INTRODUCCIÓN: El ABC del Evangelio
La noche del Jueves pasado sólo con dificultad pude predicar aquí el Evangelio de Jesucristo, y desarrollé uno de esos textos sencillísimos que no contienen otra cosa que los principios más elementales del Evangelio.
Sucedió, sin embargo, que al cabo de pocos minutos el discurso me dio cosecha. La congregación no era numerosa, porque ya sabéis qué tiempo hizo y cuán poca esperanza había que vuestro pastor os pudiera predicar; y no obstante, sin invitación ninguna, se presentaron tres almas declarando que habían hallado paz con Dios. Cuántas más habla que se hallaban en el mismo caso, no lo sé; pero éstas tres se avistaron con los hermanos y dieron buen testimonio del hecho bendito de haber comprendido entonces, por vez primera en su vida, el plan de la salvación.
Ahora bien, me parece que si un asunto sencillo sobre el Evangelio tan pronto produce su efecto, debo continuar tratando tales asuntos. si el agricultor descubre que cierta dase de semilla le produce mejor cosecha que otra cualquiera, continuará, sin duda, sembrando de la misma.
Los procedimientos agrícolas que han dado buen éxito, se deben continuar y aun aplicarse en mayor escala. Así es que esta mañana predicaré el A, B, C, del Evangelio, es decir, los primeros rudimentos de la ciencia de la salvación; y doy gracias a Dios que la cosa no me será nueva. Haga Dios, el Espíritu Santo, que, en contestación a vuestras oraciones, tengamos una bendición en proporción a la del jueves pasado; y si así sucede, se regocijará en gran manera nuestro corazón.
De entre una multitud de textos he tomado los que acabo de leer, tan sólo para demostrar la verdad de que la misión de nuestro Señor lleva por objeto la salvación de los pecadores.
¿Con qué objeto vino Jesús al mundo? ¿Para quién vino? Preguntas de suma importancia como éstas, se hallan claramente contestadas en las Escrituras. Al encontrar los Israelitas, por vez primera, el maná fuera del campamento, se dijeron el uno al otro: ¿Mana?, es decir: ¿qué es esto?, porque no sabían qué era aquella cosita redonda, como la escarcha, que cubría toda la tierra. Sin duda quedarían pensativos y contemplándolo, deshaciéndolo entre los dedos y oliéndolo; pero cuán grande debía de ser su contento al decirles Moisés: «¡Este es el pan que Jehová os da para comer!» No tardaron en poner a prueba tan buena noticia, llevándose cada cual su medida llena a su morada para preparárselo, cada uno a su gusto. Asimismo en cuanto al Evangelio, muchos hay que bien pudieran exclamar: ¿Maná? Porque no saben lo que es. Aun en cuanto a su objeto y sus tendencias se equivocan con mucha frecuencia, imaginándose que es una especie de ley mejorada, o un sistema de salvación por las obras, menos riguroso que el de la Ley. De aquí que también están en el error, en orden a las personas para la cuales se ha designado el Evangelio. Se imaginan que las bendiciones de la salvación son destinadas para personas de mérito, y que Cristo necesariamente debe ser el Redentor de seres dignos. Fundándose en el principio de que «lo bueno es para los buenos», sacan en consecuencia que la gracia es para los buenos y Cristo para los virtuosos. Por tanto, es de la mayor necesidad instruir a los hombres constantemente en lo que es el Evangelio y para quiénes se ha enviado al mundo. Porque si bien lo saben algunos y no necesitan que se les explique, la inmensa mayoría de los que nos rodean persisten en el error y precisan que se les instruya repetidas veces en las doctrinas más sencillas del Evangelio.
Hay menos necesidad de explicar profundos misterios, que de aclarar verdades sencillas de un modo sencillo. Muchos no necesitan más que una llave sencilla para abrir las puertas de la fe, y tal llave espero que la misericordia divina les entregue en las manos esta mañana. Nuestro propósito será de mostrar que el Evangelio es para los pecadores, que busca a los culpables, que no se ha dado al mundo como recompensa a los buenos y virtuosos, ni a los que se creen dignos de los favores divinos; sino que es para los transgresores, para los indignos, para los impíos, para los que se han descaminado, como la «oveja perdida», o abandonado la casa paterna, como el «hijo pródigo». Cristo murió para salvar a los pecadores y por Él se justifica al impío. Esta verdad expone la Palabra con toda claridad, pero ya que el corazón humano la desecha, insistiremos con tanta más intensidad sobre el particular.
I
SÓLO UN SIMPLE GOLPE DE VISTA HASTA PARA CONVENCERNOS DE QUE CRISTO LLEVÓ A CABO SU OBRA A FAVOR DE LOS PECADORES. Porque, hermanos, la misma venida de Cristo al mundo, en calidad de Salvador, implica que la humanidad necesitaba ser librada de un mal enorme, por una mano divina. La venida de un Salvador, quien por Su muerte procurara el perdón del hombre, presupone tanto la existencia de culpas gravísimas en la humanidad, como la imposibilidad de conseguirse tal perdón por esfuerzos propios. Jamás se habría visto un Salvador si no le hubiera precedido una caída. La maldición en el huerto de Edén fue un preliminar necesario a la agonía del huerto de Getsemaní.
