La redención de nuestras almas costó sufrimiento indecible, «hasta la muerte, y muerte de cruz». Costó a Nuestro Señor sudor de sangre, corazón quebrantado por reproches, y especialmente la agonía causada por sentirse abandonado por el Padre, hasta exclamar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» El Mediador sufrió la muerte bajo los aspectos peores, sin ninguno de aquellos consuelos que en los casos de otros hombres piadosos se suministran por la bondad y fidelidad de Dios. Su muerte no fue una muerte natural, sino una muerte tanto más penosa cuanto fue agravado el caso por circunstancias sobrenaturales que aumentaron hasta lo infinito la agonía. Esto es lo que entendemos por la sangre de Cristo, por «la sangre del esparcimiento»: a saber, sus sufrimiento terribles y la muerte de expiación.
I. La sangre del esparcimiento es el punto central de la manifestación divina bajo el Evangelio. Notemos su lugar importantísimo en el pasaje que meditamos. Tenemos el privilegio, por la gracia divina, de acercarnos espiritualmente primero al monte de Sión (v. 22), subir sus pendientes y colocarnos en la altura santa y entrar en la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial. En sus pavimentos de oro vemos una compañía innumerable de ángeles que rodean el trono. ¡Qué visión de gloria! Pero no debemos parar aquí, porque la gran asamblea general, la reunión festiva, la convocación solemne de los alistados en los cielos se está celebrando, hallándose todos allí ataviados de regocijo, rodeando a su Dios y Señor. Penetremos hasta el mismo trono, donde está sentado el Juez de todos, rodeado de aquellos espíritus puros que han lavado sus ropas, y por lo tanto están ante él trono de Dios hechos perfectos.
¿No hemos avanzado mucho ya? ¿No estamos ya admitidos en el mismo centro de la revelación? Todavía no. Otro paso y estamos frente a frente con el Salvador, el Mediador del nuevo pacto. Aquí se completa nuestro gozo, pero debemos contemplar un objeto más allá. ¿Qué hay en se Lugar Santísimo Interior? ¿Qué es aquello que está escondido en el lugar santísimo? ¿Qué es aquello que es lo más precioso, de mayor valor que todo, o supremo en toda la revelación de Dios? «La sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 Pedro 1: 19), la sangre del esparcimiento. Esto es lo supremo: es la verdad más profunda de la dispensación de la gracia, en la cual vivimos.
II. Pido además que leáis el texto y toméis nota de que este esparcimiento de la sangre, según está mencionado por el Espíritu en este texto, es del todo idéntica con Jesús mismo. Veamos: «A Jesús, el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre del esparcimiento que habla mejor que la de Abel. Mirad que no desechéis al que habla.» Este giro inesperado sólo se puede explicar por la suposición de que en la mente del escritor, Jesús y la sangre eran idénticos. Mediante lo que podríamos llamar un giro gramatical, poniendo 11 por ella, el Espíritu de Dios con intención o a propósito nos hace patente la verdad importante de que el sacrificio es idéntico con el Salvador. «Nos hemos llegado al Salvador, el Mediador del nuevo pacto y a la sangre del esparcimiento que habla; mirad que no desechéis a Él.» Queridos amigos, no hay Jesús sin esparcimiento de sangre; no hay Salvador sin sacrificio. Insisto en esto, porque hoy día se procura predicar a Cristo aparte de la cruz y de la propiciación. Se le presenta como gran maestro de moralidad, como un espíritu de abnegación, como el campeón que será de una gran reforma moral, sobre la que se formará su reino. Aun se sugiere que a este reino no se le ha dado la importancia debida por haberlo impedido la cruz. ¿Pero qué es Jesús sin el sacrificio? No hay tal Jesús si le separamos de la sangre del esparcimiento, que es la sangre del sacrificio. Sin la propiciación nadie puede ser cristiano y el Cristo no puede ser Jesús. Si arrancamos del Evangelio de Jesús la sangre del sacrificio, le quitamos el corazón y le robamos la misma vida. Si