Es verdad que el Señor puede trabajar sin el auxilio de instrumento alguno, conforme lo verifica a veces valiéndose de predicadores indoctos para la conversión de las almas; y también lo es que puede obrar aun sin agentes, como lo hace cuando salva a los hombres sin ninguna clase de predicadores, aplicando la palabra directamente por medio de su Santo Espíritu; pero no podemos considerar los actos soberanos y absolutos de Dios, como regla para normar los nuestros. El puede, supuesto lo absoluto de su carácter, obrar como mejor le plazca; pero nosotros debemos hacerlo, según nos lo preceptúan sus más claras dispensaciones; y uno de los hechos más palpables es que el Señor generalmente adapta los medios a los fines, en lo cual se nos da la lección de que es natural que trabajemos con tanto mayor éxito, cuanto mejor sea nuestra condición espiritual. En otras palabras: generalmente efectuaremos mejor la obra de nuestro Señor, cuando los dones y gracias que hemos recibido se hallen en buen orden; y lo haremos peor, cuando no lo estén. Esta es una verdad práctica para nuestra guía. Cuando el Señor hace excepciones, éstas no hacen más que probar la exactitud cíe la regla que acabamos de sentar.
Nosotros somos, en cierto sentido, nuestros propios instrumentos, y de consiguiente, debemos conservarnos en buen estado. Si me es menester predicar el Evangelio, no podré hacer uso sino de ml propia voz. y por tanto, debo educar mis órganos vocales. No puedo pensar sino con mi propio cerebro, ni sentir sino con mi propio corazón, y en consecuencia, debo cultivar mis facultades intelectuales y emocionales. No puedo llorar y sentirme desfallecer de ternura por las almas, sino en mi propia naturaleza renovada, y por tanto, debo conservar cuidadosamente la ternura que por ellas abrigaba Cristo Jesús. En vano me será surtir mi biblioteca, organizar sociedades, o proyectar estos o aquellos planes, si me muestro negligente en el cultivo de mí mismo; porque los libros, las agencias y los sistemas son sólo remotamente los instrumentos de mi santa vocación: mi propio espíritu, mi alma y mi cuerpo son la maquinaria que tengo más a la mano para el servicio sagrado; mis facultades espirituales y mi vida interior son mi hacha de armas y mis arreos guerreros. McCheyne, escribiendo a un ministro amigo suyo que andaba viajando con la mira de perfeccionarse en el alemán, usó un lenguaje idéntico al nuestro: «Sé que te aplicarás con todo empeño al alemán, pero no eches en olvido el cultivo del hombre interior, quiero decir, del corazón. Cuán diligentemente cuida el oficial de caballería de tener su sable limpio y afilado, frotándole con tal fin cualquiera mancha con el mayor cuidado. Recuerda que eres una espada de Dios, instrumento suyo, confío en ello, y un vaso de elección para llevar su nombre. En gran medida, según la pureza y la perfección del instrumento, será el éxito. No bendice Dios los grandes talentos tanto como la semejanza que se tiene con Jesús. Un ministro santo es una arma poderosa en la mano de Dios.»
Para el heraldo del Evangelio, el estar espiritualmente desarreglado en su propia persona, es tanto para él mismo como para su trabajo, una verdadera calamidad; y con todo, hermanos míos, ¡cuán fácilmente se produce tal mal! ¡Cuánta vigilancia, por lo mismo, se necesita para prevenirlo! Viajando un día por expreso de Perth a Edinburgo, nos vimos repentinamente detenidos, a consecuencia de haberse roto un pequeño tornillo de una de las dos bombas de que virtualmente constan las locomotoras empleadas en los ferrocarriles; y cuando de nuevo nos pusimos en camino, tuvimos que avanzar al impulso de un solo émbolo que funcionaba en lugar de los dos. Sólo un pequeño tornillo se habla inutilizado, y si ese hubiera estado en su lugar, el tren habría andado sin pararse todo su camino; pero la falta de esa insignificante pieza de hierro desarregló todo lo demás. Se dice que un tren se paró en uno de los ferrocarriles de los Estados Unidos, con motivo de haberse llenado de moscas los depósitos de grasa de las ruedas de los carros. La analogía es perfecta: un hombre que bajo todos conceptos posea las cualidades necesarias para ser útil, puede por algún pequeño defecto que tenga, sentirse extraordinariamente entorpecido, o reducido a un estado absoluto de incapacidad. Semejante resultado es de sentirse en extremo, por estar relacionado con el Evangelio que en el sentido más alto, está adaptado a producir los mejores resultados. Es cosa terrible que un bálsamo curativo pierda su eficacia debido a la impericia del que lo aplica. Todos vosotros conocéis los perjudiciales efectos que con frecuencia se producen en el agua que corre por cañerías de plomo; pues de igual modo el Evangelio mismo al correr por hombres espiritualmente dañados, puede perder su mérito hasta el grado de hacerse perjudicial a sus oyentes. Es de temerse que la doctrina calvinista se convierta en la enseñanza peor, si se predica por hombres de vida poco edificante, y se presenta como una capa que puede cubrir toda clase de licencias; y el arminianismo, por otra parte, con su amplitud en ofrecer la misericordia, puede causar un serio daño a las almas, si el tono ligero del predicador da lugar a que sus oyentes crean que pueden arrepentirse cuando les plazca, y que de consiguiente no hay urgencia en acatar desde luego las prescripciones del mensaje evangélico. Además, cuando un predicador es pobre en gracia, cualquier bien duradero que pudiera ser el resultado de su ministerio, será por lo general débil, y no guardará ninguna proporción con lo que habría derecho de esperar. Una siembra abundante será seguida por una cosecha escasa; el interés producido por los talentos será en extremo pequeño. En dos o tres de las batallas perdidas en la última guerra americana, se dice que las derrotas se debieron a la mala clase de la pólvora ministrada por ciertos contratistas falsarios del ejército, pues eso fue causa de que no se obtuviera el efecto buscado por el cañoneo. Lo mismo puede acontecernos a nosotros. Podemos no dar con nuestra mira, desviarnos del camino que intentamos seguir y desperdiciar nuestro tiempo, por no poseer verdadera fuerza vital dentro de nosotros mismos, o no poseerla en tal grado que conforme a ella pueda el Señor bendecirnos. Cuidaos de ser predicadores falsarios.
