También el predicador era fiel mensajero de la verdad. Tan pronto supo que era Dios quien le enviaba al centurión pagano y a su familia, se presentó en la casa, y hallándole juntamente con los suyos y sus amigos, concentró todas sus fuerzas, sus energías, su alma, todo su ser, en fin, en el mensaje, y sin rodeos, vueltas ni excusas, les anunció a Cristo Jesús, el anunciado por los profetas y visto y contemplado por los apóstoles colgado en el madero, pero resucitado al tercer día. ¡Cuán bueno es que el predicador sienta que predicar no es hacer alarde de retórica, sino que debe proclamar desde el fondo del corazón la pura verdad, sintiéndose en la presencia de Dios como embajador del cielo, para proclamar, en lugar de Dios, las condiciones de la reconciliación y paz con él! Todo predicador ocupa un lugar solemnísimo, lugar en que la infidelidad equivale a ser inhumano y además traidor, como Judas, a su Salvador. El ser falsos, en orden a nuestro cometido, merece la condenación más horrorosa. El ser precipitado en juzgar desde el púlpito es situación horrible. En este texto, Pedro, evidentemente, considera al hombre enemigo de Dios. Aun los de la congregación que tenía en su presencia, atentos y buenos como fueran, vivían por naturaleza en enemistad con su Hacedor. Les habla, por tanto, cual embajador que desea establecer las mejores relaciones entre ellos y Dios, declarando que había venido a anunciarles la paz por Jesucristo el Señor de todos. Procuraré ahora seguir su ejemplo, y aun cuando no puedo hacerlo como él, en mi pecho arde el mismo deseo por la salvación que es mediante Cristo Jesús y que lleguéis todos a disfrutar de la paz con él. Explicaré primero algunas razones por las cuales los no reconciliados con Dios debieran buscar hacer paz con él; segundo, procuraré exponer las condiciones de paz; tercero, os manifestaré algo que generalmente se admite como cosa corriente, pero que debe admitirse universalmente y debe reconocerse y sostenerse por cada uno en particular y es: que Jesucristo es el Señor de todos.
1. Principio, pues, por ofrecer a los no convertidos las razones por qué debieran desear la paz. ¿No es conveniente insistir, desde luego, en que es muy malo vivir enemistado con cualquier persona sabia y buena? Es bueno vivir en paz con todos los hombres, pero, ciertamente, aún mejor, que seamos amigos de los justos y santos. Sentiría profundamente vivir enemistado con cualquiera, pero consideraría como una verdadera calamidad vivir enemistado con una persona piadosa. Si los ángeles del cielo fueran nuestros enemigos, malo se presentaría el asunto; pero tratándose de oposición al infinitamente bueno, al justo y santo Dios, ¿quién que está en su sano juicio podrá hacer menos que deplorarlo y desear que dicha oposición se trueque en una paz bendita? La guerra al mal, a la injusticia, a la tiranía, es lícita; pero luchar contra la rectitud, la bondad y la santidad, es criminal; es deplorable. Ningún beneficio nos resultará jamás de tal conflicto. Si Dios está por nosotros, nadie tendrá la ventaja sobre nosotros; pero tener a Dios contra nosotros es de sí mismo el mal de los males. Querido amigo: «Amístate ahora con él, y tendrás paz; y ello te vendrá bien» (Job 22:21). La segunda razón debe ser de mucho peso para todo hombre honrado, y es ésta: la guerra en que te ocupas es injusta. Jamás debiera haberse empezado, pues no hubo razón para ello: Dios fue injusta y maliciosamente atacado por sus criaturas ingratas y lo que jamás debiera haberse empezado, debe acabarse cuanto antes. El pecado equivale a guerra contra la justicia, contra el amor, contra la felicidad; la transgresión de la ley divina es transgresión de los mandamientos más equitativos y beneficiosos. Amar el mal es deshonesto, injusto y malvado, y la misma conciencia del hombre se lo dice. Hacer guerra a Dios es luchar contra la verdad y la justicia, y es pelear a favor de la falsedad, de la injusticia, de la maldad. Entregándose los hombres a la voluntad divina, empezando a