Jamás se habría oído hablar del árbol de la cruz, con su víctima ensangrentada, si primero no hubiera existido el árbol del bien y del mal, y una mano criminal que cogiera la fruta prohibida. Si Jesús no tuvo por misión el salvar a los culpables, a nuestro parecer fue superflua Su venida. ¿Acaso hay algo que justifique la encarnación, fuera de la ruina humana? ¿Qué explica los sufrimientos de Jesús, fuera de la culpa del hombre? Sobre todo, ¿qué explica Su muerte bajo tan lúgubres circunstancias, sino el pecado de la humanidad? «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas… mas Jehová cargó en El el pecado de todos nosotros» (Is. 53:6). He aquí una contestación que, de no ser cierta, dejaría la misión de Cristo cual enigma inexplicable.
Si dirigimos una breve mirada al Nuevo Pacto de nuestro Señor, no tardaremos en descubrir que los culpables constituyen el objeto de sus miras. El Antiguo Pacto de las obras se ocupa, en cambio, de los inocentes, prometiéndoles a éstos grandes bendiciones. Si Dios hubiera dispuesto que la salvación se consiguiera por las obras, ésta se habría, sin duda, efectuado por la ley, porque la ley es santa, justa y buena. Pero evidentemente no lo dispuso así, por cuanto el Nuevo Pacto no habla de recompensar los méritos humanos, sino que, dirigiéndose a los culpables, les hace promesas espléndidas, diciendo:
«Perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado» (Jer. 31:34). Si no hubiera existido pecado, iniquidad e injusticia, no habría habido necesidad del Pacto de Gracia, cuyo mensajero y embajador es Cristo. La menor ojeada al carácter oficial de Jesús, cual Adán del Nuevo Pacto, basta para convencernos de que los culpables constituyen el objeto de Su misión. Moisés vino para manifestarnos el modo de conducirse los puros; Cristo vino para revelarnos el modo de purificarse los impuros.
Siempre que de la misión de Cristo hablan las Escrituras, la describen como una obra de misericordia y de gracia. Tratándose de la redención llevada a cabo por Cristo, se ensalza siempre la misericordia de Dios: «Por Su misericordia nos salvó» (Tit. 3:5). Por amor de Cristo, según Su misericordia infinita, nos perdona nuestras iniquidades. «La ley por Moisés fue dada, mas la gracia y la verdad por Jesucristo fue hecha» (Jn. 1:17). «Abundó la gracia de Dios a los muchos y el don por la gracia de un hombre, Jesucristo» (Ro. 5:15). El apóstol Pablo, que es quien más plenamente nos explica el Evangelio, hace de la gracia el punto central de diversas ideas, diciendo: «Cuando el pecado creció, sobrepujó la gracia» (Ro. 5:20). «Por gracia sois salvos por la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios» (Ef. 2:8). «De la manera que el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna por Cristo Jesús» (Ro. 5:21). Pero, hermanos, la misericordia presupone la trasgresión: no es posible otorgar misericordia a los justos, porque la misma justicia les procura el bien por derecho. La gracia asimismo sólo sirve para los culpables. ¿Qué gracia necesitan los seres inocentes, cargados de méritos propios? Para los tales la vida eterna es cosa ganada, recompensa merecida; pero desde el momento que de la gracia hablamos, queda excluida toda idea de mérito, como perteneciente a doctrina distinta. La misericordia puede practicarse tan sólo donde existe el pecado; la gracia sólo puede concederse a los que nada han merecido. Esto es claro como la luz del día, y sin embargo existen personas cuya religión descansa sobre bases bien distintas.
El hecho es que, estudiando el Evangelio de la gracia de Dios, descubrimos en seguida que, su tendencia constante es buscar al pecador, precisamente como el médico al enfermo, o el limosnero al pobre. El Evangelio emite sus invitaciones; pero ¿para quién son estas invitaciones? ¿No van dirigidas a los que están trabajados y cargados bajo el peso del pecado, tratando de librarse de sus consecuencias? Invita a todo ser humano, sí, porque cada cual tiene su necesidad; pero la invitación particular reza: «Deje el impío su camino y el hombre inicuo sus pensamientos y vuélvase a Jehová» (Is. 55:7). Invita a quien no tiene dinero, es decir, a quien no tiene méritos. Llama a los necesitados, a los sedientos, a los pobres, a los desnudos, que son palabras figurativas para designar personas sumidas en tales desgracias morales, producidas por el pecado. Las mismas dadivas del Evangelio presuponen la existencia del pecado: vida, por ejemplo, para los muertos; vista, para los ciegos; libertad, para los cautivos; purificación, para los inmundos; perdón, para los pecadores. Ninguna bendición evangélica se otorga en calidad de recompensa por méritos, ni se extiende invitación alguna a los que, por vía de derecho, exigen las bendiciones de la gracia. Tales bendiciones se conceden gratuitamente según las riquezas de la gracia de Dios. Y ¿cuáles son los mandamientos del Evangelio? Primero: «Arrepentios.» ¿Pero quién se arrepiente sino el pecador? Segundo: «Creed.» Pero el creer no es cosa de la ley, pues la ley exige obras. El creer es cosa de los pecadores y asunto del método de la salvación por gracia.
Por el mismo lenguaje figurado del Evangelio, PO-demos ver que los pecadores constituyen el objeto de sus solicitudes.
