A menudo, he admirado el versículo 14 de este capítulo, especialmente al recordar los labios que pronunciaron aquellas palabras: «Mas a Dios gracias, el cual hace que siempre triunfemos en Cristo Jesús, y manifiesta el olor de su conocimiento por nosotros en todo lugar». Imaginaos a Pablo, el anciano, el hombre que había recibido cinco veces «cuarenta azotes menos uno», que había sido arrastrado como muerto; el hombre de los grandes sufrimientos, que había pasado a través de todo un mar de persecuciones; recordadle diciendo, al final de su carrera ministerial: «Mas a Dios gracias, el cual hace que siempre triunfemos en Cristo Jesús»; triunfar siendo un naufrago, triunfar al ser azotado, triunfar al estar en el cepo de castigo, triunfar al ser apedreado, triunfar en medio de las burlas del mundo, triunfar al ser echado de una ciudad y mientras sacudía el polvo de sus pies; ¡triunfar siempre en Cristo Jesús! Si algunos ministros modernos hablaran de ese modo, no les haríamos mucho caso, porque gozan del beneplácito del mundo. Pueden ir a sus casas tranquilos y en paz; tienen un pueblo que les admira, y no tienen enemigos declarados; sólo reciben alabanzas, todo es seguro y agradable. El que ellos digan: «Mas a Dios gracias, el cual hace que siempre triunfemos», no tiene importancia; pero oírlo decir a uno como Pablo, tan maltratado, tan probado y tan afligido, nos hace considerarlo francamente un héroe. He aquí un hombre que tenía verdadera fe en Dios y en lo sobrenatural de su misión.
Y cuán dulce es, hermanos míos, el consuelo que Pablo aplicaba a su propio corazón en medio de todas sus calamidades. Decía que, a pesar de todo, Dios «manifiesta el olor de su conocimiento por nosotros en todo lugar». ¡Ah! Con este pensamiento un ministro puede dormir tranquilo: «Dios manifiesta el olor de su conocimiento». Con esto, puede cerrar sus ojos cuando acabe su carrera y abrirlos en el cielo: «Dios, por mediación mía, manifestó en todo lugar el olor de su conocimiento». Seguid, pues, las palabras de mi texto, que os expondré dividido en tres partes. Nuestra primera observación será que, aunque el Evangelio es un «buen olor» en todo lugar, produce diferentes efectos en diferentes personas: «a estos ciertamente olor de muerte para muerte, y a aquellos olor de vida para vida». La segunda consideración será que los ministros del Evangelio no son responsables de sus éxitos, porque dice: «Para Dios somos buen olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden». Y en tercer lugar, veremos que la posición del ministro del Evangelio no es muy llevadera, su deber es muy penoso, porque el mismo apóstol dijo: «Y para estas cosas ¿quién es suficiente?»
I. Comprobemos primeramente, cómo el Evangelio produce diferentes efectos. Puede parecer extraño, pero es cierto, que hay pocas cosas buenas en el mundo de las que no se desprenda algún mal. Observemos cómo lucen los rayos solares, y admiremos sus efectos: ablanda la cera y endurece la arcilla; la lluvia de su dorada luz en el trópico hace que la vegetación sea extremadamente lujuriosa, maduren los más ricos y escogidos frutos y broten las flores más hermosas, pero ¿quién no sabe que en aquellos lugares se crían los peores y más venenosos reptiles de la tierra? Así ocurre con el Evangelio. Aunque es el sol de justicia para el mundo, aunque es el mejor regalo de Dios y nada puede ser comparado a la inmensidad de beneficios que dispensa sobre la raza humana, a pesar de todo, debemos confesar que, a veces, es «olor de muerte para muerte». Pero no vamos a culpar de ello al Evangelio; la falta no es de la verdad de Dios, sino de aquellos que no la aceptan. Es «olor de vida para vida» para todo aquel que lo oye con un corazón abierto para recibirlo. Y es sólo «muerte para muerte», para el hombre que odia la verdad, que la menosprecia, se burla de ella, e intenta oponerse a su progreso. En primer lugar, pues, vamos a hablar de este aspecto.
