. Estáis aquí esta mañana, sentados en vuestros bancos, y os pido que recapacitéis sobre este hecho. ¿Creéis que estaríais donde estáis, si no fuera por la divina gracia? Recordad la tentación que os asaltó ayer, cuando «consultaban de arrojaros de vuestra grandeza». Quizá fuisteis tentados como yo lo soy a veces. Hay momentos en que parece que el diablo, usando de sus encantamientos, me lleva al mismo borde del precipicio del pecado, haciéndome olvidar el peligro por la dulzura con que lo rodea. Y exactamente cuando va a arrojarme al vacío, veo el abismo abierto a mis pies y una poderosa mano que me sujeta, mientras una voz dice: «Lo guardaré de que caiga en lo profundo; porque Yo he pagado su rescate». ¿No creéis que antes de que el sol se ponga podríais ser condenados, si la gracia no os guardara? ¿Tenéis algo bueno en vuestros corazones que ella no os lo haya dado? Si supiera que la gracia que tengo no procede de Dios, la pisotearía bajo mis pies, por no ser de ningún valor. No sería mas que una falsificación completamente legítima, por no traer sello del cielo. Podría parecer muy buena; pero, de cierto, siempre sería mala, a menos que viniera de Dios. ¿Cristiano, puedes tú decir en todas las cosas pasadas y presentes El es mi roca y mi salvación»?

Y ahora, miremos hacia el futuro. Hombre, considera cuántos enemigos tienes, cuántos ríos que cruzar, cuántas montañas que subir, cuántos monstruos que vencer, cuántas bocas de león de las que escapar, cuántos fuegos que atravesar, cuántas corrientes que vadear. ¿Qué piensas, hombre? ¿Puede alguien salvarte, que no sea Dios? ¡Ah!, si yo no tuviera ese brazo eterno en que apoyarme, tendría que gritar: «¡Muerte!, arrójame a cualquier sitio fuera de este mundo». Si yo no tuviera esa esperanza, esa confianza exclamaría: ¡Enterradme bajo la creación, en las escondidas profundidades, donde para siempre pueda ser olvidado! ¡Oh!, echadme lejos, porque soy un miserable si no tengo a Dios que me ayude en mi peregrinar. ¿Sois lo suficientemente fuertes como para luchar con uno solo de estros enemigos sin vuestro Dios? No lo creo. Una simple criada pudo abatir a Pedro, y puede también hacer lo mismo con vosotros si Dios no os preserva. Os suplico que recordéis esto siempre. Espero que lo hayáis experimentado en el pasado, pero tratad de tenerlo presente en el futuro dondequiera que vayáis: «La salvación es del Señor». «El solo es mi roca y mi salvación».

Desde el punto de vista de la eficacia, todo viene de Dios; y así es, también, en cuanto a los méritos. Hemos experimentado que la salvación es completamente de El. ¿Qué méritos puedo tener yo? Si recogiera todo cuanto he podido tener y luego os pidiera lo que vosotros habéis reunido, no sacaría entre todo el valor de un cuarto de penique. Hemos oído contar el caso del católico que decía que había una balanza que se inclinaba a su favor por el peso de las obras buenas en contra de las malas, y que, por lo tanto, tenía que ir al cielo. Pero no hay tal cosa. He visto mucha gente, muchas clases de cristianos, incluso extravagantes, pero jamás he encontrado a uno que diga tener méritos propios, si se le ha obligado a ser sincero. Sabemos de hombres perfectos y de hombres perfectamente necios, y hemos visto que ambos son perfectamente iguales. ¿Poseemos méritos propios? Estoy seguro que no, si hemos sido enseñados de Dios. Hubo un tiempo en que creíamos tenerlos; pero, una noche vino a nuestra casa un ente Llamado convicción, y se llevó todas nuestras glorias. ¡Ah!, pero no obstante esto, todavía somos malos. No se si Cowper dijo bien cuando escribió:

«Desde la hora bendita que a tus pies me trajiste,

Cortando mis locuras por sus raíces mismas

No he confiado en brazo que no haya sido el tuyo,

Ni he esperado en justicia que no sea la divina».