amar el derecho, la bondad y la verdad, cese la guerra; pero siendo que la guerra contra Dios consiste en hacer el mal, amar el mal, pensar el mal y adherirse a la causa del mal, tal guerra debe, naturalmente, cesar a la mayor brevedad. Aclare pronto el Espíritu Santo esto, llevando el convencimiento a cada corazón, de que no amar a Dios es la maldad más vergonzosa, es la más detestable de todas las enormidades. ¿Será jamás justo que los hijos se rebelen contra sus padres? El buey alimentado por su amo, le sirve; ¿será jamás justo que nosotros, alimentados por Dios, le neguemos nuestro servicio? ¿Qué mal nos ha hecho el Creador para que peleemos contra Él? ¿Qué mal hay en Él para que le tengamos en menos? ¿No abunda en bondad y justicia? ¿No hace que su sol salga sobre malos y buenos? ¿No ha dispuesto los tiempos y guardado su pacto concediéndonos sazones de siembra y siega, día y noche, invierno y verano, sin faltar jamás? Algunos de vosotros disfrutáis comodidades, otros de buena salud, todos sois favorecidos de un modo u otro; ¿por cuál de estas cosas os rebeláis? Si Dios fuese un tirano cruel, si fuese injusto, si fuese malicioso su gobierno, si os aplastara bajo sus plantas, comprendería vuestra oposición; pero vuestra lucha u oposición actual es una guerra injusta y malvada, porque Dios está lleno de misericordia y su nombre es amor. Ojalá que ahora mismo terminara vuestra resistencia! ¡Oh, Espíritu Eterno, convénceles de pecado, de la justicia y del juicio venidero, y condúceles a la sangre derramada para que tengan perdón! El tercer argumento para la pronta terminación de la guerra está en el hecho de que quien ha empezado ha quedado derrotado. Los primeros rebeldes no fueron nuestros primeros padres: éstos cayeron víctimas del engaño de un rebelde más antiguo. En la esperanza de continuar la guerra contra su Hacedor, Satanás engañó a Eva, incitándola a renunciar el ser fiel a Dios. Y así ha logrado engrosar sus filas con los hijos de nuestra raza; pero al fin y al cabo, poco ha ganado con esta estratagema. Porque Jesús ha triunfado en la cruz sobre las potestades de las tinieblas y ha quebrantado la cabeza de la serpiente. Todavía se le permite seducir y engañar, pero derrotado, su destino es ser «arrojado al abismo» y existir atado por mil años, y por fin ser lanzado en el lago de fuego para ser atormentado día y noche para siempre jamás (Apoc. 20). ¿Por qué quieres que reine sobre ti el condenado, ¡oh, ser humano!? Rebélate contra el príncipe de las tinieblas, revístete de todas las armas contra el jefe de los demonios, rechaza su invitación engañosa y desprecia su mandato. Ni te hizo, ni te conservó; jamás te alimentó, ni te bendijo. Su salario es la muerte en recompensa de vil esclavitud. Sacude su yugo nefando. ¿Por qué le has de servir y compartir con él tan horrible destino? Haga Dios que sacudas su mando, que reniegues de su negra, ensangrentada y asquerosa bandera, y que vuelvas para siempre la espalda al negro diablo para colocarle bajo el pabellón del Príncipe de paz. He aquí otra razón igualmente poderosa: las fuerzas que militan contra ti son infinitamente superiores a las tuyas. Antes de entrar en batalla es prudente sentarse y calcular las fuerzas del contrario. ¿Qué hombre es aquel que con mil piensa vencer al que viene contra él con cien mil? Pensad en esto, vosotros que resistís a Dios. ¿Podrá tu brazo débil resistir al brazo del Omnipotente? ¿Quién permanecerá firme contra el Todopoderoso? Más esperanza hay que la mosca con las alas quemadas en la llama de la lamparilla apague la luz del sol, que no que tú ganes en la batalla contra el Omnipotente. Más bien podrás hacer parar la luna en su curso o arrancar las estrellas de su lugar, que resistir al Todopoderoso. No procure la cera pelear con el fuego ni la paja con las llamas. Dirás tal vez que es valiente quien se coloque en la vía ante las ruedas del tren que viene a toda velocidad, pero esto no es valor, sino temeridad, locura, suicidio cierto. Sin embargo, en peor