1. El Evangelio es para algunos hombres, «olor de muerte para muerte». Ahora bien, esto depende en gran parte de que entendemos por Evangelio; porque hay algunas cosas llamadas evangelio, que son «olor de muerte para muerte» para todos aquellos que las oyen. John Berridge decía que predicó la moralidad hasta que no quedó en el pueblo un hombre moral; porque el modo más seguro de dañar la moralidad es la predicación legalista. La predicación de las buenas obras y el exhortar a los hombres a la santidad como medios de salvación son admirados en teorías, pero en la práctica se demuestra, no solamente que no son eficaces, sino, lo que es peor, que a veces se convierten en «olor de muerte para muerte». Así se ha comprobado; y creo que incluso el gran Chalmers confesó que durante años y años antes de conocer al Señor, no predicó otra cosa que moralidad y preceptos, pero nunca vio a ningún borracho convertido por el mero hecho de mostrarle los males de la embriaguez; ni vio a ningún blasfemo que dejara de blasfemar porque le dijera la atrocidad del pecado. No conoció el éxito sino cuando empezó a predicar el amor de Jesús; cuando predicó el Evangelio como es en Cristo, en toda su claridad, plenitud y poder, y la doctrina de que «por gracia sois salvos por la fe; y esto no es de vosotros, pues es don de Dios». Al predicar la salvación por la fe, por multitudes los borrachos arrojaron sus copas y los blasfemos refrenaron sus lenguas; los ladrones se hicieron honrados, y los injustos e impíos inclinaron su cetro a Jesús. Pero habéis de reconocer, como os dije antes, que aunque el Evangelio principalmente produce el mejor de lo efectos en casi todos aquellos que lo oyen, ya sea apartándoles del pecado, ya haciéndoles abrazarse a Cristo, es un hecho grande y solemne, y sobre el cual difícilmente se como hablar esta mañana que, para muchos hombres, la predicación del Evangelio de Cristo es «muerte para muerte», y produce mal en vez de bien.
(1) Y el primer sentido es el siguiente: Muchos hombres se endurecen en sus pecados al oír el Evangelio. ¡Oh!, qué verdad más terrible y solemne es que, de todos los pecadores, algunos pecadores de santuario son los peores. Aquellos que pueden sumergirse más en el pecado, y tienen la conciencia más tranquila y el corazón más duro, se encuentran en la propia casa de Dios. Yo sé bien que un ministro fiel servirá de acicate a los hombres, y las severas amonestaciones de un Boanerges a menudo les hará estremecerse. Igualmente, observo que la Palabra de Dios hace a veces que su sangre se coagule en sus venas; pero sé también (porque los he visto) que hay muchos que convierten la gracia de Dios en disolución, e incluso hacen de la verdad de Dios un disfraz para el diablo, y profanan la gracia de Dios para paliar su pecado. A tales hombres los he podido hallar entre aquellos que oyen las doctrinas de la gracia en toda su plenitud. Son los que dicen: «Soy elegido, por eso puedo blasfemar; soy uno de los que fueron escogidos por Dios antes de la fundación del mundo, por ello puedo vivir como se me antoje». He visto a un hombre que, subido en la mesa de una taberna y sosteniendo el vaso en su mano, decía: «¡Compañeros! Yo puedo hacer y decir más que cualquiera de vosotros; yo soy uno de esos que están redimidos por la preciosa sangre de Jesús»; y acto seguido se bebió su vaso de cerveza y comenzó a danzar ante los demás, mientras entonaba viles y blasfemas canciones. He aquí a un hombre para quien el Evangelio es «olor de muerte para muerte». Oye la verdad, pero la pervierte; toma aquello que está puesto por Dios para su bien y lo utiliza para suicidarse. El cuchillo que le fuera dado para abrir los secretos del Evangelio, lo vuelve contra su propio corazón. La que es la más pura de todas las verdades y la más elevada de todas las moralidades es convertida en la alcahueta de sus vicios, y hace de ella un andamio que le ayude a construir el edificio de sus maldades y pecados. ¿Hay aquí alguno que sea como este hombre, a quien le gusta oír el Evangelio, como vosotros lo llamáis, y no obstante viva impunemente? ¿Quién puede decir de vosotros que sois los hijos de Dios, y que a pesar de ello os comportáis como feudatarios sirvientes de Satanás? Sabed bien que sois unos embusteros e hipócritas, porque la verdad no está de ningún modo en vosotros. «Cualquiera que es nacido de Dios, no peca.» A los elegidos de Dios no se les permitirá vivir en continuo pecado; ellos nunca «convertirán la gracia de nuestro Dios en disolución», sino que, en todo lo que dependa de ellos, se esforzarán por permanecer cerca de Jesús. Tened esto por seguro: «Por sus frutos los conoceréis». «No puede el buen árbol llevar malos frutos, ni el árbol maleado llevar frutos buenos.» No obstante, esas personas están continuamente convirtiendo el Evangelio en maldad. Pecan arrogantemente por el mero hecho de que han oído lo que ellos creen que excusa sus vicios. No hallo nada peor bajo el cielo, ni que pueda extraviar tanto a los hombres, como un Evangelio pervertido. Una verdad corrompida es, generalmente, peor que una doctrina que todos saben que es falsa. Al igual que el fuego, uno de los elementos más útiles, puede causar la mayor de las catástrofes, así el Evangelio, lo mejor que poseemos, puede convertirse en la más vil de las causas. Éste es un sentido en el que el Evangelio es «olor de muerte para muerte».