Creo que se equivocó, porque muchos cristianos continúan confiando en sí mismos; pero debemos reconocer que «la salvación es del Señor», si la consideramos desde el punto de vista de los méritos.

Queridos amigos, ¿habéis experimentado esto en vuestros corazones? ¿Podéis decir «amén», al oírlo? ¿Podéis decir: «yo sé que el Señor es mi ayuda»? Me parece que muchos podéis; pero mejor lo diréis cuando Dios os lo enseñe. Lo creemos cuando comenzamos nuestra vida cristiana, y lo sabemos después. Y cuanto más larga es nuestra vida, más ocasiones tenemos de comprobar que es verdad. «Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo»; pero, «bendito el varón que se fía en Jehová, y cuya confianza es Jehová». En verdad, el cenit de la experiencia cristiana se alcanza cuando dejamos de confiar en nosotros mismos, o en otros, y ponemos toda nuestra esperanza pura y simplemente en Jesucristo. La más elevada y noble experiencia no es el quejarse continuamente de la propia corrupción, ni el lamentarse de los extravíos, sino el decir:

«Con todo mi infortunio, aflicción y pecado,

No me dejará irme su Espíritu adorado».

Creo, ayuda mi incredulidad.» Me gusta lo que decía Lutero: «Yo correría a los brazos de Cristo, aunque blandiera una espada en sus manos». A esto se le llama una osada confianza; pero, como dice un viejo teólogo, no hay tal osada confianza: no arriesgamos nada con Cristo, no hay el menor riesgo. Bendita y celestial esperanza, cuando en medio de la borrasca podemos acudir a Él y decirle: «¡Oh, Jesús!, creo que me cubriste con tu sangre»; cuando, al ver nuestra inutilidad, podemos clamar: «Señor, creo que, por Cristo Jesús, aunque soy un miserable pecador, Tú me has perdonado». La fe del santo es pequeña, cuando cree como santo; pero la del pecador es verdadera fe cuando cree como pecador. Dios se goza, no con la fe del puro y sin mancha, sino con la de la criatura llena de pecados. Así pues, hermanos, pedid que ésta pueda ser vuestra experiencia, para aprender cada día más que «Él solamente es mi roca y mi salvación».

III. Y ahora, en tercer lugar, hablaremos de LA GRAN OBLIGACION. Hemos tenido una gran experiencia; por lo tanto, tenemos también una gran obligación.

Si solamente Dios es nuestra roca, y lo sabemos, ¿no estamos obligados a poner en Él toda nuestra confianza, a darle todo nuestro amor, a afirmar en Él toda nuestra esperanza, dedicarle toda nuestra vida y a consagrarle todo nuestro ser? Esta es nuestra gran obligación. Si Dios es todo lo que tengo, seguro que todo lo que tengo es de Dios. Si Dios es mi única esperanza, seguro que toda mi esperanza la pondré en Dios. Si el amor de Dios es lo único que salva, seguro que Él tendrá mi amor. Hermano, permíteme un consejo: no tengas dos dioses, ni dos cristos, ni dos amigos, ni dos esposos, ni dos padres celestiales; no tengas dos fuentes, ni dos ríos, ni dos soles, ni dos cielos; ten solamente uno. Por lo tanto, si la salvación se halla solamente en Dios, allegaos a Él con todo vuestro ser.