condición te colocas tú, que te opones al Señor. Dios no cambiará sus leyes para fomentar la necedad del hombre. ¿Por qué había de hacerlo? Sus leyes son justas y santas. El fuego arde, y el necio que meta en él su mano se quemará. Si el hombre se precipita en el abismo, ¿se suspenderán las leyes de la gravitación para socorrer al loco? Si el marino se embarca en un buque podrido, ¿tendrán las olas piedad de su arrojo? Quien pelea contra las leyes físicas lo hace a sus expensas; y asimismo quien lucha contra las leyes morales del gobierno de Dios. Resultados fatales e inevitables se producen por las prácticas pecaminosas; es insigne locura luchar contra el Legislador supremo. Tu rebelión es absolutamente absurda, pobre pecador; por lo mismo, rinde armas y sométete antes que quedes aplastado. Acuérdate bien que sin la pacificación, es positiva, ciertísima tu derrota en día más o menos lejano. Jamás prosperará por mucho tiempo quien se oponga al Todopoderoso. Su paciencia es larga e incalculable, pero reconoce término. Acordaos de Faraón. «¿Quién es el Señor para que le tema?», dijo el arrogante rey de Egipto. Arrostró plaga tras plaga hasta que, al parecer, Dios había vaciado su aljaba pero todavía le quedó la saeta mortal que postró en tierra al monarca endurecido. Y para eso fue levantado, para que fuera un testimonio permanente a todas las generaciones, de que todo aquel que resiste al Señor quedará, finalmente, sin remedio, derrotado. ¡Oh, pecador! Tu fin no será, quizá, que te pierdas ahogado en el mar Bermejo, sino peor todavía, que quedes encerrado donde la esperanza no penetra y donde sólo abunda la miseria. La maldición de las almas perdidas les será prueba sin contradicción, que es cosa inútil, necia y terrible pelear contra el «Señor de los ejércitos». Entrégate, rebelde, porque no tienes la menor esperanza de salir victorioso. Acuérdate también de que peleas a un precio incalculable. Todos los gastos de guerra correrán a tu propia cuenta. Cuanto más tiempo continúes más aumentarán los gastos y peor tu situación, haciendo más inminente tu ruina. Aun cuando al cabo de algún tiempo te entregues, deplorarás lo pasado mientras te dura la vida. Aun cuando te sean perdonados los pecados, las iniquidades cometidas te serán fuente perpetua de disgusto, de pobreza y debilidad. Pues aunque Dios nos sana las llagas del pecado, nos quedan las cicatrices hasta la tumba. Acude, pues, ahora mismo al Señor, confesando tus rebeliones, solicitando la paz. Sin tal paz tu futuro será luctuoso y el presente constituye el presagio de tempestad espantosa que vendrá cuando:
A su presencia tiembla la Naturaleza; enciéndese la tierra, de espanto presa; derrítese cual cera la sólida sierra. ¿Y sólo tú, alma culpable, no te aterras? ¡Oh! Tú que te glorías en tu misma vergüenza, entonces, ¿quién será tu amparo y defensa cuando el cielo sus copas de ira derrama sobre un mundo envuelto en fuego y llama?
Por otra parte, permíteme decirte que te será enteramente beneficioso entrar en relaciones de paz con Dios. Tal acto redundará en dicha presente y en tu bienestar eterno. El alma enemistada con Dios se halla enemistada también con sus más caros intereses; pero el corazón que se ha rendido al amor divino, que ha depuesto las armas, amistándose con la misericordia divina, tal corazón disfruta de la paz, ha encontrado reposo y se halla en condiciones para vivir feliz en el mundo y bienaventurado eternamente en el cielo. Aun cuando no hubiera cielo ninguno, fuera provechoso vivir en armonía con Dios. Pero al pensar en un futuro eterno, aun la más superficial consideración basta para convencernos de la necesidad urgente de reconciliarnos con Dios. Por tanto, sé sabio; admite consejos y haz lo que más te conviene, a saber: busca la paz rindiéndote a la voluntad del Cristo, que es el Señor. El deseo de mi corazón y mi oración es que te visite el Espíritu, ablande tu corazón, ilumine tu mente y dirija tu voluntad, de modo que desde ahora busques en Cristo el perdón y halles la paz.