El rey, por ejemplo, que prepara la gran cena, no encuentra ni un solo convidado a su mesa de los que se debía esperar fueran los primeros en acudir a la misma; sino que es preciso ir en busca de otras personas, por los caminos y por los vallados, con objeto de forzarles a entrar. Al asemejarse el Evangelio a unas grandes bodas, son estas bodas para los ciegos, cojos y mancos. Asemejándose a una fuente, es una fuente abierta para lavar el pecado y la inmundicia. En todo lugar y en todo cuanto haga, diga u ofrezca el Evangelio, manifiesta su amor a los pecadores. «Este a los pecadores recibe», se decía constantemente de su soberano Fundador. El Evangelio se presenta cual hospital para el enfermo, pero nadie participará jamás de sus beneficios, sin sentirse culpable; se presenta cual medicina para los doloridos, pero jamás probarán su bendita virtud sanadora los cargados de justicia propia. Los que, a la vista del Señor, se imaginan poseer alguna virtud propia, jamás se cuidarán de buscar la salvación por la soberana gracia de Dios. El Evangelio, repito, busca a los pecadores; para ellos, sólo para ellos son sus bendiciones.
Y sabéis, además, hermanos, que el Evangelio siempre consiguió sus mayores trofeos entre los más perdidos: recluta sus voluntarios no sólo entre los culpables, sino entre los más culpables. «Simón dijo el Señor-, una cosa tengo que decirte: un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de éstos le amará más?» El Evangelio abona el principio de que, a quien mucho se ha perdonado, mucho ama, y por tanto se deleita el Señor de misericordia en buscar a los más perdidos, con el objeto de manifestarles Su amor abundoso e infinito, diciéndoles: «Yo deshice, como a nube, tus rebeliones, y como a niebla, tus pecados.» Entre los transgresores del peor género, una vez salvos, encuentra el Evangelio sus amadores más ardientes, sus discípulos más agradecidos y sus más entusiastas seguidores. Los grandes pecadores, una vez salvos, son los que tributan a la gracia inmerecida los honores más brillantes. Bien persuadidos podemos estar de que el Evangelio busca a los pecadores, desde el momento que consigue sus mayores triunfos entre los que más lo son.
De aquí nace naturalmente, otra idea, y es la Siguiente:
Si el Evangelio no es para los pecadores, ¿para quién es? Parece haber reaparecido en la actualidad el antagonismo antiguo; de suerte que, los orgullosos fariseos se han dado a insistir en que la predicación de la justificación por gracia, mediante la fe, es asunto peligroso; pues induce al pueblo a tener en poco la moralidad, si se ensalza tanto la gracia de Dios.
Este argumento, tantas veces refutado, aparece de nuevo a causa de haber perdido el protestantismo su savia y vigor.
El espinazo mismo y médula de la enseñanza reformista consistía en la gloriosa doctrina de la salvación por la gracia de Dios y no por las obras; pero ahora, procurando algunos divorciarse de la reforma, para entregarse al romanismo, se coloca en la sombra la gran doctrina de la justificación por la fe, so pretexto de que produce daño. Pero, ¡qué considerados y bobos son la mayoría de los hombres! A los tales hago esta pregunta:
Señores: ¿para quién sería el Evangelio, si no fuera por los pecadores? Pues, ¿qué sois todos vosotros, sino pecadores? Vosotros, que pretendéis temer que se dañe la moralidad y que se ignore la santidad, ¿qué tenéis que ver ni con la una, ni con la otra?
Los que suelen hacer tales objeciones, harían mejor guardando silencio en semejantes asuntos; pues estos ardientes defensores de la moralidad y de la santidad son, por regla general, extraordinariamente flojos en sus prácticas; mientras que, en cambio, los creyentes en la gracia divina son tildados de puritanos, severos, demasiado ásperos.
Quien más protestas levanta contra la doctrina de la gracia es quien más necesidad tiene de la misma; y, en cambio, quien más protesta contra la doctrina de la salvación por las obras es precisamente quien con más rigor observa los mandamientos deL Señor.
Tened presente, oh mortales, que no existe sobre la faz de la tierra una sola persona que Dios, a la luz de Su ley, pueda contemplar con placer: «Todos se apartaron y a una fueron hechos inútiles; no hay quien haga lo bueno; no hay ni aun uno.» No existe ante Dios ni un corazón sano y justo por naturaleza, ni una vida pura y santa delante de Su ojo penetrante, escudriñador. Todos nos hallamos apresados como culpables; y si no en igual medida, siempre culpables según la cantidad de luz y conocimiento que poseemos; y cada cual justamente condenado a causa de los extravíos del corazón y falta de amor al Señor. ¿Para quién, pues, ha de ser el Evangelio, sino para los pecadores? ¿Por quién habrá muerto el Salvador, sino por ellos? ¿Para quién, en el mundo, fuera de ellos, estarán destinados los beneficios de la gracia?