Nunca tratéis de añadir nada a Cristo. ¿Remendaríais el vestido que Él os ha dado con vuestros viejos y andrajosos harapos? ¿Pondríais vino nuevo en odres viejos? ¿Os colocaríais a Su misma altura? Sería como uncir un elefante con una hormiga: jamás ararían juntos. ¿Aparejaríais un ángel y un gusano al mismo carro, esperando cruzar con él el firmamento? ¡Cuánta inconsecuencia! ¡Cuánta necedad! ¿Vosotros con Cristo? ¡Cristo se reiría!; digo mal, ¡lloraría al pensar tal cosa! ¿Cristo y el hombre uniendo esfuerzos? ¿CRISTO & CIA? Jamás ocurrirá esto; Él nunca lo permitirá; Él ha de ser el todo. Cuán absurdo y equivocado es tratar de añadirle algo; no lo podría soportar. A los que aman algo que es Él, les llama adúlteros y fornicarios. Quiere que confiéis en El con todo tu corazón, que lo ames con toda tu alma que lo honres con toda tu vida. Cristo no entrará en tu casa mientras no pongas todas las llaves bajo su custodia, y no permitirá que te quedes con una sola. Y así, te hará cantar:

«Mas si algo retuviese

Sin que la conciencia me acusara,

Amo a mi Dios con celo tan extremo,

Que todo cuanto hubiese le entregara».

Cristianos, es un pecado dejar de entregar algo a Dios, y Cristo será afligido si así lo hacéis. Y seguro que no deseáis apesadumbrar a quien derramó su sangre por vosotros. Esto cierto -que ningún hijo de Dios quiere vejar a su bendito hermano mayor. No hay ni una sola alma redimida por sangre que agrade en contemplar, anegados en llanto, los dulces y ternos ojos de su Amado. Sé que no queréis entristecer a vuestro Señor, ¿verdad? Pero os digo que acongojaréis su generoso Espíritu, si hay algo que comparta con El vuestro amor. Porque os quiere tanto, que está celoso de vuestro amor. Se dice en las Escrituras que el Padre es «un Dios celoso»; y así ocurre, también, con Cristo; por tanto, no confiéis en carros en caballos, sino decid siempre solamente es mi roca y mi salvación».

Tened presente, también, que hay una razón por la que no debéis mirar a nadie más. Si vuestros ojos están distraídos en otras cosas, jamás podréis tener una plena visión de Cristo. «Podemos verle manifestado en sus misericordias», dices. Sí es cierto; pero vuestra contemplación sería mucho más perfecta si mirarais directamente a su persona. Nadie puede mirar dos objetos a la vez, y verlos claramente. Puedes mirar un poco a Cristo y otro poco al mundo, pero no puedes poner tus ojos de modo total en Cristo y mirar aún al mundo. ¡Oh!, hermanos, os suplico que no tratéis de hacerlo. Si miráis al mundo, será una mota en vuestro ojo; si confiáis en algo más, como el que se sienta entre dos banquillos, caeréis a tierra de forma estrepitosa. Por lo tanto mirad solamente a Él. «Él solamente es mi roca y mi salvación.»

No olvidéis tampoco, hermanos, mi ruego de que no pongáis ninguna otra cosa con Cristo; porque tantas veces como lo hagáis, seréis azotados por ello. Jamás ha habido un hijo de Dios que albergara en su corazón a ninguno de los traidores al Señor; porque habría sido acusado del mismo delito. El Supremo Juez ha extendido auto de registro contra cada uno de nosotros. Y, ¿sabéis qué es lo que buscan sus agentes? Les ha mandado que vengan por nuestros amantes, por todos nuestros tesoros y por nuestros ayudadores. A Dios le importan menos nuestros pecados como tales, que nuestros pecados -y aún nuestras virtudes- que usurpan su trono. En verdad os digo, que no hay nada en este mundo sobre lo que podáis poner vuestro corazón, que no haya de ser colgado en una horca más alta que la de Amán. Si Cristo no ocupa el primer lugar en vuestro corazón, Él lo convertirá en castigo. Si vuestra casa es más preciada que su persona, en prisión la convertirá; si vuestros hijos son más queridos que su amor, como víboras serán, que morderán vuestro seno; si vuestra comida es preferida a sus manjares, beberéis aguas amargas y el pan será como cascajo en vuestras bocas, hasta que todo vuestro alimento sea El. No hay nada que tengáis y que El no pueda convertir en una vara, si está ocupando Su lugar; y no dudéis que así lo hará, si permitís que haya algo que robe a Cristo.