II. En segundo lugar ex pondré las condiciones bajo las cuales se puede negociar la paz. Esta noche izaré bandera blanca. Pido un momento de armisticio, de suspensión de hostilidades. Entretanto, Dios retiene sus rayos y truenos y permite al rebelde vivir, mientras proclama las condiciones de amnistía. Por tanto, ¿quieres la paz? ¿Deseas de corazón trabar amistad con Dios? Escucha, pues, la primera, la principal, la condición sine qua non, y es: que la paz se establezca mediante un embajador nombrado por Dios mismo, a saber, mediante el Hijo unigénito, Jesucristo. Aquí está el texto, anunciando la paz por Jesucristo. Jamás habrá paz entre Dios y el hombre que desprecie la persona, el nombre y la obra de Jesucristo. Si rechazas ese nombre no hay otro por el cual alcances la salvación. Él es el fundamento de la paz, puesto desde antiguo y nadie puede poner otro fundamento. Escucha, pues, y desaparezca de tu mente toda tiniebla mientras hablemos de esa Persona gloriosa, que Dios te envía cual Plenipotenciario del cielo, cual Embajador del Eterno. Este Jesucristo es en realidad Dios mismo; Dios sobre todo, siempre bienaventurado, Sabedor perfecto de todo y autorizado divinamente para el asunto. Pero también es hombre, hombre como tú, positivamente hombre, y por tanto, apto para tratar misericordiosamente con el hombre. Siendo, por tanto, tu hermano, acéptale como a tal Embajador. Como Mediador no existe igual. Su naturaleza divina, su naturaleza humana, su muerte por ti, todo te invita a entregar con toda confianza tu desgraciada causa en sus manos. ¡Haga Dios que así suceda, porque el caso es urgente! Además, en orden a la negación, desearía decirte, oh enemigo de Dios!, que ya está removido el gran impedimento que te priva de tener paz con Dios, porque está ya satisfecha la justicia divina que has insultado, v esto por Cristo Jesús, cuyo sacrificio ha sido suficiente recompensa para el agravio causado por el pecado humano. De parte de Dios ya no existe impedimento: hay perdón para todo aquel que cree en Jesús. Está removida la montaña de separación por la muerte de Cristo. Anímete tal hecho. Si deseas de veras conseguir la paz con Dios, sus condiciones son éstas: no te pide retribución, no te pide millones ni sacrificios tuyos. Si poseyeras las riquezas de todas las Indias, Dios rechazaría semejante cohecho. Si tuviera hambre no te lo diría; si tuviera sed no acudiría a ti; porque no bastaría el Líbano con todos sus animales para un holocausto. No te pide oro ni plata; no te pide padecimiento, penitencia o desesperación. No tendría gusto en verte padecer, pues se deleita en vernos felices y dichosos, siempre que nuestra felicidad no sea en perjuicio de los demás. No te pide méritos o sacrificios tuyos, pues serías incapaz de producirlos, por mucho que los pidiera. Has pecado antes y lo harás todavía; imposible que pagues por lo pasado con las perfecciones de lo futuro. Has cometido transgresión de la ley y no eres capaz de *****plirla. Si quieres ganarte la vida por el pacto de las obras, incurres en la maldición de la ley. Así es que Dios no pide que te salves por tus méritos y tus obras, sino te declara, misericordiosamente, que se halla lleno de gracia, de misericordia, dispuesto a perdonar y remitir el pecado ahora mismo. Esto es todo cuanto el Señor te pide, a saber: que creas; que sin reserva confíes en su Hijo unigénito, quien sufrió por ti la muerte en la cruz, resucitó y subió al cielo, donde vive siempre intercediendo por ti. Confíale a él la salvación de tu alma. Y, ¡abajo las armas de la rebelión, confesando tu culpa al mismo Dios ofendido, en nombre de Jesús! «Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos; y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar» (Isa. 55:7). No alimentes más la víbora en tu pecho, que será tu perdición. Échala de ti por el poder de quien murió para salvarte. ¿Dirás que esto es difícil? ¿Son duras tales condiciones? ¿Es difícil confesar el mal que has hecho? ¿Es demasiado pedir? ¿No es equitativo, no es natural que lo hagas? No es posible sanar, mientras te hieras a ti mismo. El veneno no se extinguirá en tus venas, mientras lo estés tomando. No, no… Mira la cruz y odia el pecado, que clavó al bien Amado en el madero. Contempla al que murió en la cruz por ti y esto redundará en la muerte del pecado. Pero me dirás: «¿No me queda nada que hacer, nada que llevar a Dios?» Respondo: «Nada que llevarle; nada que hacer; pero tienes mucho que recibir, porque debes aceptar a Cristo como sumo bien.» Es deber tuyo rendir armas y decir ahora mismo: «Gran Dios, me entrego; haya fin a mis yerros. Señor Jesús, te entrego mi alma para siempre; sálvame. Y habiéndome perdonado, hazme tú mismo obediente a tu voluntad.» «Heme aquí, Jesús bendito, agobiado vengo a ti.» Misericordia infinita, recíbeme. Sangre preciosa de Jesús, límpiame. Espíritu Santo, santifícame. Dios Creador, crea en mí un corazón nuevo. Jesús, amante de mi alma, hazme corresponder a tu amor.» De este modo se halla la paz, la verdadera paz por Cristo Jesús.