II
En segundo lugar, CUANTO MÁS DE CERCA MIRAMOS, TANTO MÁS EVIDENTE SE NOS PRESENTA ESTA VERDAD; porque, hermanos, es bien evidente que Cristo no ha llevado a cabo la obra de la salvación para bien de nadie que se haya podido salvar por su propia bondad. Si existe alguna cosa buena en nosotros, se debe a que la gracia de Dios nos haya dotado de la misma; y es positivo que antes de que nos alcanzara el amor entrañable del Señor, nada de bueno había en nosotros. Si os fijáis en la primera divisa realmente visible de la salvación en la tierra, a saber, en la manifestación del Cristo, encontraréis escrito acerca de la misma: «Cuando aún éramos flacos, a Su tiempo murió por los impíos. Ciertamente apenas muere alguno por un justo: con todo podrá ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios encarece Su caridad para con nosotros, porque siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:6-8). Así es que, hermanos, nuestra redención se llevó a cabo antes de que naciéramos. Tal fue el fruto del gran amor del Padre con que nos amó, aun estando «muertos en delitos y pecados» (Ef. 2:1). Anterior a este amor, nada existía en nosotros que pudiera merecer tal redención; y, en verdad, la sola idea de merecer nosotros que muriera Jesús es absurda y blasfema. Si; ya mientras aún vivíamos en el pecado y lo amábamos, se hacían las preparaciones para nuestra salvación; ocupados nosotros todavía en nuestras rebeliones, se ocupaba el amor divino en nuestra salvación. Aun rebeldes nosotros, se nos predicaba el Evangelio, personas serias oraban por nosotros, el texto que nos había de convertir estaba ya escrito, y, como ya he dicho, se había derramado la sangre que nos había de limpiar y se había dado el Espíritu que nos había de regenerar. Todo esto se hacia mientras nosotros no teníamos aún el menor deseo de ser salvos. ¡Qué admirable es aquel pasaje del profeta Ezequiel en que se nos pinta cómo el Señor vio la criatura desvalida echada sobre la haz del campo, sin lavar y sin pañales, desnuda y sucia en sus sangres! (Ez. 16). Dice el Señor que aquello era un caso de amor y de repugnancia al mismo tiemPO. Pero no principió a estimar a la criatura elegida en el momento de ser lavada y decorosamente vestida, sino mientras aún yacía desnuda y sucia. ¡Oh, admire todo corazón creyente la esplendidez y la compasión del amor divino!
«¡Gloria a Dios porque no mira
Nuestra vieja iniquidad;
Mas bondoso nos reviste
De justicia y santidad!»
Mientras estaba endurecido tu corazón y obstinada tu cerviz; mientras no te querías arrepentir, ni ceder a Su bondad, sino que en tu rebeldía ibas de mal en peor, te amaba el Señor, sí, te amaba con amor supremo. Y ¿por qué gracia tanta? En verdad, tan sólo porque Su persona está llena de bondad y se deleita en la misericordia. ¿Qué? ¿No se ve así, con toda evidencia, que usa de misericordia para con los culpables, sin moverle a ello la bondad humana?
Pero, contemplemos la cosa aún más de cerca.
¿Qué obra vino Cristo a realizar en el mundo? He aquí la respuesta: «Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados: el castigo de nuestra paz sobre El, y por Su llaga fuimos nosotros curados» (Is. 53:5). Vino para cargarse de nuestras culpas; y ¿creéis que vino tan sólo para llevar las culpas ligeras de los hombres de bien, si tales culpas existen? ¿Pensáis que Cristo es un Salvadorcito, que nos vino a salvar de nuestros pecadillos? No, queridos, Cristo es el Hijo amado de Jehová, quien viene al mundo para llevar toda carga de pecado, pero una carga que nada tiene de ficticia, pues le oprimió hasta el punto de hacerle sudar gotas de sangre. Tan enorme es que, bajo su peso, quedó encorvado hasta la muerte, hasta la sepultura. Ese fardo abrumador no fue otra cosa que la montaña de nuestros pecados, de lo que resulta claro que el Evangelio, necesariamente, está relacionado con los pecadores. ¿No hay pecado? Pues el lama sabactani (Dios mío, por qué me has desamparado?) resulta una queja justa contra una crueldad inmerecida. ¿No hay pecado? Pues, oh Redentor nuestro, ¿qué son esas glorias que con tanto afán te hemos atribuido? ¡Cómo puedes quitar un pecado que no existe!
La misma venida de Cristo presupone la existencia de grandes culpas, pues precisamente estas culpas motivaron e hicieron necesaria Su venida, en calidad de Libertador de las mismas. Declara Jesús que ha abierto una fuente, llena de sangre de Sus venas. Pero ¿para qué tal fuente? Una fuente purificadora presupone impureza. Seguramente, oh pecador, debe, pues, existir en alguna parte una gente inmunda; de otro modo no se hubiese abierto tan admirable manantial, que brota del corazón de Cristo. Tú, que te sientes culpable, necesitas esta fuente y para ti está abierta. Ven esta mañana, con todas tus miserias, con toda tu iniquidad, y lávate para que seas limpio.
«Hay una fuente, cuyos raudales
Las venas nutren del Salvador:
Bañado en ella, se encuentra limpio
De sus pecados el pecador.»
Hermanos: todos los dones que Jesús nos vino a conceder, o cuando menos la mayor parte de ellos, presuponen la existencia del pecado. ¿Cuál es Su primer don, sino el perdón? Y, ¿cómo se puede perdonar a quien no ha faltado? Digo, con todo el respeto debido, que no es posible haya perdón donde no hay ofensa. Sacrificio por el pecado y el borrar la iniquidad, requieren que haya pecado para borrar, o si no, ¿qué hay de verdad en el caso? Cristo viene para ofrecernos la justificación, y ello presupone la falta de santidad natural en el hombre; porque si no, se justificaría por sí mismo y por sus obras.