Uno de Nuestros Principales Cuidados Debe Ser
el que Nosotros Mismos Seamos Salvos
El que un predicador del Evangelio sea ante todo participante de él, es una verdad simple, pero al mismo tiempo una regla de la mayor importancia. No vivimos entre los que aceptan la sucesión apostólica de los jóvenes, tan sólo porque éstos pretenden asumirla. Sí la vida de colegio de los mismos, ha sido vivaz más bien que espiritual; si los honores que allí han adquirido los deben a ejercicios atléticos más bien que a sus trabajos por Cristo, nosotros necesitamos en tal caso, pruebas de otro género de las que ellos pueden presentarnos. Por crecidos que sean los honorarios que hayan pagado a los más sabios doctores, y por grandes que sean los conocimientos que hayan recibido, en cambio, no tendremos por eso una evidencia de que su vocación les ha venido de lo alto Una piedad sincera y verdadera es necesaria como el primer requisito indispensable. Sea cual fuere el «llamamiento» que alguien pretenda haber recibido, si no ha sido llamado a la santidad, puede asegurarse que no lo ha sido al ministerio.
«Atavíate primero a ti mismo, y adorna después a tu hermano,» dicen los rabinos. «La mano que trata de limpiar algo,» dice Gregorio, «es menester que esté limpia.» Si vuestra sal no tiene sabor ¿cómo podréis sazonar con ella? La conversión es una cosa sine qua non en un ministro. Vosotros aspirantes a nuestros púlpitos, es menester que nazcáis de nuevo. Ni es la posesión de esta primera cualidad una cosa que pueda tenerse como concedida por cualquiera, porque hay una muy gran posibilidad de que nos engañemos acerca de si estamos convertidos o no. Creedme, no es juego de niños el que os aseguréis de vuestro llamamiento y elección. El mundo está lleno de imposturas, y abunda en seductores que explotan la presunción carnal y se agrupan en torno de los ministros con la avidez con que lo hacen los buitres en torno de los cuerpos en putrefacción. Nuestros corazones son engañosos, de manera que la verdad no se halla en la superficie, sino debe ser sacada de su más profundo interior. Debemos examinarnos a nosotros mismos muy afanosa y profundamente, no sea que por algún motivo después de haber predicado a los demás, resulte que nos hallamos en la línea de los réprobos.
¡Cuán horrible es ser predicador del Evangelio y no estar sin embargo convertido! Que cada uno se diga en secreto desde lo más recóndito de su alma: «¡Qué cosa tan terrible será para mí el vivir ignorante del poder de la verdad que me estoy preparando a proclamar!» Un ministro inconverso envuelve en sí la más patente contradicción. Un pastor destituido de gracia es semejante a un ciego elegido para dar clase de óptica, que filosofara acerca de la luz y la visión, disertara sobre ese asunto, y tratara de hacer distinguir a los demás las delicadas sombras y matices de los colores del prisma, estando él sumergido en la más profunda oscuridad. Es un mudo nombrado profesor de canto; un sordo a quien se pide que juzgue sobre armonías. Es como un topo que pretendiera educar aguiluchos; como un leopardo elegido presidente de ángeles. A un supuesto de tal naturaleza se le podrían aplicar las más absurdas metáforas, si el asunto de suyo no fuese tan solemne. Es una posición espantosa en la que se coloca un hombre que emprende una obra para la ejecución de la cual es entera y absolutamente inadecuado; pero su incapacidad no lo exime de responsabilidades, puesto que deliberadamente las ha querido asumir. Sean cuales fuesen sus dotes naturales y sus facultades mentales, nunca será el ministro a propósito para una obra espiritual, si carece de vida espiritual; y en ese caso *****ple a su deber cesar en sus funciones ministeriales mientras no adquiera la primera y más simple de las cualidades que para ello se han menester.
El ministro inconverso asume un carácter igualmente horroroso en otro respecto. Si no ha recibido comisión, debe ser muy desgraciada la posición que tenga que ocupar. ¿Qué puede ver de lo que entre el pueblo pase que le dé consuelo? ¿Qué será lo que sienta cuando oiga los lamentos de los penitentes, o escuche sus ansiosas dudas y solemnes temores? Es natural que se admire al pensar que sus palabras deben haberse apropiado para conseguir tal fin. La palabra de un hombre inconverso puede ser bendecida para la conversión de las almas, puesto que el Señor a la vez que desconoce a un hombre semejante, honrará con todo, su propia verdad. ¡Cuán perplejo debe sentirse un hombre así al ser consultado respecto de las dificultades que se presenten a los cristianos maduros! Debe hallarse muy alejado del sendero por el cual han caminado sus oyentes regenerados. ¿Cómo podrá escuchar sus goces en el lecho mortuorio, o unirse a ellos en sus entusiastas regocijos cuando se congregan en torno de la mesa de su Señor?
Muchas veces ha sucedido que los jóvenes destinados a un oficio que no cuadra con su carácter han huido al mar, prefiriendo esto a continuar en negocios para ellos enfadosos; pero ¿a dónde huirá el que ha comprendido su vida toda a este santo llamamiento, y está sin embargo totalmente sustraído al poder de la piedad? ¿Cómo puede atraer diariamente los hombres a Cristo, si él mismo desconoce el ardiente amor del Salvador? Oh señores, esto debe ser seguramente una perpetua esclavitud. Un hombre semejante tiene que odiar la vista del púlpito, tanto como el sentenciado a galeras odia el remo. Y cuán inservible tiene ese quídam que ser. Está llamado a instruir a otros siendo él mismo un necio. ¿Qué otra cosa puede ser sino una nube sin agua, y un árbol con hojas solamente? Lo que pasa en el desierto a una caravana en que todos los que la forman están sedientos y se sienten morir bajo los rayos de un sol abrasador, y al llegar a un pozo ardientemente deseado, ¡horror de los horrores! lo encuentran sin una gota de agua, eso mismo pasa a las almas que sedientas de Dios van a dar con un ministro que carece de gracia, pues están en grande riesgo de perecer por no hallar en él el agua de la vida. Mejor es abolir los púlpitos, que ocuparlos con hombres que no tienen un conocimiento experimental de lo que enseñan.