III. Y, finalmente, debo publicar el manifiesto que hizo Pedro al dirigirse a Cornelio y sus amigos congregados en su casa. Este manifiesto se debe proclamar enérgicamente por doquiera que se anuncie el Evangelio de la paz. El es el Señor de todos. Esto equivale a decir que Cristo Jesús, que murió en el Calvario, en el cargo de Mediador, que por el Padre le fue entregado, es Señor de la humanidad entera. Es Señor, no sólo del judío, sino del gentil; no de una raza y nación, sino de todas las tribus nacidas de Adán. «Es Señor de todos.» Acordémonos del texto: «Como le has dado potestad de toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste» (Juan 17:2). El gran objetivo del cargo de Mediador es la salvación de los elegidos y es para lograr tan gran objetivo que se le ha dado poder sobre toda carne; es decir, sobre toda la humanidad, y tan sólo sobre la base de esta verdad podemos proclamar el Evangelio a toda la base de esta verdad podemos proclamar el Evangelio a toda criatura debajo del cielo. Por tener Cristo el poder sobre toda carne, podemos predicar el Evangelio a toda carne. Por ser el Señor de todos, podemos predicar el Evangelio a todos y decir a todos cuantos lo oigan: «El que quiera, tome del agua de vida de balde.» Hijos de los hombres, el Hijo de Dios es vuestro Rey. No os halláis tanto bajo el cetro absoluto de Dios, como bajo el cetro de plata del Mediador. Le podéis odiar; le podéis vilipendiar; pero «yo publicaré el decreto -dice el salmista-. Yo empero he puesto mi rey sobre Sión, monte de mi santidad» (Sal. 2:6). Se amotinan las gentes, los príncipes consultan unidos, pero Dios ha ungido a Cristo por Rey de reyes, Señor de señores, y bajo su reinado vivimos. Esta verdad es animadora, en verdad, pues así vivimos bajo el reinado de la soberana gracia, bajo el reinado del Dios humanado, de Emmanuel, Dios con nosotros. Párate y piensa, pecador. Necesitabas un mediador entre ti y Dios, y Cristo Jesús ocupa tal puesto. No necesitas mediador alguno entre ti y Cristo; acércate a Él tal cual eres y te recibirá. No te puedes acercar a Dios por su categoría de soberano; te es preciso obtener la mediación de Cristo y lo puedes hacer ahora mismo. Acude a Él: no necesitas quien te presente. Acude ahora sin más ni menos. Ojalá que el Espíritu bendito incline suavemente tu corazón para que «beses al Hijo, porque no se enoje y perezcas en el camino». Declarando el texto el «señorío de Jesús», nos proporciona la razón más sólida, por la que debemos entregarnos confiadamente en sus manos, rendirle homenaje y obediencia. Si es Señor de todos, si todo le está sometido, con toda seguridad debo poder depender de Él. Es verdad lo que dice el apóstol: «Nada dejó que no sea sujeto a Él; pero aún no vemos que todas las cosas le sean sujetas; empero, vemos coronado de gloria y de honra, por el padecimiento de muerte, a aquel Jesús que es el hecho un poco menor que los ángeles, para que por gracia de Dios gustase la muerte por todos.» Reina en las alturas, y está decretado que «en el nombre de Jesús se doblará todo rodilla y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor para la gloria del Padre.» Por lo mismo, confía en Él. Ha sido ensalzado «por Príncipe y Salvador», para dar arrepentimiento y remisión de pecado. Todo su poderío se relaciona con la misericordia; la gracia perfuma todos sus atributos. Por lo mismo que Jesús es Señor, os pido, compatriotas, que le rindáis homenaje sirviéndole. Obedecedle, porque es vuestro legítimo