(2) Pero hay otro más. Es un hecho que el Evangelio de Jesucristo aumentará la condenación de algunos hombres en el día del juicio final. De nuevo me sobrecojo al decirlo, porque es un pensamiento demasiado horrible para aventurarse a hablar de él -que el Evangelio de Cristo vaya a hacer del infierno para algunos hombres un lugar aun más terrible de lo que hubiera sido de otro modo-. Todos los hombres se hubieran hundido en el infierno de no haber sido por el Evangelio. La gracia de Dios redimirá a «una gran compañía, la cual ninguno puede contar»; guardará a un ejército incontable que será salvado en el Señor con una salvación eterna; pero, al mismo tiempo, a aquellos que la rechazan les hace más terrible la condenación. Y os diré por qué:
Primeramente, porque los hombres pecan contra una luz superior, y la luz que poseemos es una excelente medida para nuestra culpa. Lo que un hotentote puede hacer sin que para el sea delictivo, para mí puede ser el mayor de los pecados, porque estoy mejor instruido; y lo que alguno pueda hacer en Londres con impunidad -me refiero a un pecado contra Dios que no sea excesivamente grande- podría parecerme a mí la mayor de las transgresiones, porque desde mi juventud he sido instruido en la piedad. El Evangelio viene sobre los hombres como la luz del cielo. ¡Qué errante debe andar el que se extravía en la luz! Si el que es ciego cae en la zanja, podemos compadecerle, pero si un hombre con la luz en sus ojos se arroja al precipicio y pierde su alma, ¿verdad que la compasión está fuera de lugar?
«¡Cómo merece el más profundo infierno
Quien desprecia Su Reino de alabanza!
¡Cómo fuego sufrirá de venganza
El que se burle del Amor Eterno!»
Os repito que aumentará vuestra condenación, a menos que encontréis en Jesucristo a vuestro Salvador; porque haber tenido la luz y no haber andado en ella será la misma esencia de la condonación. Éste será el virus de la culpa: que 1a luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas».
Vuestra condenación será también aumentada si os oponéis al Evangelio. Si Dios traza un proyecto de misericordia, y el hombre se levanta contra él, ¿no será grande su pecado? ¿No fue inmensa la culpa en que incurrieron hombres tales como Pilato, Herodes y los judíos? ¡Qh!, imaginaos la condena de aquellos que gritaron: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» ¿Y qué lugar del fuego del infierno arderá con fuerza suficiente para el hombre que calumnia a los ministros de Dios, para el que habla mal de Su pueblo, para el que odia Su verdad, y que, si pudiera, borraría de la tierra todo rastro de piedad? ¡Quiera Dios ayudar al infiel y al blasfemo! Dios salve sus almas, porque si me dieran a escoger de entre todos los hombres, no elegiría jamás ser como uno de ellos. ¿Pensáis vosotros que Dios no tendrá en cuenta lo que los hombres dicen? Uno ha maldecido a Cristo, llamándole charlatán. Otro ha declarado (sabiendo que mentía) que el Evangelio es falso. Un tercero ha proclamado sus máximas licenciosas, y después ha señalado a la Palabra de Dios diciendo: «¡Hay peores cosas en ella!» Y otro ha insultado a los ministros de Dios ridiculizando imperfecciones. ¿Creéis que Dios olvidara todo esto en el último día? Cuando sus enemigos se presenten ante Él, ¿los tomará de la mano y les dirá: «El otro día llamaste perro a mi siervo, y escupiste sobre él, ¡y por esto te daré el cielo!»? No; si el pecado no ha sido lavado por la sangre de Cristo, dirá» ¡Apártate, maldito, al infierno del que te mofabas!; abandona el cielo que tú despreciabas, y aprende que, aunque decías que no había Dios, ésta, mi mano derecha, te enseñará eternamente la lección de que lo hay, porque aquel que no me descubra por mis obras de benevolencia, sabrá de mí por mis hechos de venganza; así pues, ¡apártate te digo!» A aquellos que se han opuesto a la verdad de Dios, les será aumentado el castigo. Ahora bien, ¿no es ésta una solemne visión de que el Evangelio es para muchos «olor de muerte para muerte»?