hollamos la sangre del esparcimiento, reputándola cosa común, en lugar de ponerla en el umbral y en los postes de la puerta, hemos cometido transgresión horrenda. En cuanto a mí, no permita Dios que me gloríe, salvo en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, ya que para mí esa cruz es idéntica a Jesús mismo. No conozco a otro Jesús que aquel que murió, el Justo por los injustos. Puédese separar a Jesús de su sangre materialmente, pues por la obra de la lanza y los otros instrumentos de tortura, se quitó la sangre del cuerpo del Señor; pero espiritualmente esta «sangre de esparcimiento» y el Cristo, mediante el cual vivimos, son inseparables, una mismísima cosa; de suerte que no podemos conocerle verdaderamente o predicar su nombre eficazmente, si no le presentamos cual víctima inmolada por el pecado. No podemos confiar en él, a no ser que confiemos en él como quien hace la paz por la sangre de su cruz (Efe. 2). Si rechazamos la sangre, rechazamos a Jesús mismo. Nunca se separará de su gloria de Medianero, por su sacrificio por nosotros, ni podemos nosotros acudir a Él si desconocemos ésa su categoría. ¿No lo enseña bien claro nuestro texto que son uno Jesús y su sangre del esparcimiento? Lo que Dios ha juntado no lo separe el hombre. Acordémonos bien de ello.
III. Esta sangre del esparcimiento se relaciona estrictamente con el nuevo pacto. No hay que extrañar que aquellos que tienen ideas vagas sobre la propiciación no tengan nada de importancia que decir en cuanto a los pactos, tanto del antiguo como del nuevo. La doctrina en los dos pactos es la médula de la divinidad; pero estos espíritus vanos desprecian el asunto. Y es natural, porque tratan de la redención sólo con ligereza. ¿Pues qué pacto hay sin sangre? Si un pacto no se ratifica con sangre, si no se hace sacrificio para confirmarlo, no resulta tal pacto a la vista de Dios ni a la de los hombres entendidos. Pero, hermanos, vosotros que conocéis al Señor y procuráis conocerle mejor, para vosotros el pacto de la promesa es una herencia de gozo, y su propiciación es lo más precioso, ya que constituye la garantía del nuevo pacto. Para nosotros la muerte de Cristo, cual sacrificio, no es una doctrina sino la doctrina; no una consecuencia de otras doctrinas, sino la esencia, el meollo de la doctrina cristiana. Para nosotros, Jesús, en su obra redentora, es el alfa y omega, el principio y fin, porque en Él el pacto principia y acaba. Sabemos que se confirmó con sangre. Si se trata de pacto humano, es válido; si se ratifica, es válido; pero éste es el pacto de Dios, confirmado por promesas, juramentos y sangre, y permanece en vigor para siempre. Cada creyente tiene tanto interés en este pacto como Abraham, el padre de los creyentes, porque el pacto se hizo con él y su simiente espiritual, siendo confirmado en Cristo para toda esa simiente y para siempre por su preciosa sangre.
IV. Pero quiero que notéis que, según el texto, la sangre es la voz de la dispensación nueva. Acordaos de que en Sinaí hubo «el sonido de la trompeta y la voz de las palabras, la cual, los que la oyeron, rogaron que no se les hablase más.» Así es que en la nueva dispensación también esperamos que una voz hable y no llegarnos a ninguna hasta hallar el último objeto en la lista y vemos allí la sangre del esparcimiento que habla. Aquí, pues, tenemos la voz del Evangelio. No se trata de un sonido de trompeta ni de palabras emitidas con majestad espantosa;-, pero la sangre habla y por cierto no hay voz más penetrante, más potente, más constante. Dios oyó la voz de la sangre de Abel y visitó a Caín, con castigo correspondiente a su crimen por haber matado a su hermano. Y la sangre preciosa de Jesucristo, el Hijo de Dios, clama a los oídos de Dios con voz que siempre se oye. ¿Cómo podrá imaginarse el hombre que el Señor Dios permanece sordo al sacrificio de su Hijo? En todas estas edades la sangre ha clamado: «¡Perdónales! ¡Perdónales! ¡Acéptales! ¡Líbrales de bajar al abismo, porque he hallado un rescate!»