¡Ay! el pastor no regenerado se hace también terriblemente dañino, porque de todas las causas que originan la infidelidad, los ministros faltos de piedad deben ser contados entre las primeras. El otro día leí que ninguna fase del mal presentaba un poder tan maravilloso de destrucción, como el ministro inconverso de una parroquia que contaba con un órgano de gran valor, un coro de cantores profanos y una congregación aristócrata. Era de opinión el escritor que no podría haber un instrumento más eficaz que ese para la condenación. La gente va al lugar donde tributa su culto, se sienta cómodamente, y se figura que deben ser cristianos, siendo así que en lo único en que consiste su religión es en escuchar a un orador a la vez que la música les halaga los oídos, y tal vez distraen sus ojos los ademanes graciosos y de moda de los concurrentes. El conjunto no es mejor de lo que oyen y ven en la ópera, y si no es tan bueno quizás en punto a belleza estética, no es por eso ni en lo más mínimo más espiritual. Son muchos los que se felicitan a sí mismos y aun bendicen a Dios por tenerse como cristianos devotos, y al mismo tiempo viven alejados de Cristo en un estado no regenerado, pues alardean de piedad en la forma, pero niegan el poder de esa virtud. El que se apega a un sistema que no tiende a una cosa más elevada que el formalismo, se constituye más en siervo del diablo que en ministro de Dios.
Un predicador formal puede alucinar en tanto que conserve su equilibrio exterior; pero como carece de la balanza de la piedad para sostenerse en él, tarde o temprano es casi seguro que dé un resbalón en su carácter moral, ¡y en qué posición se coloca entonces! Cuán blasfemado es Dios y el Evangelio profanado!
Es cosa terrible considerar qué muerte debe esperar a un hombre tal, y cuál tiene que ser su condición después de ella. El profeta pinta al rey de Babilonia descendiendo al infierno, y a todos los reyes y príncipes a quienes él había destruido, y cuyas capitales había devastado, levantándose de sus lugares en confuso tropel, y saludando al tirano caído con este punzante sarcasmo: «¿Te has hecho semejante a nosotros?» ¿Y no podéis suponer a un hombre que ha sido ministro, pero que ha vivido sin Cristo en el corazón, bajando al infierno, y a todos los espíritus aprisionados allí, que antes le escuchaban, y a todos los impíos de su parroquia, saliéndole al encuentro y diciéndole en acerbo todo: «¿Te has hecho tú también como nosotros? Médico, ¿no te curaste a ti mismo? Tú que pretendías ser una luz brillante, ¿has sido arrojado a las tinieblas por siempre?» ¡Oh! si alguno tiene que perderse, que no sea de esta manera. Perderse bajo la sombra de un púlpito, es cosa muy terrible pero lo es mucho más perecer desde el púlpito mismo!.
Hay un pasaje pavoroso en el tratado de Juan Bunyan titulado «Suspiros del Infierno,» que a menudo repercute en mis oídos: «¡De cuántas almas,» dice «no han sido los ministros ofuscados el medio de destrucción por su ignorancia! La predicación de los tales no fue para las almas, mejor que el arsénico para los cuerpos. Muchos de ellos es de temerse que tengan que responder por poblaciones enteras. ¡Ay amigo! te digo que al haber tomado por tarea predicar al pueblo, tal vez has tomado la de hacer una cosa que no puedes decir qué es. ¿No te afligiría ver que toda tu parroquia marchara tras de ti para el infierno, exclamando: «Esto tenemos que agradecerte, pues tuviste temor de hablarnos de nuestros pecados para que no dejáramos de apresurarnos a ponerte viandas en la boca? ¡Oh, malvado, maldito, que no te contentaste siendo un gula ciego como eras, con caer en el hoyo tú mismo, sino que nos has conducido a él también a nosotros contigo!»
Richard Baxter en su «Pastor Reformado,» entre otras muchas solemnes cosas, escribe lo que sigue: «Tened cuidado de vosotros mismos, no sea que os halléis faltos de esa gracia salvadora de Dios que ofrecéis a los demás, y seáis extraños a la obra eficaz de ese Evangelio que predicáis; y no sea que a la vez que proclamáis al mundo la necesidad de un Salvador, vuestros corazones le vean con menosprecio, y carezcáis de interés en él y en sus salvadores beneficios. Tened cuidado de vosotros mismos, repito, no sea que perezcáis a la vez que exhortáis a otros a que se cuiden de perecer, y no sea que os muráis de hambre, a la vez que les preparáis el alimento. Aunque se haga la promesa de que brillarán como estrellas, a aquellos que vuelvan a muchos al camino de la rectitud, (Dan. 12:3,) esto es en el supuesto de que los tales hayan vuelto primero ellos mismos a él; y no podría ser de otra manera, porque semejantes promesas se hacen coeterís paríbus, et sup posítís supponendis. Su propia sinceridad en la fe, en la condición de su gloria, simplemente considerada, si bien sus grandes trabajos ministeriales pueden ser una condición de la promesa de su gloria mayor. Muchos hombres han amonestado a otros para que no vayan al lugar de tormentos, al cual ellos mismos, sin embargo, se apresuran a ir: se hallan ahora en el infierno muchos predicadores, que centenares de veces han exhortado a sus oyentes a poner el mayor cuidado y una diligencia suma en evitarlo. ¿Puede racionalmente imaginarse que Dios salve a los hombres tan sólo porque éstos ofrezcan la salvación a los demás, a la vez que la rehúsan para sí y porque comuniquen a otros, aquellas verdades que por su parte han visto con descuido y menosprecio? Andan vestidos de andrajos muchos sastres que hacen ricos trajes para otros; y apenas pueden lamerse los dedos algunos cocineros que han aderezado para los demás platillos suculentos. Creedlo, hermanos, Dios nunca ha salvado a nadie porque haya sido predicador, ni porque haya tenido habilidad para ello, sino porque ha sido un hombre justificado y santificado, y en consecuencia, fiel en el trabajo de su Señor. Cuidad por tanto de ser primero, aquello que persuadís a otros que sean; creed en lo que diariamente los persuadís a que crean, y hospedad en el corazón al Cristo y al Espíritu que ofrecéis a los demás. El que os mandó que amarais a vuestros prójimos como a vosotros mismos, implicó en ese precepto el de que os amaseis a vosotros mismos, y no odiaseis ni destruyeseis tanto a vuestras personas como a ellos.»