Señor y Soberano. Esto os debe ser tanto más fácil cuanto se ha relacionado con la raza humana. Os acordaréis de que los habitantes de Gales no querían someterse al rey de Inglaterra, deseando un príncipe nacido en su propia tierra; por lo que el conquistador inglés les presentó a su hijo nacido en su propio principado y le aceptaron como Príncipe de Gales. Dios es nuestro supremo Gobernador y Rey; pero para que amemos su reinado ha ungido Rey al Hijo unigénito, al Hijo del hombre, a Jesucristo, nacido de mujer, constituyéndole Rey de reyes, Señor de señores. ¡Oh! Amadle de todo corazón, ensalzad el nombre y honrad al Dios humanado, a Emmanuel. Por ser tan sin igual, glorioso y lleno de gracia, someteos a él y servidle con alegría y regocijo. Os sea notorio también que Jesús, el Dios Salvador, debe ser entronizado cual Señor en las almas de sus redimidos. Si confías en Él debes obedecerle, so pena de ser pura hipocresía tu confianza. Si confiamos en el médico, seguimos sus consejos; si confiamos en el guía seguimos sus huellas, y si confiamos en Cristo obedecemos sus mandatos. La fe que salva produce cambio de vida y somete al creyente a la obediencia del Señor. No te hagas ilusiones; donde entra Jesús entra para reinar. Sin someterte a su voluntad y palabra no te ofrece asilo su obra redentora. La embarcación se salva de la destrucción contra las rocas por hallarse sometida a la voluntad del púlpito; si no fuese así, no la salvaría la mejor máquina de a bordo ni el mejor timón. Es absolutamente justo y natural que quien nos redimió, nos buscó, nos halló, nos salvó y nos conserva vivos, cuente con nuestra lealtad y sumisión; y ciertamente así debe ser, pues si no, jamás habrá paz posible entre nosotras y Dios. Y, finalmente, permitidme declararos que no os presento como asunto de elección si queréis o no someterás a la voluntad de Dios y buscar la reconciliación y paz; sino en el nombre del que vive y estuvo muerto y vive para siempre y tiene las llaves del infierno y de la muerte, digo, en su nombre, os demando la sumisión y que le recibáis como el Cristo de Dios. ¿Rechazáis la oferta que os proclamo en este día? Si así lo hacéis, tened cuidado, pues tan cierto como Dios vive, responderéis por ello en el día de su manifestación. «He aquí que viene con las nubes y todo ojo le verá»; y los que le crucificaron y vosotros que le rechazasteis seréis juzgados por Él mismo. Repito, pues, no vengo a lisonjear, alegar o a engañaros; no vengo a pleitear con vosotros como si mi Señor y Dueño se hallase al nivel vuestro. Os invita de gracia a entregaros, os ordena rendir armas y aceptar su misericordia. No teme vuestra oposición, ni necesita vuestra amistad. Sólo su compasión y gracia le instan a ofreceros la paz. Así condesciende a tratar con rebeldes, que años ha pudiera haber consumido con una sola de sus palabras. Si le rechazáis, daréis cuenta de ello. Sobre vuestra cabeza caerá vuestra propia sangre; y en el día que pasen el cielo y la tierra quedaréis desterrados de su presencia para sufrir la ira de Dios, sin refugio, sin defensa y sin excusa. Conceda Dios en su misericordia que ni uno de vosotros se le oponga, sino que esta misma noche, antes de que salga de nuevo el sol, se establezca entre vosotros y Dios la paz sobre bases firmes, pues «Cristo es nuestra paz». Aceptadle como a tal, confiad en Él y reconciliaos así con Dios, y suya sea la gloria para siempre jamás. Amén y amén.
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