Y ¿por qué tanto adoctrinar sobre la justificación por la justicia del Hijo de Dios, si el hombre ya está justificado por su justicia propia? Esas dos bendiciones (el perdón y la justificación), y otras de la misma naturaleza, tan sólo se pueden conceder a los pecadores. Para otros, de nada sirven.
Nuestro Señor Jesucristo, por otra parte, vino revestido de poder divino. Dice: «El Espíritu del Señor está sobre Mí.» ¿Para qué fue revestido de poder divino, sino porque el pecado había despojado al hombre de todo poder y fuerza, dejándole en tal postración que no le era posible levantarse, sino por la potencia del Espíritu eterno? Y ¿qué significa esto, sino que la misión de Cristo tiene en cuenta precisamente a los que, a causa del pecado, se hallan sin fuerza y sin mérito ante Dios? El Espíritu Santo es dado, porque el espíritu del hombre se halla derrotado. Viene el Espíritu Santo para resucitar al hombre a una vida nueva, porque el pecado le ha matado, dejándole muerto en delitos y pecados, y este Espíritu viene por Jesucristo. Es evidente, por lo mismo, que la misión de Cristo tiene por objeto buscar a los culpables.
No dejaré de afirmar, que las grandes obras del Señor, bien consideradas, también tienen a los pecadores en cuenta. Jesús vive, precisamente, para buscar y salvar lo que se había perdido. Jesús muere, precisamente, en sacrificio por el pecado de los culpables. Jesús resucita, precisamente, para nuestra justificación; y, como acabo de manifestar, no necesitaríamos tal justificación si no fuésemos culpables. Jesús sube a lo alto, recibe dones para los hombres, y nótese esta palabra especial: «También para los REBELDES» (Sal. 68:18). Jesús vive en el cielo, pero para interceder: «Por lo cual, puede también salvar eternamente a los que por El se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos» (He. 7:25). Así es que, considérese la parte que se quiera de Sus portentos y se verá claramente que los pecadores cargados de culpa e iniquidad constituyen el objeto de los mismos.
Y, queridos, buena parte del esplendor de las dadivas y bendiciones que nos proporciona Cristo, se debe a que los pecadores sean el objeto de las mismas. En Cristo somos elegidos y, a mi ver, la gloria de la elección consiste en que el amor divino haya escogido objetos tan indignos. ¿Cómo pudiera haberse hecho elección, siquiera, si ésta hubiera de tener por base los méritos humanos? En tal caso se subiría por derecho a la posesión de tales o cuales grados y categorías, conforme a los merecimientos de cada uno. Pero es el caso, ahora, que las glorias de la elección divina reciben todo su lustre de la gracia, y la gracia tiene siempre en perspectiva y por base, la falta de mérito de los que son el objeto de sus manifestaciones. La elección de Dios no es una elección conforme a nuestras obras, sino una elección de pecadores, fundada en la gracia. Adórale, pues, y admira Sus hechos.
Fijaos en el llamamiento efectivo de los pecadores, y hallaréis deleite al contemplar que es un llamamiento de entre los muertos: un llamamiento de lo que nada es, como si fuese algo; un llamamiento hecho a los condenados a morir, o a recibir perdón y gracia. Fijaos luego en la adopción. ¿En qué consiste la gloria de la adopción, sino en que Dios haya adoptado a los extraños y rebeldes, constituyéndoles en hijos Suyos? ¿En qué consiste la hermosura singular de la regeneración, sino en que haya podido Dios, de las piedras, despertar hijos a Abraham? ¿En qué consiste la hermosura de la santificación, sino en que haya recogido criaturas tan impías como nosotros, para hacernos reyes y sacerdotes para Dios, santificándonos del todo, espíritu, alma y cuerpo?
Es la gloria del cielo, para mí, pensar que ese coro celeste de personas vestidas de ropas blancas hallábanse un día manchadas; que esos adoradores bienaventurados eran en otro tiempo pecadores, rebeldes contra Dios.
Vista grandiosa es, contemplar los ángeles jamás caídos, perfectamente puros y ocupados en eternas alabanzas a Dios; pero la vista de esos pecadores caídos, más restaurados por el poder divino, revela más plenamente la gloria de Dios. Por más que eleven los ángeles sus alabanzas, a cuál mejor, en coro perpetuo, cierto es que no alcanzan nunca la nota suave del cántico: «Hemos lavado nuestras ropas y las hemos blanqueado en la sangre del Cordero.» Carecen de la experiencia, que franquea la entrada al sentido profundo de esa verdad que constituye la gloria suprema del nombre de Jesús: «Tú fuiste inmolado y nos has redimido para Dios con Tu sangre.»
Así es que, cuanto más penetramos el sentido del Evangelio, con tanta más claridad descubrimos que los pecadores constituyen el objeto de sus miras y de sus bendiciones.