Hermanos míos, que estas importantes máximas causen en vosotros el efecto debido. No puede haber necesidad, seguramente, de agregar nada más; pero permitidme os ruegue que os examinéis vosotros mismos, para que así hagáis buen uso de lo que sobre este particular os llevo dicho.
Una vez fijado el primer punto de la verdadera religión, sigue en importancia para el ministro el de que su piedad sea vigorosa.
No debe conformarse con caminar al mismo paso que las filas del común de los cristianos; es preciso que sea un creyente maduro y avanzado, porque los ministros de Cristo han sido llamados con toda propiedad «lo más escogido de su escogimiento, lo selecto de su elección, la iglesia entresacada de la iglesia.» Si fuera llamado a ocupar una posición ordinaria y a desempeñar un trabajo común, quizá con una gracia común podría satisfacerse, no obstante que ni aun así pasaría de indolente su satisfacción; pero con el hecho de haber sido electo para trabajos extraordinarios, y llamado a un lugar rodeado de peligros nada comunes, debe sentirse ansioso de poseer aquella fuerza superior, única, adecuada a su posición. El pulso de su piedad vital debe latir de un modo fuerte y regular; el ojo de su fe debe ser perspicaz; el pie de su resolución debe ser firme; la mano de su actividad debe ser pronta: todo su hombre interior, en fin, debe hallarse en el más alto grado de salud. Se dice que los egipcios escogían sus sacerdotes de entre los más instruidos de sus filósofos, y luego estimaban tanto a sus sacerdotes, que de entre éstos escogían sus reyes. Nosotros necesitamos que se tenga por ministro de Dios a la flor y nata de las huestes cristianas, a hombres tales que si la nación necesitara reyes, no pudiera hacer cosa mejor que elevarlos al trono. Nuestros hombres de espíritu más débil, más tímidos, más carnales y peor contrabalanceados, no son candidatos a propósito para el púlpito. Hay algunos trabajos que nunca podríamos encomendar a los inválidos o deformes. Un hombre puede no tener las cualidades necesarias para trepar por altos edificios; su cerebro quizá sea demasiado débil, y su trabajo en un lugar elevado lo expondría a grandes peligros: si eso es así, dejadlo permanecer en el suelo y que busque una ocupación útil en donde su cerebro fuerte es menos esencial. Hay hermanos que tienen defectos análogos en lo espiritual, y no pueden ser llamados al desempeño de un servicio conspicuo y elevado por ser sus cabezas demasiado débiles. Si por casualidad obtuviesen buen éxito, se henchirían de vanidad, defecto demasiado común entre los ministros, y que es de todos el que menos cuadra con su carácter, y el que con más seguridad los hará caer. Si nosotros como nación fuésemos llamados a la defensa de nuestros hogares, no haríamos sin duda salir al encuentro del enemigo, a nuestros muchachos y muchachas, armados de espadas y fusiles; pues tampoco la Iglesia debe enviar a combatir por la fe a cualquier novicio charlatán, o entusiasta falto de experiencia. El temor de Dios debe enseñar al joven la sabiduría, sino quiere tener cerrada la puerta del pastorado. La gracia de Dios debe madurar su espíritu, pues de lo contrario haría mejor en esperar hasta que el poder le fuese dado de lo alto. El carácter moral más elevado, debe conservarse diligentemente. Hay muchos que no son a propósito para desempeñar un cargo en la Iglesia, y que sin embargo, son bastante buenos como simples miembros de ella. Tengo formada una opinión severa con respecto a los cristianos que han incurrido en pecados graves: me complazco en creer que pueden convertirse sinceramente, y con esta esperanza y las precauciones debidas, ser recibidos de nuevo en la Iglesia; pero tengo duda, grande duda, acerca de si un hombre caído en pecados groseros pueda ser fácilmente restituido al púlpito. John Angell James observa, y con razón, que «cuando un predicador de la justicia ha andado por el camino de los pecadores, no debe nunca abrir de nuevo sus labios para hablar a una congregación antes de que su arrepentimiento haya sido tan notorio como su falta.» «Que aquellos que han sido esquilados por los hijos de Ammón, se estén en Jericó hasta que sus barbas crezcan;» esto que con frecuencia se ha dicho en son de mofa a los mozuelos barbilampiños a quienes evidentemente es inaplicable, es una metáfora bastante propia y que conviene a los hombres deshonrados y sin carácter, sea cual fuere su edad. ¡Ay! una vez cortada la barba de la reputación, es sumamente difícil que llegue de nuevo a crecer. Una inmoralidad descarada, en la mayoría de los casos, por profundo que sea el arrepentimiento, es un signo fatal de que el carácter de quien así procedió, nunca fue dotado de gracias ministeriales. La esposa del César no debe exponerse a que de ella se sospeche; que no haya desfavorables rumores en cuanto a la conducta inconsecuente de un ministro, pues de lo contrario deben abrigarse pocas esperanzas de que sea de utilidad. A los caídos tiene que recibírseles en la iglesia como penitentes, y en el ministerio pueden serlo si Dios los coloca ahí; no consiste en esto mi duda, sino en si Dios les dio alguna vez lugar en él. En mi concepto, pues, no debemos apresurarnos a ayudar a que suban al púlpito de nuevo, a los que habiéndolo ocupado una vez, han mostrado que carecen de la gracia necesaria para salir airosos en las pruebas a que sujeta la vida ministerial.
Para cierta clase de trabajos, no escogemos sino a los fuertes; y cuando Dios nos llama a las labores ministeriales, debemos esforzarnos en adquirir gracia que nos fortalezca y haga aptos para el desempeño de nuestra misión, y no ser meros novicios llevados por las tentaciones de Satanás al punto de perjudicar a la Iglesia y de labrar nuestra propia ruina. Tenemos que estar equipados con las armas todas de Dios, dispuestos a efectuar proezas de valor no esperadas de parte de los demás: para nosotros, la negación y el olvido de nuestras propias personas, la perseverancia y la paciencia, deben ser virtudes cotidianas, y ¿quién es por si mismo capaz de todas estas cosas? Nos es indispensable vivir muy cerca de Dios si queremos aprobarnos en nuestra vocación.