La sangre del esparcimiento nos habla a nosotros para enseñarnos, así como habla a Dios intercediendo. Clama a nosotros, diciendo: «¡He aquí el mal del pecado’ ¡He aquí cómo Dios ama la justicia! ¡He aquí cómo ama a los hombres! Ve que te es imposible escapar del castigo por el pecado, fuera del gran sacrificio, en que el amor y la justicia de Dios se manifiestan por igual. ¡He aquí cómo Jehová no perdonó al único Hijo, sino que le entregó libremente por todos nosotros!»
¡Qué voz la de la reconciliación! Voz que aboga por la causa de la santidad y del amor, de la justicia y de la gracia, de la verdad y de la misericordia. «Mirad que no desechéis al que habla.»
V. Esta voz es idéntica a la voz del Señor Jesús, pues así consta aquí. «La sangre del rociamiento que habla. Mirad que no desechéis al que habla.» Sea cual fuere la doctrina del sacrificio de Jesús, es la principal enseñanza de Jesús mismo. Debemos observar que la voz que habló desde el Sinaí fue también la voz de Cristo. Jesús mismo promulgó aquella ley cuyo castigo hubo de sufrir. Quien la proclamó en medio de la tempestad fue Jesús mismo. Notemos la declaración: «La voz del cual entonces conmovió la tiemma … » (v. 26). En cualquier momento que oigas el Evangelio, estás oyendo la voz de la sangre preciosa de Jesús mismo, la voz de aquel que conmovió la tierra en el Sinaí. Esta misma voz, no sólo conmoverá en su día la tierra, sino también el cielo. íQué voz más solemne es la de la sangre del esparcimiento, siendo como es la voz del eterno Hijo de Dios, que puede hacer y también deshacer! ¿Quisierais que yo callara respecto a esta voz? ¿Quisiera alguien de vosotros intentar cosa tan horrible? Se nos criticará si continuamente proclamamos este mensaje del cielo acerca de la sangre de Cristo. ¿Pero hablaremos en voz baja, porque algún vicioso tiemble al oír la palabra sangre, o porque algún «intelectual» se rebela contra la idea antigua del sacrificio propiciatorio? No, por cierto. Al contrario; preferiríamos que se nos cortara lengua antes que cesar la predicación acerca de la sangre preciosa de Cristo. Para mí no hay cosa que valga la pena de meditarse ni de predicarse fuera de esta gran verdad, que es el principio y el fin de todo el sistema cristiano, a saber: Que Dios dio su Hijo para que muriese, a fin de que los pecadores vivan; y esto no es sólo la voz de la sangre, sino la voz de Cristo mismo.
VI. Esta sangre habla siempre. El texto no dice: «La sangre que habló», sino «la sangre que habla», que está hablando. Continúa hablando siempre, siendo un ruego a Dios y un testimonio a los hombres. Nunca callará, ni en un sentido ni en otro. En su oficio intercesorio, el Salvador resucitado y ascendido al cielo, habla siempre al Altísimo por su sacrificio. Por la enseñanza del Espíritu Santo» la redención hablará siempre para la edificación de los creyentes en la tierra; pero también en este caso es la sangre la que habla. Según nuestro texto, éste es el discurso único que nos ofrece esta dispensación. ¿Se acallará este discurso? ¿Dejaremos de escucharlo? ¿Dejaremos de repetirlo? Lejos sea de nosotros, y Dios no nos lo permita, si tal intentáramos. Día y noche, el gran sacrificio continúa clamando a los hombres: Arrepentíos de vuestros pecados, porque a vuestro Redentor le costó carísimo vuestro rescate. Dios vio con lenidad los tiempos de ignorancia, pero ahora denuncia a todos los hombres en todos los lugares que se -arrepientan, ya que puede perdonar, y, sin embargo, ser justo. Vuestro Dios ofendido os ha provisto, Él mismo, de un sacrificio. «Venid, pues, para ser rociados con la sangre y reconciliados con Él de una vez para siempre.» La voz de esta sangre habla en cualquier lugar, donde haya una conciencia que sienta su culpa, en cualquier puesto donde haya un corazón quebrantado, donde haya un pecador que busque perdón, donde haya un alma creyente. Habla con voz tierna, familiar, agradable, consoladora. Para el oído del arrepentimiento no hay música más encantadora que aleje los temores. No cesará de hablar mientras haya un pobre pecador que busque a Cristo, mientras haya en la tierra una oveja perdida que le implore. Escuchadle.