Notad, una vez más que si posáis vuestra mirada en algo que no sea Dios, pronto caeréis en el pecado. No ha habido hombre en el mundo que, apartando sus ojos de Cristo, haya andado el camino sin extraviarse. Así, el marino que navega guiado por la Estrella Polar, siempre irá hacia el norte; pero su rumbo será incierto y perdido, si se rige ora por la Estrella Polar, ora por otras constelaciones. E igualmente con vosotros; si no fijáis continuamente vuestros ojos en Cristo, pronto perderéis la ruta. Si alguna vez habéis abandonado el secreto de vuestro poder, es decir, vuestra confianza en el Señor; si alguna vez habéis perdido el tiempo en devaneos con la Dalila de este mundo, amándola más que a El, los filisteos caerán sobre vosotros, raparán vuestras guedejas y os atarán con cadenas al molino hasta que vuestro Dios os libere, dejando una vez más crecer vuestros cabellos, y os lleve a depositar toda vuestra confianza en el Salvador. Fijad vuestros ojos en Jesús, porque tan pronto como los apartéis de El, ¡duras serán las consecuencias! A vosotros os digo, hermanos; cuidado con vuestros dones, cuidado con vuestras virtudes, con vuestra experiencia, con vuestras oraciones, con vuestra esperanza, con vuestra humildad. No hay ninguna de estas gracias que no pudiera condenaros si no las cuidarais. El viejo Brooks decía: «Si una mujer tiene un marido y éste le regala una preciosa sortija, y ella ama la joya y le importa más que su esposa, ¡cuánto no se ofenderá él, y cuán necia no será ella!» ¡Cuidad vuestros dones, hermanos!, ya que podrían resultar más peligrosos que vuestros pecados. Estad advertidos contra todo lo de este mundo; porque todo tiene la misma tendencia, especialmente lo más elevado. Si gozamos de una posición acomodada, es probable que no miremos mucho a Dios; y si vosotros, cristianos, poseéis cierta fortuna, ¡cuidado con el dinero!, ¡cuidado con el oro y la plata!; porque serán una maldición si se interponen entre vosotros y Dios. Fijad vuestros ojos en la nube y no en la lluvia, en el río y no en el barco que flota en su seno. Contemplad el sol y no sus rayos; atribuid vuestros dones a Dios y decid perpetuamente «Él solamente es mi roca y mi salvación».

Finalmente, os ruego otra vez que no apartéis vuestra mirada de Dios para fijarla en vosotros; porque, ¡qué seríais ahora que seríais siempre, sino unos pobres condenados pecadores, si estuvierais fuera de Cristo! El otro día, cuando predicaba, durante la primera parte de mi sermón era el ministro quien hablaba; pero, de repente, recordé que no era más que un pobre pecador, y ¡cuán distintas fueron entonces mis palabras! Los mejores sermones que jamás haya predicado, han sido aquellos que pronuncié, no en mi capacidad de ministro, sino como pobre pecador hablando a los pecadores. Y creo que no hay nada como el que un ministro recuerde que no es más que un pobre pecador, después de todo. Se dice del pavo real que, aunque está vestido de finas plumas, se avergüenza de tener los pies negros. Estoy seguro que nosotros también debemos avergonzarnos de los nuestros. Aunque a veces nuestras plumas aparezcan vistosas y brillantes, deberíamos pensar en lo que seriamos si la gracia no nos hubiera auxiliado. ¡Cristiano!, fija tus ojos en Cristo porque fuera de Él no eres mejor que cualquiera de los que están infierno; no hay demonio en el averno que no pudiera hacerte ruborizar si tu estuvieses fuera de Cristo. ¡Oh, si fueras humilde! Recuerda cuán perverso es tu corazón, aunque la gracia haya entrado en él; Dios te amó y te dio su gracia, no olvides que aún tienes en ti un tumor canceroso. El sacó mucho de tu recado, pero la corrupción todavía permanece. Sabemos que, aunque el viejo hombre esté algo reprimido, y el fuego un poco sofocado por el influjo de las aguas del Espíritu Santo, podría arder con más fuerza que antes si Dios no lo evitara. No nos gloriemos en nosotros mismos, pues. El esclavo no tiene por qué enorgullecerse de su alcurnia: las marcas del hierro están en sus manos. ¡Fuera con el orgullo! Reposemos total y plenamente en Jesucristo.