(3) Consideraremos aún otro sentido. Creo que el Evangelio hace a algunos seres de este mundo más desgraciados de lo que hubieran sido. El borracho podría beber y gozarse en su embriaguez con mayor alegría, si no hubiera oído decir: —Todos los borrachos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre». Cuán jovialmente el transgresor del domingo alborotaría durante todo el día si la Biblia no dijera: «¡Acuérdate del día de reposo, para santificarlo!» Y cuán felizmente podría lanzarse en su loca carrera el libertino y el licencioso, si no se hubiera dicho: «¡La paga del pecado es muerte, y después el juicio!» Pero la verdad pone amargura en sus copas; los avisos de Dios hielan la corriente de su alma. El Evangelio es como el esqueleto en la fiesta de los egipcios: aunque durante el día se ríen de él, por la noche tiemblan como hojas de álamo blanco, y cuando las sombras del atardecer se ciernen sobre ellos, se estremecen al menor susurro. Ante el pensamiento de su condición futura, su gozo se entristece, y la inmortalidad, en vez de ser un regalo para ellos, es, sólo al pensar en ella, el tormento de su existencia. Las dulces palabras de amor de la misericordia no son para ellos más armoniosas que el estruendo del trueno, porque saben que las menosprecian. Sí, he conocido a algunos que han sido tan desgraciados a causa del Evangelio, al no querer abandonar sus pecados, que han estado a punto de suicidarse. ¡Oh!, ,qué terrible pensamiento! El Evangelio es «olor de muerte para muerte»; ¿para cuántos de los que estáis aquí es así?, ¿quién está ahora oyendo la palabra de Dios para ser condenado por ella?, ¿quién saldrá de aquí para ser endurecido por la voz de la verdad? Así será para todo hombre que no crea en ella; porque para aquellos que la reciben es «olor de vida para vida», pero para los incrédulos es una maldición, y «olor de muerte para muerte».
2. Empero, bendito sea Dios, el Evangelio tiene un segundo poder. Además de ser «muerte para muerte», es «olor de vida para vida». ¡Ah!, hermanos míos, algunos de nosotros podríamos hablar, si ello nos fuera dado esta mañana, del Evangelio como «olor de vida» para nosotros. Volvamos la vista atrás a la hora en que estábamos «muertos en delitos y pecados». En vano todos los truenos del Sinaí, en vano los avisos de los atalayas: dormíamos en el sueno letal de nuestras culpas, y ni un ángel podría habernos desertado. Y contemplemos también, con alegría, aquella hora en que entramos por primera vez dentro de los muros de un santuario y, para nuestra salvación, oímos la voz de la misericordia. A algunos de vosotros os ocurrió hace unas semanas. Yo se dónde estáis y quiénes sois; hace sólo unas semanas o unos meses, también vosotros estabais lejos de Dios, pero habéis sido llevados a amarle. Recuerda, cristiano hermano mío, aquel momento en que el Evangelio fue para ti «olor de vida», cuando te separaste de tus pecados, renunciaste a tus concupiscencias, y volviéndote a la Palabra de Dios, la recibiste con todo tu corazón. ¡Ah!, ¡aquella hora, la más dulce de todas! Nada puede compararse a ella. Conocí a una persona que durante cuarenta o cincuenta años había permanecido completamente sorda; una mañana, sentada a la puerta de su casa, mientras pasaban algunos vehículos por delante de ella, creyó oír una música melodiosa. No era música, era solamente el ruido de los carruajes. Su oído se había abierto repentinamente, y aquel sonido ordinario le pareció como música celestial, porque era la primera vez que oía en tantos años. De forma parecida, la primera vez que nuestros oídos se abrieron para oír las palabras del amor -la seguridad de nuestro perdón- oímos la palabra como nunca hasta entonces; nunca nos pareció tan dulce y quizás, aun en estos momentos, miramos atrás y decimos:
«¡Horas de gozo que viviera entonces!
¡Vuestro recuerdo calma dulcemente!»,
Cuando por primera vez fue «olor de vida» para nuestras almas.