No olvidéis, como ministros, que vuestra vida toda, y muy especialmente vuestra vida toda pastoral, debe estar afectada por el vigor de vuestra piedad. Si vuestro celo languidece, no oraréis bien en el púlpito; lo haréis peor en familia, y detestablemente a solas en vuestro estudio. Al enflaquecer vuestra alma, vuestros oyentes sin saber cómo o por qué, hallarán que vuestras oraciones en público les son poco edificantes, y conocerán vuestra tibieza quizás antes que vos mismo la notéis. Vuestros discursos pondrán después en relieve vuestro decaimiento espiritual. Bien podréis valeros de frases tan escogidas y períodos tan correctos como en un tiempo lo hacíais; a pesar de todo, se os echará de ver una pérdida notable de fuerza espiritual. Haréis Impulsos como en otras veces, tan vigorosos cual los del mismo Sansón, pero hallaréis que vuestra grande fuerza se ha acabado. En vuestra comunicación diaria con vuestro pueblo, no tardará éste en percibir el menoscabo de vuestra gracia que en todo se hará patente. Ojos perspicaces verán los cabellos canos aquí y allá, mucho antes que vos lo hagáis. Que un hombre se vea hecho víctima de una enfermedad del corazón, y cuantos males hay que irán envueltos en ella: del estómago, de los pulmones, de las entrañas, de los músculos, de los nervios, de todo en fin, padecerá; de la misma manera, que se le debilite a un hombre el corazón en cosas espirituales, y muy en breve su vida entera caerá bajo la marchitadora influencia de ese mal. Además, como resultado de vuestros oyentes tendrá más o menos que sufrir: los más vigorosos de entre ellos podrán quizá sobreponerse a esa tendencia depresiva, pero los más débiles se verán seriamente perjudicados. Sucede con nosotros y nuestros oyentes, lo que con los relojes de bolsillo y el reloj público: si el de nuestro propio uso anduviese mal, con excepción de su respectivo dueño, pocos se engañarían por su causa; pero si el de un edificio público tenido como cronómetro llegare a desarreglarse, una buena parte de su vecindario desatinaría en la medida del tiempo. No es otra cosa lo que pasa con el ministro: él es el reloj de su congregación; muchos regulan su tiempo por las indicaciones que él hace, y si fuere inexacto, cual más, cual menos, todos se extraviarían, siendo él en gran manera responsable de los pecados a que haya dado ocasión. No podemos soportar el pensar en esto, hermanos míos. No tendremos al hacerlo, ni un solo momento de consuelo; más sin embargo, no debemos omitirlo a fin de estar en guardia contra semejante mal.
Debéis tener presente también, que nos es menester una piedad muy vigorosa, porque el peligro que corremos es mucho mayor que el de los demás. Sobre todo, no hay ningún lugar tan asaltado por la tentación, como el ministerio. A pesar de la idea popular de que está en nuestro carácter retirarnos prudentemente de una tentación, no es menos cierto que nuestros peligros son más frecuentes y envidiosos que los del común de los cristianos. El lugar que ocupamos puede ser ventajoso por su altura, pero esa misma altura es peligrosa, y para muchos no ha sido el ministerio sino una roca de tropiezo. Si nos preguntaseis cuáles son esas tentaciones, podría faltarnos tiempo para particularizároslas; pero os diremos que entre otras se hallan las más groseras y las más refinadas: a las primeras pertenecen la indulgencia con que nos juzgamos al aceptar y hacer los honores a una buena mesa, a lo cual nos vemos muy a menudo invitados entre un pueblo hospitalario; y las tentaciones de la carne, que sin cesar acometen a los jóvenes solteros enaltecidos y admirados por el bello sexo. Más creo haber dicho bastante: vuestras propias observaciones os revelarán bien pronto miles de celadas, a menos que vuestros ojos se hayan cerrado a la luz. Hay lazos más secretos que éstos de los cuales menos fácilmente podemos escapar, y de ellos el peor es la tentación al ministerialismo, es decir, la tendencia a leer nuestras Biblias como ministros, a orar como ministros, a dar, en suma, en hacer todo lo concerniente a nuestra religión como sí eso no in*****biera a nuestras personas sino de un modo puramente relativo. Perder la personalidad en el arrepentimiento y en la fe, es por cierto, perder mucho. «Nadie,» dice John Owen, «predica su sermón bien a otros, si no se lo predica primero a su propio corazón.» Hermanos, es sumamente difícil observar esta máxima. El cargo que desempeñamos en vez de avivar nuestra piedad, como algunos aseguran, se convierte, debido a la maldad inherente a nuestra naturaleza carnal, en uno de sus más serios estorbos; al menos, así lo juzgo por experiencia.
Cómo debate uno y lucha contra el oficialismo, y sin embargo, cuán fácilmente nos acosa! Es como una larga vestidura que se enreda en los pies de uno que va a correr, y le impide hacerlo. Precaveos, queridos hermanos, de ésta y de todas las otras seducciones de vuestra vocación; y si lo habéis hecho así hasta ahora, continuad en vigilancia hasta la última hora de la vida.