III
Ahora bien, en tercer lugar, NO CABE LA MENOR DUDA DE QUE OBRAMOS SABIAMENTE, RECONOCIENDO QUE SOMOS TALES PECADORES. Ya sé que no se aviene al gusto de muchos esta doctrina. Pero, amigos, más os valdría cambiar de paladar, porque jamás lograréis cambiar la doctrina. Es la verdad del Dios eterno y no está sujeta a cambios. Ya, pues, que el Evangelio busca a los pecadores, 10 mejor que podéis hacer es reconocer que lo sois. Y os recomiendo que lo hagáis no solamente por razón de prudencia, sino en prueba de honradez, porque no haréis mas que lo que en justicia os in*****be, reconociéndoos como tales. Pero me figuro que diréis: «No soy gran admirador de esta doctrina. ¿Acaso me he de salvar yo como el ladrón en la cruz?»-. Ni más ni menos, amigo, excepto en el caso de tener tú mayor necesidad de la gracia que él. «Pero ¿Vd. no querrá decir que yo, en orden a la salvación, me haya de colocar al mismo nivel que la mujer adúltera? Pues, habiendo yo sido puro y templado ¿habré de deber yo mi salvación tan puramente a la gracia de Dios como ella?»-. Sí, amigo, es precisamente esto lo que quiero decir. En orden a la salvación de los hombres, Dios obra conforme a un solo principio, a saber, conforme a pura gracia. Mi deseo es que a punto fi-jo comprendas esto. Aunque esta doctrina te fuera como vinagre a la boca y te llenara de ira, siempre estaré contento con tal que la comprendas, porque aun podrá la verdad hallar así entrada en tu alma, y obligarte a rendir homenaje a Su majestad.
Oh, vosotros, hijos de padres cristianos, vosotros, jóvenes de moral pura y de conciencia delicada, aun a vosotros me dirijo, a vosotros hablo. Regocijaos de vuestros privilegios, pero no os jactéis de los mismos, porque también vosotros habéis pecado, habéis pecado contra la luz mejor y superior conocimiento que poseéis, y tenéis conocimiento de haberlo hecho. De no haberos rebajado a cometer pecados groseros, en obras y hechos, habéis pecado, de sobras, en pensamiento y deseo, y en muchos casos habéis gravemente ofendido a Dios.
Si mediante éstas y tales consideraciones, llegáis a ocupar el puesto que os corresponde, como culpables arrepentidos, no os faltará la gracia de Dios.
Acordaos, después, que si de este modo alcanzáis la salvación, la conseguís del modo mas seguro. Supongámonos un establecimiento con una serie de comedores de diferentes clases. Si estoy comiendo y bebiendo en uno de primera clase y no llevo el billete correspondiente, no estaré tranquilo. Con cada bocado me viene el pensamiento que, tal vez, vendrá el amo y me dirá: «¿Cómo entraste aquí, amigo?», y yo comenzaré con vergüenza a bajar al comedor de clase inferior. Hermanos, cuando principiamos por lo más humilde y tomamos puesto en la habitación más baja, nos sentimos tranquilos y satisfechos, sabiendo que lo que se nos proporciona es cosa destinada para nosotros, y no se nos quitará. Entonces, también, al venir el amo, puede ser que nos lleve a salas de clase superior. Nada tan bueno como empezar por lo más humilde.
Si me apodero de la promesa de Dios alegando mi santidad dudosa, hay lugar de dudar si es para mí; pero al aplicármela en calidad de pecador, no cabe duda ninguna. Si el Señor me dice que acepte Su misericordia como hijo de Dios, el diablo me puede perturbar con la idea de que sea yo un pr~ suntuoso, silo hago; pero si como culpable y destituido de todo mérito me acojo a la gracia de Jesús y acepto, por fe, lo que gratuitamente me ofrece, ni el mismo diablo me puede perturbar; y silo intenta, serán tan palpables sus mentiras que no me harán daño ninguno. Nada tan cierto como tener un título indiscutible, y si en el mismo consta tu carácter de pecador, dicho título es sin duda indiscutible, porque pecador eres, no lo dudes por un momento. Así es que el reconocerte pecador es admitir la verdad y conseguir la salvación del modo más seguro.
Otra ventaja es que así puedes reconocerte en la condición precisa para aceptar la salvación enseguida, en este mismo momento. Si el Evangelio busca a terminadas personas, en cuyo corazón habitan virtudes loables, ¿cuánto tiempo necesitaré yo para llegar a esa altura? Si Jesús vino al mundo para salvar a los que han adquirido cierto número de méritos, ¿cuánto tiempo necesitaré para conseguirlos? Podría caer enfermo y morir dentro de media hora, y tener que oír el fallo del juicio eterno; y sería un Evangelio bien pobre, el que me prometiese la salvación con tal que viviera cierto número de meses, precisos para conseguir dichos méritos. Mas, en cambio, ¡qué consuelo me es saber que el Evangelio me ofrece la salvación en este mismo momento, tal cual soy; a mí, pobre mortal, que dentro de una hora podría morir y hallarme fuera del alcance de la gracia de Dios! Me hallo ya en la condición que precisa la gracia divina para empezar su obra en el hombre, porque soy pecador y sólo me falta reconocerlo.
Ahora bien, pobre alma, inclínate ante el Señor y dile: «Señor; si Tu Hijo vino al mundo para salvar a los culpables, yo soy culpable y me entrego a El para que me salve. Si murió por los impíos, yo soy uno de los tales, y confío que Su sangre me purifica.