Así pues, si alguna vez ha sido «olor de vida», siempre lo será; porque no dice que sea olor de vida para muerte, sino «olor de vida para vida». Al llegar a este punto, debo asestar otro golpe a mis antagonistas los arminianos; no puedo remediarlo. Ellos sostienen que, a veces, el Evangelio es olor de vida para muerte. Nos dicen que un hombre puede recibir vida espiritual, y no obstante, morir eternamente. Es decir, puede ser perdonado y, después, castigado; puede ser justificado de todo pecado, y sin embargo sus faltas pueden ser cargadas de nuevo sobre sus espaldas. Un hombre puede haber nacido de Dios, y no obstante morir; puede ser amado por Dios, y a pesar de ello Dios puede odiarle mañana. ¡Oh! No puedo soportar el hablar de tales doctrinas de mentira; que crean en ella los que quieran. Por lo que a mí respecta, creo tan profundamente en el amor inmutable de Jesús, que supongo que si un creyente estuviera en el infierno, el mismo Cristo no estaría mucho tiempo en el cielo sin gritar: «¡Al rescate! -Al rescate!» ¡Oh!, si Jesucristo estuviera en la gloria y de su corona faltara una de sus piedras preciosas, la cual poseyera Satanás en el infierno, éste diría: «¡Mira, Príncipe de la luz y de la gloria, tengo en mi poder una de tus joyas!» Y manteniéndola en alto, gritaría: «Tú diste tu vida por este hombre, pero no tienes poder suficiente para salvarle; Tú lo amaste una vez, ¿dónde está tu amor? ¿De nada le sirve porque más tarde lo odiaste!» Y cómo se reiría sarcásticamente de aquel heredero del cielo, diciendo: «Este hombre fue redimido; Jesucristo lo compró con su sangre». Y, arrojándolo a las olas del averno con grandes carcajadas, diría: «¡Toma, redimido! ¡Ve como puedo robar al Hijo de Dios!» Y con gozo maligno continuaría repitiendo: «Este hombre fue perdonado, ,contemplad la justicia de Dios! Es castigado después de haber recibido el perdón. Cristo sufrió por sus pecados y, no obstante, yo lo poseo; ¡porque Dios hizo pagar la deuda dos veces!» ¿Creéis que podrá decirse esto? ; Ah!, no. Es «olor de vida para vida», y no de vida para muerte. Seguid con vuestro evangelio envilecido, predicadlo donde os plazca; pero mi Maestro dijo: «Yo doy a mis ovejas vida eterna». Vosotros dais a vuestras ovejas vida temporal, y ellas la pierden; pero Jesús dice: `Yo les doy vida ETERNA; y no perecerán para siempre, ni nadie las arrebatará de mi mano». Cuando hablo de este tema, generalmente me acaloro, porque creo que hay muy pocas doctrinas tan importantes como la de la perseverancia de los santos; porque si uno de los hijos de Dios llegara a perecer, o si yo supiese que esto pudiera suceder, sacaría la conclusión inmediata de que yo podría ser uno de ellos, y supongo que a cada uno de vosotros os pasaría lo mismo y en este caso ¿dónde están el gozo y la felicidad del Evangelio? De nuevo repito que el evangelio arminiano es una cáscara sin almendra; una corteza. Sin el fruto; que se lo queden aquellos a quienes agrada. No discutiremos con ellos. Dejad que continúen predicándolo. Dejad que sigan diciendo a los pobres pecadores que, si creen en Jesús, serán condenados después de todo; que Jesucristo les perdonará y que, a pesar de ello, el Padre los enviará al infierno. Siguid predicando vuestro evangelio, porque ¿quién lo escuchará?; y si alguno lo escucha, ¿le sirve de algo oirlo? Os digo que no; porque si después me encontraba antes de convertirme en el mismo escalón en que me encontraba antes de convertirme, de nada me sirve, entonces, haber sido convertido. Mas a aquellos a quienes Él ama, los ama hasta el fin.
«Una vez en Cristo, en Cristo para siempre;
Nada puede desunirse o separarse de Su amor.»
Es «olor de vida para vida». No solamente «vida para vida» en este mundo, sino «vida para vida» eternamente. Todo el que posea esta vida, recibirá la venidera; «gracia y gloria dará Jehová. No quitará el bien a los que en integridad andan».
Me veo obligado a dejar este punto; pero si mi Maestro lo toma en sus manos y hace de estas palabras «olor de vida para vida» en esta mañana, me gozaré de haberlas pronunciado.