Hemos hecho notar uno de los peligros; pero a la verdad, hay de ellos una legión. El gran enemigo de las almas toma el mayor empeño en no dejar ni una piedra sin voltear para la ruina del predicador. «Tened cuidado de vosotros mismos,» dice Baxter, «porque el tentador hará su primera y más furiosa embestida contra vosotros. Si sois los gulas que le salís al frente, no dejará de acometeros sino en los casos que Dios no se lo permita. Os pone las mayores asechanzas, porque tenéis por misión causarle el daño mayor. Como él odia a Cristo más que a ninguno de nosotros, por ser Jesús el general del campo y el «Capitán de nuestra salvación,» y quien hace más que el mundo entero contra el reino de las tinieblas, es esta la razón que tiene para fijarse en los caudillos que militan bajo las banderas del Salvador, más que en el común de los soldados que igualmente lo hacen según su proporción. Sabe cuanta confusión puede introducir en el ejército, si los jefes caen ante su vista. Ha procurado siempre la manera de combatir contra éstos, y no precisamente contra los muy grandes o muy pequeños, comparativamente; y la de herir a los pastores para poder dispersar el rebaño. Y es tan grande el éxito que ha alcanzado de este modo, que seguirá su táctica hasta donde pueda. Tened cuidado, por tanto, hermanos míos, porque el enemigo os mira con especial atención. Seréis objeto de sus más sutiles insinuaciones, incesantes solicitaciones y violentos asaltos. Por sabios y eruditos que seáis tened cuidado de vosotros mismos, no sea que supere el ingenio que pensáis tener. El diablo es más instruido que vosotros, y más diestro disputador; puede trasformarse en un ángel de luz para engañaros. Se introducirá en vosotros y os echará la zancadilla antes que os pongáis en guardia; hará de juglar con vosotros sin descubrirse; os persuadirá de vuestra fe o inocencia, y no sabréis que las habéis perdido. Más aún, os hará creer que las poseéis en mayor grado, cuando ya no las tengáis. No veréis ni el gancho ni el sedal, mucho menos el mismo sutil pescador, cuando él os ofrezca en cebo incitador. Y sus añagazas serán tan adecuadas a vuestro temperamento y disposición, que llevará por seguro hallar auxiliares suyos en vosotros mismos, y hacer que vuestros propios principios e inclinaciones os traicionen; de esa manera, siempre que os arruine, os hará el instrumento de vuestra propia ruina. ¡Oh! qué conquista pensará haber hecho, si puede volver a un ministro perezoso e infiel; si puede inducirlo a la codicia y al escándalo! Se gloriará contra la iglesia y dirá: «Estos son vuestros santos predicadores: ved cuál es su gravedad afectada, y adónde ésta los llevará.» Se gloriará también contra el mismo Jesucristo y dirá: «¡Estos son tus campeones! Puedo hacer que los principales de entre tus siervos se mofen de ti; puedo hacer infieles a los mayordomos de tu casa.» Si él así insultó a Dios partiendo de un juicio falso, diciéndole que podría hacer que Job le blasfemara en su rostro, (Job 2:5,) ¿qué no haría si él de hecho prevaleciese contra nosotros? Y por último, le serviríais de irrisión por haber podido arrastraros a ser falsos respecto del gran depósito que se os había confiado, a manchar vuestra santa profesión, y a prestar un positivo servicio a vuestro mayor enemigo. ¡Oh! no complazcáis de ese modo a Satanás; no le prestéis un auxilio tan eficaz; no permitáis que os trate como los filisteos trataron a Sansón, es decir, que primero os prive de vuestra fuerza para haceros después objeto de su triunfo e irrisión.»
Una vez más. Debemos cultivar el mayor grado de piedad, porque la naturaleza de nuestro trabajo así lo requiere imperativamente. La obra del ministerio cristiano es bien ejecutada en exacta proporción con el vigor de nuestra naturaleza renovada. Nuestro trabajo está bien hecho solamente cuando así lo está con nosotros mismos. Cual es el obrero, tal será su obra. Hacer frente a los enemigos de la verdad; defender los baluartes de la fe; gobernar bien en la casa de Dios; consolar a los que sufren; edificar a los santos; guiar a los irresolutos; sobrellevar a los díscolos; ganar y nutrir las almas: todos estos trabajos y otros mil más, no son para ser ejecutados por una persona débil de espíritu o dispuesta a hacer alto en su camino, sino están reservados para las dotadas de un gran corazón a quienes el Señor ha hecho fuertes para él mismo. Buscad, pues, fuerza en el Fuerte por excelencia; sabiduría, en la fuente del Saber; en suma, buscadlo todo en quien es Dios de cuanto hay.
En tercer lugar, es menester que el ministro tenga cuidado de que su carácter personal concuerde en todos respectos con su ministerio.
Todos nosotros hemos oído referir la historia del hombre que predicaba tan bien, y vivía tan mal, que cuando estaba en el púlpito no había quien no dijera que nunca debía salir de él, y cuando lo dejaba, todos a una declaraban que no debía volverlo a ocupar jamás. ¡Que Dios nos libre de imitar a semejante Jano! No seamos nunca ministros del Señor en el altar, e hijos de Belial fuera de la puerta del tabernáculo; por el contrario, seamos como Nazianceno dice de Basilio: «Rayo en nuestra doctrina, y relámpago en nuestra conversación.» No podemos confiar en los que tienen dos caras, ni los hombres creerán nunca en aquellos cuyos testimonios verbales y prácticos son contradictorios entre sí. Así como los hechos según el proverbio, hablan más alto que las palabras, así también una vida mala sofocará, a no dudarlo, la voz del ministro más elocuente. Sobre todo, nuestros edificios más seguros deben ser fabricados por nuestras propias manos; nuestros caracteres deben ser más persuasivos que nuestros discursos. Aquí desearla yo amonestaros no sólo contra los pecados de comisión, sino también contra los de omisión. Demasiados predicadores se olvidan de servir a Dios cuando están fuera del púlpito, siendo así su vida negativamente inconsecuente. Lejos de nosotros, queridos hermanos, el pensamiento de ser ministros automáticos, es decir, de esos que se mueven no por tener en si mismos la virtud de hacerlo, sino porque los ponen en movimiento fuerzas transitorias; de esas que solamente son ministros a intervalos, bajo la compulsión del toque de la hora que los llama a sus trabajos, y que dejan de serlo tan luego como bajan los escalones del púlpito. Los verdaderos ministros nunca pierden su carácter. Muchos predicadores se parecen a esos juguetitos movidos por arena que compramos para nuestros niños y en los cuales volvéis para arriba la parte inferior del depósito, y el pequeño acróbata da vueltas y más vueltas, hasta que toda la arena ha bajado, quedando entonces colgado sin movimiento alguno. Hacemos esta comparación, porque hay muchos que perseveran en las ministraciones de la verdad tanto tiempo cuanto es el que hay una necesidad oficial de su trabajo, pero después, no hay paga, no hay paternoster; no hay salario, no hay sermón.
Es una cosa horrible ser ministro inconsecuente. Se dice que nuestro Señor fue como Moisés, por la razón de haber sido un «profeta poderoso en palabras y en obras.» El hombre de Dios debe imitar a su Señor en esto: es preciso que sea poderoso tanto en la predicación de su doctrina, como en el ejemplo que dé con sus obras, teniendo si es posible, en esto último, mucho mayor cuidado todavía. Es de llamar la atención que la única historia eclesiástica que tengamos, sea lo de «Los Hechos de los Apóstoles.» El Espíritu Santo no tuvo por conveniente conservarnos los sermones de éstos. Deben haber sido magníficos, mucho mejores que los que nosotros podamos nunca predicar, y con todo, el Espíritu Santo ha tomado solamente nota de sus «hechos.» No tenemos libros en que consten las resoluciones de los apóstoles. Cuando nosotros verificamos un registro de nuestras minutas y resoluciones, pero el Espíritu Santo sólo consigna los «hechos.» Nuestros hechos deben ser tales que merezcan ser registrados, ya que de todas maneras lo han de ser. Debemos vivir, por tanto, como *****ple hacerlo al que se halla bajo la inmediata mirada de Dios, y envuelto en la brillante luz del gran día que todo lo revela.