Si murió por los pecadores, Señor, yo soy pecador; lo confieso y acepto el fallo de la condenación de Tu ley santa, pero sálvame, Señor, por la muerte de Jesús.» Si así lo haces, te dirá el Señor: «Está hecho; ya eres salvo. Vete en paz, hijo Mío; tus pecados, que son muchos, te son perdonados.» Vete, hijo mío, y regocíjate; el Señor te ha librado del pecado; no morirás, porque todo aquel que cree está justificado de todo pecado. «Bienaventurado el hombre a quien no imputará el Señor la iniquidad y en cuyo espíritu no hubiere superchería.» Colócate, pues, en el puesto que te corresponde, reconociendo la culpa que Dios considera que tienes. No hables más de justicia propia y de méritos; pero acude a la misericordia y al amor. Un hombre que varias veces había conspirado contra Napoleón 1, fue condenado a la muerte. Su hija se deshacía en súplicas a favor de su padre, y pudiendo por fin conseguir audiencia con el emperador, cayó de rodillas ante su majestad. «Hija mía dijo el Soberano, para nada te sirve interceder por tu padre, pues tengo pruebas evidentes de sus repetidos crímenes y sólo es justo que muera.» A lo que respondió la muchacha: «Señor, no pido justicia; imploro la misericordia. Es en la misericordia de su corazón y no en la justicia del caso que confío.» Imita, pecador, esta súplica, exclamando:
«Ten piedad de mí, Señor, conforme a Tu misericordia.» La justicia no te señala otra cosa que la muerte; tan sólo la misericordia te puede salvar. No te ocupes por un momento más en justificarte, con excusas y circunstancias atenuantes; admite que llevas mala causa y que eres culpable. Acógete a la misericordia de la Corte e implora el perdón, perdón gratuito, perdón inmerecido, favor de pobre. Esto es lo que debes pedir; y como en derecho existe un procedimiento que llaman informa pau peris, es decir, en forma de pobre, procede, tú, conforme a este método, suplicando como persona cargada de necesidades, in forma pau peris, que Dios te favorezca, y el perdón te será concedido.
IV
Ahora sólo me toca terminar este discurso, afirmando que ESTA DOCTRINA EJERCE UNA GRAN INFLUENCIA SANTIFICADORA. -«Eso no lo creo» dirá alguien. «Vd. ofrece un premio al pecado, diciendo que Cristo no vino a salvar sino a los pecadores, y que no llama al arrepentimiento sino a los culpables.» Queridos amigos, he oído toda esa clase de habladurías tantas veces, que ya las conozco de memoria. Las mismas objeciones hacían ya en los días de la reforma los papistas, y desde entonces las repiten los fariseos de todas clases. No hay sustancia en esas Opiniones de que la gracia sea opuesta a la moralidad: no es más que imaginación. Sueñan con que la doctrina de la justificación por la fe conduce al pecado; pero la historia nos demuestra que cuanto más se ha predicado esta doctrina, tanta más santidad ha producido en los oyentes, y que cuanto más se ha oscurecido, tanto más ha florecido toda clase de corrupción. La doctrina de la salvación por gracia produce una vida de bondad y gracia; mas la doctrina de la salvación por obras produce, generalmente, una vida desarreglada y sin ley.
Pongamos en claro el poder santificador del Evangelio. Su primera obra en este sentido es ésta: cuando el Espíritu Santo hace patente al corazón el perdón inmerecido, cambia radicalmente sus opiniones en orden a Dios mismo. «¿Qué dice el perdonado, me habrá Dios perdonado gratuitamente todas las culpas por amor de Cristo? ¿Y es que me ama a pesar de mis iniquidades? ¡No sabía que fuese tan misericordioso y bueno! me había figurado que era duro; le llamaba tirano, «que recoge donde no ha sembrado». Y, ¿es posible que me ame así? Pues, siendo así «dice el alma-, yo le amo en cambio.» Sí, tan pronto el hombre llega a comprender la gracia redentora y el amor infinito del Salvador, se produce en él un cambio radical de sentimientos, un giro completo de su ser. La gracia, comprendida, produce la conversión.
Aun más, esta gran verdad, además de convertir al hombre, le inspira, le ablanda, le vivifica le inflama. Esta verdad conmueve al hombre hasta lo más profundo del corazón, llenándole de las emociones más vivas. Si, antes de conocer la verdad, le hablas de hacer bien, de ser recto y justo, de recompensa y castigo, lo escuchará y se notará en él cierta medida de interés; pero en lo profundo de su ser nada sentirá. Tal doctrina es demasiado fría para calentar su corazón. Pero esta verdad, al penetrar en su corazón, se presenta nueva y conmovedora. «Dios, le dice, perdona de pura misericordia al culpable y te ha perdonado a ti.» Esta verdad le sorprende, le despierta, le conmueve; toca las fuentes de sus lágrimas y cambia del todo su ser. Tal vez al oír el Evangelio, por vez primera, no le gusta, tal vez le inspira odio; pero tan pronto manifiesta su poder, le conquista y sujeta de un modo maravilloso. Cuando el hombre recibe su mensaje, haciéndoselo en realidad suyo, entonces su corazón frío y de piedra se vuelve carne, despertándose en su pecho una emoción ardiente y aun amor tierno, un deseo humilde y un anhelo santo de servir al Señor. Tanto la potencia vivificadora de esta verdad divina, como su poder transformador, son dignas de la mayor admiración.