II. Nuestra segunda afirmación era que EL MINISTRO NO ES RESPONSABLE DE SUS ÉXITOS. Es responsable de lo que predica y de su vida y acciones, pero no es responsable de los demás. Si yo, predicando la Palabra de Dios, no viera que se salvase algún alma, el Rey diría: «¡Bien, buen siervo y fiel!» Si no dejo de dar mi mensaje, y ninguno lo quiere escuchar, Él dirá: «Has peleado la buena batalla; recibe tu corona». Oíd las palabras del texto: «Porque para Dios somos buen olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden». Esto se verá claro si os digo cómo se le llama al ministro del Evangelio en la Biblia. A veces es llamado embajador. Ahora bien, ¿de qué es responsable un embajador? Es enviado a un país como plenipotenciario, lleva a la conferencia condiciones de paz, hace uso de todos sus talentos para servir a su señor, intenta demostrar que la guerra es enemiga de los intereses de ambos países, se esfuerza en conseguir la paz; pero el otro rey le rechaza altaneramente. Cuando vuelve a su país, su señor le pregunta «¿Por qué no hiciste la paz?» «Porque», contesta el embajador, 1es expuse las condiciones y no quisieron oírlas.» «Bien», dirá aquel, «has *****plido con tu deber; no voy a culparte si continúa la guerra.» En otras partes, el ministro del Evangelio es un pescador. Como es natural, un pescador no es responsable de la cantidad de peces que coge, sino de la forma en que pesca. Esto es una bendición para algunos ministros, porque no han pescado nunca nada, y ni siquiera han atraído ningún pez cerca de sus redes. Han pasado toda su vida pescando con elegantes hilos y anzuelos de plata y oro, siempre utilizaron hermosas y pulidas frases, pero a pesar de todo el pez no picó; mientras que nosotros, que somos de una clase más ruda, hemos puesto el anzuelo en la boca de muchos centenares. No obstante, si echamos la red del Evangelio en el lugar adecuado, aunque no pesquemos nada, el Señor no hallará en nosotros falta alguna. Nos preguntará: «Pescador, ¿hiciste tu labor?, ¿arrojaste las redes al mar en tiempo de tormentas?» «Sí, mi Señor, así lo hice.» «¿Y qué ha pescado?» «Uno o dos, solamente.» «Bien, podía haberte mandado multitudes si así me hubiese placido; no es tuya la culpa. En mi soberanía, doy donde me place o niego cuando así lo prefiero; pero en lo que a ti respecta, has hecho bien tu labor, por ello he aquí tu recompensa.» Algunas veces el ministro es comparado con un sembrador. Y ningún agricultor hace responsable de la cosecha al sembrador; toda su responsabilidad consiste en si hizo la siembra, y si sembró la semilla adecuada. Si la echa en buena tierra entonces es feliz; pero si cae en el borde del camino, y las aves del cielo la devoran, ¿quién culpará al sembrador?; ¿podía haberlo remediado? No, él *****plió con su deber; esparció las semillas ampliamente y allí las dejó. ¿A quien ha de culparse? Al sembrador no, desde luego. De esta forma, amados míos, si un ministro va al cielo con una sola gavilla en sus espaldas, su Señor le dirá: «¡Segador, que fuiste sembrador!, ¿dónde recolectaste tu gavilla?» «Señor, sembré sobre la roca, y no creció; solamente un grano, en la mañana de un domingo afortunado, recibió de través un soplo de aire y cayo sobre un corazón preparado; y ésta es mi única gavilla.» «¡Aleluya!», resonarán los coros angelicales, «una gavilla de entre las rocas es para Dios más honor que miles de ellas de una buena tierra; por ello, que se siente tan cerca del trono como aquel que viene inclinado bajo el peso de sus muchas gavillas, procedentes de alguna tierra fértil.» Creo que, si hay grados en la gloria, no estarán en proporción al éxito, sino a la vehemencia de nuestros esfuerzos. Si procedemos correctamente, y si con todo nuestro corazón nos desvivimos para *****plir con nuestros deberes de ministros, aunque no veamos nunca ningún resultado, recibiremos la corona. Pero, cuanto más feliz es el hombre del que se dirá en el cielo: «Reluce eternamente, porque fue sabio y ganó muchas almas para la justicia». Siempre ha sido para mí el mayor gozo creer que si yo entrara en el cielo, contemplaría en días futuros sus puertas abiertas, y por ellas vería entrar volando un querubín quien, mirándome a la cara, pasaría sonriente ante el trono de Dios, y después de haberse inclinado ante Él, y una vez prestado homenaje y adoración, vendría a estrecharme la mano aunque fuéramos desconocidos; y si hubiera lágrimas en el cielo, yo lloraría al oírle decir: «Hermano, de tus labios oí la palabra, tu voz me amonestó por primera vez de mi pecado, y heme aquí contigo, el instrumento de mi salvación.» Y mientras las puertas permanezcan abiertas, una tras otra irán llegando las almas redimidas; y por cada una de éstas, una estrella, una piedra preciosa en la diadema de gloria; por cada una de ellas otro honor y otra nota en el himno de alabanza. «Bienaventurados los que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, porque sus obras con ellos siguen.»