La santidad en un ministro es su necesidad principal a la vez que su más piadoso ornamento. Una mera excelencia moral no es suficiente; debe haber la virtud más elevada; es preciso que haya un carácter consecuente, pero éste necesita estar ungido con el óleo sagrado de la consagración, pues de lo contrario careceremos de lo que nos hace más fragrantes para Dios y para el hombre. El anciano John Stoughton, en un tratado titulado «Dignidad y Deber del Predicador,» insiste sobre la santidad del ministro, en razones llenas de peso. «Si Uzza debió morir por tocar el arca de Dios, y eso que lo hizo por sostenerla cuando estuvo próxima a caer; si los hombres de Bethsemes perecieron por mirar adentro de ella; si las bestias que no hicieron otra cosa que acercarse al Monte Santo, fueron amenazadas, entonces ¿qué clase de personas deben ser admitidas a conversar familiarmente con Dios; a estar ante él como los ángeles lo hacen, y contemplar su faz continuamente; a cargar el arca sobre sus hombros; a llevar su nombre entre los Gentiles; en una palabra, a ser sus embajadores? La santidad es propia de tu casa, Oh Señor: ¿y no seria una cosa ridícula pensar o imaginar que los vasos deben ser santos, las vestiduras deben ser santas, todo en fin, debe ser santo, con la sola excepción de aquel sobre cuyas mismas vestiduras debe estar escrito santidad al Señor? ¿Qué, las campanillas de los caballos debían tener una inscripción, en Zacarías, y las campanas de los santos, las campanas de Aarón, no deben estar santificadas? No; los ministros deben ser luces ardientes y brillantes, pues de lo contrario su influencia despedirá alguna maligna cualidad; deben rumiar el alimento y tener dividido el casco, o son inmundos; deben distribuir la palabra rectamente, y andar también rectamente en su vida, y unificar así su vida y su enseñanza. Si carecen de santidad los embajadores, deshonran al país de donde vienen, y al príncipe de parte de quien vienen; y este Amasa muerto, esta doctrina muerta, no animada con una buena vida, yaciendo en el camino, detiene al pueblo del Señor, impidiéndole que prosiga alegremente en su lucha espiritual.»
La vida del predicador debe ser un imán que atraiga los hombres a Cristo, y es cosa triste a la verdad, que los mantenga separados de él. La santidad de los ministros es un llamamiento expresivo al arrepentimiento que se hace a los pecadores, y cuando va acompañada de una jovialidad piadosa, se hace atractiva de un modo irresistible. Jeremy Taylor en el rico lenguaje que le es propio, nos dice: «Las palomas de Herodes nunca habrían inducido a tantas compañeras suyas forasteras a entrar a su palomar, si no hubiesen sido untadas con opobálsamo. Por eso dice Didymus: ‘perfumad vuestros pichones, y ellos atraerán parvadas enteras’; de igual modo, si vuestra vida fuese excelente, si vuestras virtudes fuesen como un precioso ungüento, pronto haríais que los que están a vuestro cargo corriesen in odorem un guentorum, ‘tras vuestro grato perfume;’ pero debéis ser excelente no ‘tanquam unus de populo,’ sino ‘tanquam homo Dei; debéis ser un hombre de Dios, no según la manera común de los hombres, sino ‘según el propio corazón de Dios;’ y los hombres se esforzarán en ser como vosotros, si vosotros os esforzáis en ser como Dios. Pero sí os estáis en la puerta de la virtud en otro objeto que el de mantener el pecado fuera de ella, no atraeréis al rebaño de Cristo a nadie sino a aquellos a quienes el temor arrastre a él. ‘Ad majorem Dei gloriam,’ ‘hacer lo que más glorifique a Dios,’ es la línea de conducta que os debéis trazar: porque no hacer otra cosa fuera de aquello que todos los hombres necesitan hacer, es proceder con servilismo más bien que con el afecto de hijos; y mal podréis ser padres del pueblo si no os comportáis siquiera como los hijos de Dios: porque una linterna sorda aunque haya una débil brillantez en uno de sus lados, apenas alumbrará a uno; y mucho menos conducirá a una multitud o atraerá a muchos de los que la sigan, por el brillo dc su alma.
Otro teólogo episcopal igualmente admirable, el obispo Reynolds, ha dicho enérgicamente y con razón: «La estrella que condujo a los sabios a Cristo, la columna de fuego que condujo a los hijos de Israel a Canaán, no solamente brillaba, sino iba delante de ellos. Mat. 2:9; Exo. 13:21. La voz de Jacob no se tendrá mucho en cuenta si las manos son las de Esaú. En la ley, ninguna persona que estuviese manchada podía ofrecer oblaciones al Señor, (Lev. 21 :17-20); Enseñándonos el Señor así qué gracias debería haber en sus ministros. El sacerdote tenía que llevar en su túnica, campanillas y granadas: las unas como figura de una sana doctrina, y las otras de una vida fructífera, (Exo. 28:33, 34). El Señor será santificado en todos aquellos que se le acerquen, (Isa. 52:11) porque los pecados de los sacerdotes hacen al pueblo menospreciar los sacrificios del Señor, (1 Sam. 2:17); sus vidas malvadas hacen que sus doctrinas se avergüencen; Passionem Christi annunciant profitendo, male agendo exhonorant como dice San Agustín: con su doctrina edifican bien, y con su vida destruyen. Concluyo este punto, con aquel saludable pasaje de Hierom ad Nepotianum: «No dejes,» dijo él, «que tus obras avergüencen tu doctrina, no sea que los que te oyen en la iglesia contesten tácitamente: ‘¿por qué no haces tú aquello que enseñas a los demás?’ No deja de ser demasiado estrambótico el maestro que con la barriga llena trata de persuadir a otros a que ayunen. Un ladrón puede acusar codicia. Sacerdotis Christi os, mens, manus que concordent; en un ministro de Cristo deben estar en armonía su lengua, su corazón y su mano.»