Por otra parte, esta doctrina, da un golpe fatal a la vanidosa estimación propia del hombre, cuando se apodera de su corazón. Muchos serían hoy sabios si no se hubiesen imaginado serlo hace tiempo; y muchos fueran hoy virtuosos si no se hubiesen creído haber llegado a la perfección hace años. Esta doctrina hiere la cabeza de la confianza en méritos y bondad propios, y hace sentir al hombre su culpabilidad, acabando con el gran mal de su presunción y orgullo. El reconocimiento de la culpa es el umbral de la misericordia. Una conciencia dolorida, por haber faltado, y sentimientos de pena a causa de las ofensas en la vida pasada, constituyen una preparación indispensable para una vida nueva, pura y noble. El Evangelio ahonda la tierra haciendo un gran vacío donde pone el fundamento, sobre el cual se colocan las piedras preciosas de un noble carácter espiritual.
Por otra parte, donde se recibe esta verdad, produce, sin falta, un sentimiento de gratitud. Al que mucho se ha perdonado, mucho ama en cambio. El agradecimiento a Dios es una gran fuente de buenas obras. Los que hacen buenas obras para ganar recompensas, son impulsados a ello por el egoísmo. El egoísmo reside en el fondo de su carácter: dejan de pecar sólo para escapar del castigo y obedecen para ganar la felicidad. El que obra el bien, no a causa del infierno o del cielo, sino porque Dios le ha salvado y porque ama al Dios que le ha salvado, aquel es el verdadero amante del bien y de la justicia. Sólo aquel que ama lo justo, porque Dios lo ama, ha salido del lodo del egoísmo y se halla capacitado para las virtudes más elevadas; sí, hay en él una fuente viva de la cual manarán ríos de vida santa, mientras exista sobre la faz de la tierra.
Y, queridos hermanos, creo que todos comprenderéis, que el perdón gratuito concedido al pecador, debe contribuir, necesariamente, a la formación del buen carácter, que consiste en una franca disposición para perdonar a otros; porque aquel a quien mucho se ha perdonado, hallará, de seguro, fácil el perdonar a otros los agravios recibidos. Quien no lo halle así, debe temer, con razón, que Dios no le haya perdonado sus culpas. Pero, si entiende que Dios ha borrado de su deuda mil talentos, estará muy bien dispuesto a perdonar un centenar de frioleras que le deba el prójimo.
Finalmente, algunos de nosotros sabemos, y desearíamos que todos lo supieran por experiencia, que el sentimiento que produce la misericordia inmerecida y el perdón gratuito constituyen el alma misma del entusiasmo, y el entusiasmo es para el cristianismo lo que la sangre vital para el cuerpo. ¿Os ha entusiasmado jamás un discurso frío sobre las excelencias de la moralidad? ¿Os sentisteis jamás conmovidos en el alma, oyendo un sermón sobre las recompensas de la virtud? ¿Os entusiasmasteis jamás oyendo hablar de los castigos de la ley? No, señores; pero, proclamad las doctrinas de la gracia, ensalzad la misericordia inmerecida, y veréis las consecuencias. Las gentes irán leguas y permanecerán de pie, sin cansarse, horas enteras para oír tal predicación. Sé que se han impuesto la pena de andar leguas y leguas para oír esta doctrina. Y ¿por qué? ¿Acaso atraídos por la elocuencia de un hombre que sabía colocar las palabras bien? No; a veces se ha explicado malamente, en lenguaje poco culto; y, a pesar de todo, esta doctrina siempre ha conmovido y despertado a la gente. Hay un algo en el alma del hombre que requiere el Evangelio, y cuando se anuncia, se despierta una especie de hambre para oírlo. Recuérdense, si no, los tiempos de la Reforma, cuando costaba la vida escuchar un sermón. ¡Cómo las gentes se juntaban a media noche; cómo se internaban en los desiertos y se escondían en las cavernas, para escuchar la enseñanza de estas verdades, grandiosas y antiguas! Hay una dulzura en la misericordia, la misericordia divina, gratuitamente concedida, que encanta el oído y conmueve el corazón. Cuando esta verdad se apodera del alma, produce celadores y mártires, misioneros y santos.
Los cristianos verdaderamente serios y llenos de amor hacia Dios y los hombres, son aquellos que saben lo que la gracia ha hecho por ellos. Si alguien permanece fiel en los ultrajes y contento en las tribulaciones, es aquel que comprende lo mucho que debe al amor divino. Si alguien tiene su delicia en el Señor mientras vive, y descansa en el Señor al morir, es aquel que sabe que está justificado por la fe en Cristo Jesús, quien justifica al impío.
Toda la gloria sea dada al Señor, quien «levanta del polvo al pobre para asentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo». El recoge los mismos desechados del mundo, adoptándoles en Su familia y haciéndoles herederos de Dios por Cristo Jesús. Haga el Señor que todos conozcamos el poder del Evangelio, individualmente, en su ser pecaminoso. Encarezca el Señor el nombre, la obra y la persona del Amigo de los pecadores en nuestras almas. No nos olvidemos jamás del abismo de donde nos salvó, ni de la mano que nos rescató, ni de la bondad inmerecida que movió aquella mano. Que en adelante tengamos más y más que decir de la gracia infinita de Dios: «Gracia infinita, amor infinito.» Bien dice el himno de los negros: «Resuenen esas campanas encantadoras: ¡Gracia infinita, amor infinito!», fundamentos de la esperanza del pecador. El corazón se deleita en las mismas palabras.
Gloria y alabanza Te sean dadas, oh Señor Jesús, siempre lleno de compasión. Amén.
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