¿Qué será de algunos buenos cristianos, de los que ahora están en Exeter Hall, si el valor de las coronas en el cielo se mide por las almas que hayan salvado? Alguno de vosotros poseerá una corona en el cielo sin una sola estrella. Hace poco tiempo leí algo sobre este tema: Un hombre en el cielo con una corona sin una sola estrella. ¡No salvo ni siquiera a uno! Gozaba en el cielo de felicidad completa porque le había salvado la Misericordia divina; pero, ¡oh!, ¡estar en el cielo sin una sola estrella! ¡Madre!, ¿qué dirías tú si estuvieras en el cielo sin uno de tus hijos que adornara tus sienes con una estrella? ¡Ministro!, ¿qué dirías si, con ser orador refinado, no poseyeras ni una estrella? ¡Escritor!, ¿te parecería bien haber escrito incluso tan gloriosamente como Milton, y que luego en el cielo te encontraras sin una estrella? Me temo que prestemos muy poca atención a esto. Los hombres escriben enormes folios y tomos, para verlos un día en las bibliotecas, y para que sus nombres sean famosos para siempre. ¡Pero cuán pocos se preocupan de ganar estrellas perennes en el cielo! Afánate, hijo de Dios, afánate, porque si deseas servir a Dios, el pan que eches sobre las aguas no se perderá para siempre. Si arrojas la semilla entre los pies del buey o del asno, obtendrás una cosecha gloriosa en el día en que Él venga a reunir a sus elegidos. El ministro no es responsable de su éxito.
III. Y en último lugar, PREDICAR EL EVANGELIO ES UNA TAREA ELEVADA Y SOLEMNE. El ministerio ha sido a menudo rebajado a una profesión. En estos días se hace ministros de hombres que hubieran sido buenos capitanes de mar, o hubieran servido muy bien para estar detrás de un mostrador, pero que nunca estuvieron hechos para el púlpito. Son seleccionados por los hombres, atiborrados de literatura, educados hasta un cierto nivel, revestidos adecuadamente, y el mundo les llama ministros. Deseo que Dios les haga triunfar, porque como solía decir el bueno de Joseph Irons: «Dios esté con muchos de ellos, aunque sólo sea para aguantarles la lengua». Los ministros hechos por los hombres no tienen utilidad en este mundo, y cuanto antes nos libremos de ellos mejor. He aquí su forma de proceder; preparan sus manuscritos muy cuidadosamente, los leen el domingo con la mayor suavidad, a sotto voce, y de esta forma la gente se marcha complacida. Pero ese no es el modo de predicar de Dios. Si así fuera, me siento capaz de predicar para siempre. Puedo comprar sermones manuscritos por un chelín, es decir, con tal de que ya hayan sido predicados unas cincuenta veces; si los utilizo por primera vez valen una guinea o más. Pero esa no es la manera. Predicar la Palabra de Dios no es lo que algunos parecen creer, un simple juego de niños, un simple negocio o profesión que puede ejercer cualquiera. Un hombre debe sentir, en primer lugar, la atracción de una llamada solemne; después, debe saber que realmente posee el Espíritu de Dios y que cuando habla existe una influencia sobre el que le capacita para predicar como Dios quiere que lo haga; de otra forma debería abandonar el púlpito inmediatamente, porque no tiene ningún derecho a estar en él aunque la iglesia sea de su propiedad. No ha sido llamado para anunciar la verdad de Dios, y Dios le dice: «¿Qué tienes tú que hablar de mis leyes?»