Muy propio y expresivo es también el lenguaje de Tomás Playfere en su «Di bien, haz bien.» «Había un actor ridículo,» dice, «en la ciudad de Esmirna, que al pronunciar ¡O coelum! ¡Oh cielo! señalaba con el dedo hacia el suelo; al ver esto Polemo, que era el personaje principal de aquel lugar, no pudo permanecer indiferente más tiempo, y se salió apresuradamente de la compañía diciendo: ‘este bárbaro ha cometido un solecismo con la mano, pues ha hablado un latín espurio con el dedo.’ Semejantes a éste son los que enseñan bien y hacen mal, que aunque tengan el cielo en la punta de la lengua, tienen con todo la tierra en la punta del dedo; los que no sólo hablan un latín espurio con la lengua, sino una teología espuria con las manos; los que no viven, en fin, según su predicación. Pero el que tiene su asiento en el cielo se reirá de ellos desdeñándolos, y los echará a silbidos del teatro si no enmiendan su modo dc actuar.
Aun en las cosas pequeñas debe cuidar el ministro de que su vida sea consecuente con su ministerio. Es preciso que cuide con especialidad, de no dejar de corresponder a lo que de su palabra haya lugar a esperar. Esto debe llevarse hasta la escrupulosidad: la verdad no solamente debe estar en nosotros, sino sacar su brillo de nosotros. Un célebre doctor de teología en Londres, que ahora debe estar en el cielo, no lo dudo, hombre excelente y piadoso, anunció un domingo que se proponía visitar a todos los miembros de su congregación, y dijo que para poder en sus excursiones hacerles a ellos y a sus familias una visita en el año, iba a seguir el orden de sus respectivos domicilios. Una persona muy conocida mía que era entonces pobre, se sintió complacido por la idea de que el ministro iría a su casa a verlo, y como una o dos semanas antes del día en que según sus cálculos le llegaría su turno, su esposa tomó todo empeño en limpiar el hogar y asear la casa, y el hombre volvía corriendo de su trabajo esperando cada noche encontrase con el doctor. La cosa siguió así por mucho tiempo. Y ya fuera porque el doctor olvidara su promesa, porque le fastidiara *****plirla, o por cualquiera otra razón, el caso es que nunca llegó a ir a la casa de este pobre, dando eso por resultado que el hombre perdiere la confianza en todos los predicadores y dijese: «ellos cuidan de los ricos, pero no de nosotros los que somos pobres.» Nunca volvió a concurrir a ningún lugar de culto por muchos años, hasta que al fin fue a dar a Exeter Hall, y fue oyente mío durante todo el resto de su vida. No fue pequeña tarea la de convencerle de que cualquier ministro podía ser hombre honrado, y amar imparcialmente tanto a los ricos como a los pobres. Evitemos el incurrir en tal falta, siendo exactos en cuanto al *****plimiento de nuestra palabra.
Debemos recordar que se fija mucho en nosotros la atención. Los hombres apenas se atreven a quebrantar la ley ante la vista abierta de sus semejantes, pues bien, en una publicidad así nosotros vivimos y nos movemos. Somos vigilados por miles de ojos perspicaces como de águila; comportémonos de manera que nos tenga sin cuidado el que los cielos todos, la tierra y el infierno llenen la lista de nuestros espectadores. La posición pública que ocupamos será para nosotros una gran ganancia si podemos mostrar los frutos del Espíritu Santo en nuestra vida: cuidad mucho, hermanos míos, de no desperdiciar esa ventaja.
Cuando os decimos, queridos hermanos, que cuidéis de vuestra vida, os damos a entender que lo hagáis aun de las cosas al parecer más insignificantes de vuestro carácter. Evitad el contraer deudas ni aun pequeñas, toda falta de formalidad, el inmiscuiros en chismografías, el entablar disputas, el poner apodos, todos aquellos defectos, en fin que son otras tantas moscas que llenan y echan a perder el aceite. La indulgencia con que uno se juzga a sí mismo, y que ha ocasionado el menoscabo de la reputación de muchos, es una cosa que no debéis nunca permitiros. Ciertas familiaridades que dan lugar a que se sospeche del que las gasta, deben evitarse, procediendo en todo con el mayor decoro y castidad. La aspereza de carácter que hace a algunos temibles y repelentes, y las chocarrerías que hacen a otros despreciables, son defectos de que debemos huir a todo trance. Estamos expuestos a correr grandes riesgos si nos disimulamos ciertas cosas tenidas como pequeñas. Debemos ser nimiamente escrupulosos en obrar, en todo normándonos a la regla de «no inferir la menor ofensa en nada, a fin de que el ministerio no sea nunca censurado.»
Entiéndase, sin embargo, que no queremos decir por esto que estemos obligados a sujetarnos a cualquiera moda o capricho de la sociedad en que vivimos. Por regla general, me disgustan las modas de sociedad y detesto el convencionalismo, y si me pareciera mejor pasar por sobre una ley impuesta por una vana etiqueta, no tendría escrúpulo en hacerlo. No, somos hombres libres y no esclavos, y no tenemos necesidad de postergar nuestra libertad varonil para convertirnos en lacayos de los que afectan donosura o blasonan de elegancia. A lo que me contraigo, hermanos, es a que debemos huir como de una víbora, de todo lo que muestre falta de buena crianza o grosería, por ser esto cosa que se acerca mucho al pecado. Las reglas de Chesterfield nos parecen ridículas, pero no así el ejemplo de Cristo; y el Salvador nunca fue grosero, bajo, descortés o mal educado.
Aun en vuestras recreaciones, no echéis en olvido que sois ministros. Aun cuando estéis fuera de la acción sois, sin embargo, oficiales en el ejército de Cristo, y debéis conduciros como tales. Y si respecto de las cosas pequeñas es preciso que seáis tan cuidadosos, ¡cuánto no tendréis que serlo tratándose de los grandes asuntos de moralidad, honestidad e integridad! En esto el ministro no debe nunca faltar. Su vida privada tiene que estar siempre en armonía con la santidad de su ministerio, o éste llegará pronto para él a su ocaso y mientras más en breve se retire de él será mejor, porque la continuación en su cargo no hará más que deshonrar la causa de Dios y labrar su propia ruina.
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