VII. Finalmente, notemos que la sangre del Señor habla mejor que la de Abel, y ¿qué dice? Dice que «hay redención por su sangre, la remisión del pecado, según las riquezas de su gracia.» El cual mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, siendo muertos a los pecados, vivamos a la justicia: por la herida del cual habéis sido sanados. Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en ]Él. La voz de la sangre es ésta: «Seré propicio a sus injusticias? Y de sus pecados y de sus iniquidades no me acordaré más. La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Pedro 1: 19; 2 Cor. 5:21; Heb. 8:12; 1 Juan 1:6, 7). Por lo visto, pues, hermanos, estas cosas son mejores que las que pudo decir la sangre de Abel, y son de las que habla la sangre de Jesús a cada persona que por la fe acepta ser rociada con ella. Si no se nos aplica por la fe, no nos dice nada. Pero al aplicarse a cada individuo creyente, le dice palabras de bendición que deleitan el alma.
El apóstol dice que «os habéis llegado… a la sangre del rociamiento. ¿Se puede decir esto en tu caso? La sangre del esparcimiento, ¿te ha sido aplicada a ti? ¿La percibes? ¿Te ha limpiado? ¿Estás guardado por la misma? ¿Estás unido por ella a Dios- ¿Estás consagrado al servicio de Dios por la redención? Si así es, entonces adelante y, en firme confianza que no vacila, bendice la sangre del esparcimiento. Proclama este hecho glorioso, diciendo a cada pecador que halles que si el Señor Jesús !e limpia con su sangre, será «enblanquecido más que la nieve». Predica el sacrificio expiatorio del Cordero de Dios y celébralo y cántalo, acordándote del triple canto del capítulo 5 del Apocalipsis, en el cual primero los ancianos y los seres vivos alrededor del trono cantan un cántico nuevo, diciendo: «Tú fuiste inmolado, y nos has redimido para Dios con tu sangre, de todo linaje y lengua y pueblo y nación.» Después, la multitud de millones de millones de ángeles continúan el canto: «El Cordero que fue inmolado es digno», etc. Pero no es esto todo, pues nos dice el apóstol que: «Toda criatura que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra y que está en el mar, y todas las cosas que en ellos hay están, diciendo: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la bendición, y la honra, y la gloria y el poder, para siempre Jamás.» ¿No veis cómo todos ensalzan al Señor Jesús en su calidad de sacrificio o cual Cordero inmolado? Me queda poca paciencia para con los que dejan a un lado esta verdad y aun se burlan de ella o de propósito la presentan mal. Señores: si queréis ser salvos, es indispensable que seáis rociados con la sangre. El que no cree en Cristo Jesús y en su sacrificio expiatorio, perecerá. El Dios eterno rechazará con disgusto infinito al que rechaza el sacrificio amoroso de Jesús. El que no creyó necesitar este sacrificio maravilloso, esta expiación divina, no tiene otro sacrificio por el pecado, no le queda más que «la oscuridad de las tinieblas» y la tempestad simbolizada en el Sinaí. Los que rechazan la expiación ideada por la sabiduría eterna, provista para los hombres por el amor eterno y aceptada por la justicia eterna, éstos han firmado ya su sentencia de muerte y nadie se maravillará de que se pierdan sus almas. ¡Que Dios os guíe al Crucificado! Amén.
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