Mas vosotros decís: «¿Qué dificultad existe en la predicación del Evangelio de Dios?» Bien, debe ser algo duro, porque Pablo dijo: `Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?» Antes que nada os diré que es difícil, porque así está hecho para que no sea tergiversado por prejuicios propios al predicar la Palabra. Cuando se tiene que hablar con severidad, el corazón nos dice: «No lo hagas. Si hablas de esta forma te juzgarás a ti mismo»; y entonces existe la tentación de no hacerlo. Otra prueba es que tememos desagradar al rico de nuestra congregación. De esta forma, pensamos: «Si digo esto y lo otro, fulano y zutano se ofenderán; aquel otro no aprueba esta doctrina, lo mejor será que la abandone». 0 quizás ocurra que recibamos los aplausos de las multitudes y no queramos decir nada que las disguste, porque si hoy gritan: «Hosanna», mañana gritarán: «Crucifícalo, crucifícalo». Todas estas cosas obran en el corazón de un ministro. Él es un hombre como vosotros, y las siente. Además, está el agudo cuchillo de la crítica y las flechas de aquellos que le odian a él y a su Señor, y, a veces, no puede evitar el sentirse herido. Posiblemente se pondrá su armadura y gritará: «No me importan vuestras maledicencias»; pero hubo épocas en que los arqueros incluso a José afligieron penosamente. Entonces se encuentra en otro peligro, el de querer defenderse, porque quien lo hace comete una gran locura. El que deja a sus detractores solos y, al igual que el águila, no hace caso de la cháchara del gorrión o como el león no se molesta en atajar el gruñido del chacal, es un hombre y será honrado. Pero el peligro está en que queramos dejar sentada nuestra reputación de justos. Y, ¡oh!, ¿quién es suficiente para dirigir la nave librándola de estas peligrosas rocas? «Para estas cosas», hermanos míos, «¿quién es suficiente?» -para levantarse y anunciar, domingo tras domingo y día tras día, «las inescrutables riquezas de Cristo».
Al llegar a este punto, y para terminar, sacaré la siguiente conclusión si el Evangelio es «olor de vida para vida», y el trabajo del ministro es una labor solemne, cuánto bien hará a todos los amantes de la verdad el orar por todos aquellos que la predican, para que sean «suficientes para estas cosas». Perder mí devocionario, como os he dicho muchas veces, es lo peor que puede ocurrirme. No tener a nadie que ore por mí me colocaría en una situación terrible. «Quizá», dice un buen poeta, «el día en que el mundo perezca será aquel que no esté embellecido con una oración»; y tal vez, el día en que un ministro se apartó de la verdad fue aquel en que su congregación dejó de orar por él, y cuando no se elevó una sola voz suplicando gracia en su favor. Estoy seguro de que así ha de ocurrir conmigo. Dadme la hueste numerosa de hombres que tuve el orgullo y la gloria de ver en mi casa antes de venir a este local; dadme aquellas gentes dedicadas a la oración, que en las tardes del lunes se reúnen en gran multitud para pedir a Dios que derrame su bendición sobre ellos, y venceremos al mismo infierno a pesar de toda la oposición. Todos los riesgos se salvan, si tenemos oraciones. Porque aunque aumente mi congregación; aunque la formen gentes nobles y educadas; y aunque yo posea influencia y entendimiento, si no tengo una iglesia que ore, todo me saldrá mal. ¡Hermanos míos! ¿Perderé alguna vez vuestras oraciones? ¿Cesaréis alguna vez en vuestras súplicas? Nuestra labor en este gran lugar esta casi terminada, y felizmente volveremos a nuestro muy amado santuario. ¿Cesaréis entonces, acaso, en vuestras oraciones? Me temo que esta mañana no hayáis pronunciado tantas plegarias como debierais; me temo que no ha habido una devoción tan ardiente como hubiera sido necesaria. Yo no he sentido el maravilloso poder que experimento algunas veces. No os culpo por ello, pero no quiero que nunca se diga: «Aquel pueblo que fuera tan ferviente, se ha tornado frío». No dejéis que el laodiceanismo penetre en Southwark; si ha de estar en alguna parte, que se quede aquí, en el West End; no lo llevemos con nosotros. «Contendamos eficazmente por la fe que ha sido una vez dada a los santos»; y sabiendo en los peligros que se encuentra el portador del estandarte, suplico que os reunáis a su alrededor, porque habrá males en el ejército.
«Si el portador del estandarte cae en La Lucha mortal,
Qué bien puede ocurrir, porque no ha habido jamás batalla igual».
Levantaos amigos; agarrad vosotros mismos el estandarte y mantenedlo en alto hasta que llegue el día cuando nos encontremos en el último baluarte conquistado a los dominios del infierno, y cantemos todos: «¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡El Señor Dios Omnipotente reina!» Hasta entonces, continuemos luchando.
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