Antes de terminar, permitidme una palabra para el impío que no conoces a Cristo: Has oído todo cuanto hemos hablado de que la salvación es sólo de Él. ¿No es para ti esta buena doctrina? Porque tú no tienes nada, ¿no es cierto que eres un pobre, perdido y arruinado pecador. Oye esto, pues: tú no tienes nada, y nada necesitas, porque Cristo lo tiene todo. ¡Pobre de mí! Soy un esclavo encadenado», dirás. ¡Pero El tiene la redención! «¡No!, soy un sucio pecador.» Pero podrá lavarte hasta dejarte blanco. Sí, eres un leproso, pero el Médico Divino puede sanar tu lepra. Sí, también estás condenado, pero Él tiene tu libertad firmada y sellada, si tú crees en El. Cierto que estás muerto, pero Cristo tiene la vida y puede resucitarte. No necesitas nada de lo tuyo, sólo confiar Y si hubiera aquí ahora hombre, mujer o niño, que estuviera dispuesto a decir solemnemente conmigo, con todo su corazón: «Entiendo que Cristo es mi Salvador sin que yo posea ninguna virtud o mérito en qué poder confiar. Conozco mis pecados, pero sé que Él es más fuerte que ellos; reconozco mi culpa pero creo que Él es más poderoso que ella»; repito, si alguno de vosotros puede decir esto, puede irse de este lugar gozoso y contento, porque es heredero del reino de los cielos.

Tengo que contaros una singular historia, que fue referida en nuestra reunión de iglesia; porque quizás, por medio de ella, alguna pobre persona que me oiga pueda entender el camino de la salvación. «¿Podrías decirme -preguntaba uno a su amigo creyente- qué le dirías a un pobre pecador que acudiera a ti deseando saber el camino de la salvación?» «Mira dijo él, creo que me resultaría muy difícil; pero eso mismo me ocurrió ayer. Una pobre mujer vino a mi tienda y se lo expliqué de una forma tan vulgar, que no me gustaría repetírtelo.» «¡Oh!, sí, no te importa; me agradaría oírlo.» «Bien; pues esa pobre mujer siempre está empeñando cosas, y de vez en cuando las recupera. No encontré modo mejor que el siguiente: Mire, le dije, su alma está empeñada con el demonio, Cristo ha pagado el precio, y usted, usando la fe como resguardo, puede ir y retirarla.» Como veis, fue una forma muy simple, pero a la vez excelente, para presentarle el camino de salvación a aquella mujer. Es cierto que nuestras almas estaban empeñadas a la venganza del Todopoderoso, y que no teníamos dinero para pagar; pero vino Cristo y satisfizo el precio por completo, y la fe es el recibo que podemos usar para recuperarla del empeño. No necesitamos emplear ni un solo penique nuestro, sino solamente decir: «Heme aquí, Señor, yo creo en Jesucristo; no he traído ningún dinero para pagar por mi alma, porque tengo este resguardo, el precio fue pagado hace mucho tiempo. Está escrito en tu Palabra: «La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado». Y si vosotros tenéis ese recibo, podéis también rescatar vuestras almas del empeño, y decir: «He sido perdonado, he sido perdonado; soy un milagro de la gracia». Quiera Dios bendeciros, amigos míos, por Cristo Jesús.

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