Después, hacia el fin del capítulo, alude el evangelista a un tipo, recordándonos a Abel (primer hombre que sacrificó el cordero), cuando nos presenta a Juan el Bautista que, viendo venir a Jesús, dijo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.» Y, aun antes de terminar este primer capítulo, nos hace recordar el evangelista la escala de Jacob (Gn. 28:12), refiriendo la declaración del Señor a Natanael: «De aquí adelante, veréis el cielo abierto, y los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre.»
Los versículos catorce y quince del capítulo tercero nos trasladan a los tiempos cuando el pueblo de Israel estaba en el desierto, y leemos las siguientes palabras, que han sido motivo de regocijo para muchas almas: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.»
Hablaremos esta mañana del acto de Moisés a que se refiere el texto, para que podamos contemplar todos a la serpiente de metal y experimentar la verdad de esta promesa: «Cualquiera que me fuere mordido y mirare a la serpiente vivirá» (Nm. 21:8).
Aquellos de entre vosotros que han mirado ya al Salvador, podrán recibir una nueva bendición, volviéndoos una vez más hacia El; y aquellos que nunca elevaron sus ojos en esta dirección, podrán, contemplando al Salvador en la cruz, ser salvos hoy mismo, siendo guardados de los efectos del ardiente veneno de las serpientes, o sea, de las consecuencias del pecado, poción mortal que opera sordamente en la persona inconvertida, para producir la muerte de su alma.
¡Que el Espíritu Santo favorezca este resultado dando eficacia a la Palabra divina!
I
Consideremos en primer lugar, a LA PERSONA EN PELIGRO DE MUERTE para la cual fue levantada la serpiente de metal. Nuestro texto dice que, «cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba éste a la serpiente de metal y vivía».
Notemos que estas serpientes ardientes presentáronse entre los israelitas, precisamente porque éstos habían despreciado el camino por donde Dios les guiaba y desdeñado el pan con que eran alimentados. «Abatióse el ánimo del pueblo por el camino», dice el versículo 4, y a pesar de ser este camino el que Dios, en Su sabiduría, había escogido, murmuraba el pueblo descontento. Cierto que el camino era desierto y circundado de nubes; no obstante, como era el camino que Dios había designado, los israelitas no tenían razón alguna para menospreciarlo como lo hicieron. Precedidos por la columna de fuego o por la nube del Eterno, y guiados como ovejas por los siervos de Dios, Moisés y Aarón (Sal. 77:20), debían haber continuado su camino gozosos. Por otra parte, las experiencias del viaje efectuado anteriormente les proporcionaban tales pruebas de la providencia de Dios, que debieran haber estado seguros de que el camino que en esta ocasión seguían era asimismo para su bien.
Pero no fue así, pues atentando contra Dios en el camino por Él designado, desearon seguir la senda que ellos mismos eligieron. Esta es una de las grandes equivocaciones que locamente cometen siempre los hombres: en lugar de esperar en Dios y seguir Sus sendas, prefieren hacer su voluntad propia, siguiendo el camino que más les halaga.
Los hijos de Israel murmuraron también contra Dios a causa del alimento que les daba. Era éste el más excelente de los manjares, porque «los hombres comían el pan de los ángeles» (Sal. 78:24); pero ellos dieron al maná un nombre despreciativo que encontramos hasta en nuestras traducciones y que, en el hebreo, entraña algo de irrisorio. «Nuestra alma, decían, tiene fastidio de este pan tan liviano»
(Nm. 21:5); queriendo dar a entender con estas palabras que aquel pan insustancial y fácil de digerir, no les saciaba más que de momento, sin comunicar a la sangre el calor que un alimento más fuerte les habría producido. Estaban descontentos del pan que tenían en sus mesas, aun cuando este pan era superior al que ningún mortal comiera antes ni después de la época en que se rebelaron contra Dios.
He aquí otro error del hombre: su corazón insensato rehúsa nutrirse de la Palabra de Dios y aceptar la verdad que de El viene. El hombre suspira por los manjares groseros de la razón humana, por las indigestas sustancias de supersticiosas tradiciones y por los insípidos cohombros de ideas especulativas. No puede tolerar la Palabra de Dios ni aceptar una verdad, tan sencilla, que pueda comprender aun un niño. ¡Muchos piden algo que sea más profundo que la divinidad, más elevado que lo infinito y más generoso que la gracia gratuita de Dios! Murmuran de Dios, no aceptan las sendas que Él traza, ni el pan que les da; de modo que las serpientes ardientes, es a saber, los apetitos desordenados del orgullo y del pecado, se introducen en medio de ellos.
Tal vez estoy dirigiéndome en este momento a almas que hasta hoy también se han sublevado contra los preceptos y doctrinas del Señor y, en tal caso, quisiera prevenirles cariñosamente, diciéndoles que su desobediencia y su espíritu presuntuoso sólo puede conducirles al pecado y a la ruina. Los que se revelan contra Dios corren el peligro de ir empeorando día tras día, porque los pensamientos de moda en el mundo conducen generalmente a los vicios y a los crímenes propios del mundo.
Si buscamos «los frutos del Egipto», pronto sentiremos la mordedura de las serpientes egipcias. Si nos revelamos contra Dios, como serpientes, natural es que, como consecuencia de nuestra conducta, encontremos serpientes emboscadas en nuestro camino. Si abandonamos al Señor y descuidamos la vida espiritual, rechazando Sus doctrinas, se esconderá la tentación bajo nuestros pasos y acechará nuestros pies el aguijón del pecado.
Notad el hecho de que aquellos, en cuyo favor fue levantada la serpiente de metal, habían sido mordidos por las serpientes. Cierto que el Señor envió las serpientes ardientes a los israelitas; pero la serpiente de metal no fue levantada a causa solamente de la presencia entre ellos de estos reptiles venenosos: el remedio se juzgó necesario con motivo de los muchos que habían sido mortalmente atacados. El texto dice: «Y será, que cualquiera que fuere mordido y mirase a ella vivirá.» Solamente los que habían sido mordidos, fueron aliviados contemplando el maravilloso remedio que, colgado en el palo, se había levantado en medio del campamento.
Se cree generalmente que la salvación es para las personas honradas, para los que luchan contra la tentación y se portan bien religiosamente; pero la Palabra de Dios declara todo lo contrario. Según esta Palabra, el remedio preparado por Dios, es para los enfermos, y la curación es ofrecida por El a los malos. La gracia divina que proporciona la redención por nuestro Señor Jesucristo es para los que realmente son culpables. Nosotros no predicamos una salvación sentimental en vista de una culpabilidad imaginaria; sino un perdón real y verdadero para verdaderas ofensas. Yo nunca me preocupo de los falsos pecadores: los que, en vuestro concepto, no habéis hecho mal a nadie; los que sois tan buenos a vuestros propios ojos que os imagináis llenos de bondad, con vosotros nada tengo que hacer y os dejo a un lado, porque soy enviado para anunciar el amor de Cristo a los cargados de pecado, a los que se sienten merecedores de la condenación eterna. La serpiente de metal era, pues, un remedio para los que fueron mordidos.
La mordedura de la serpiente es una cosa terrible. Oíd lo que sucedió con un guarda de reptiles en el Jardín Zoológico de Londres. Fue en octubre de 1852. Este infortunado guarda tenía un amigo que iba a partir para Australia, y quisieron celebrar la despedida juntándose para beber, según es costumbre de muchos; bebió gran cantidad de ginebra, llegando a perder por la embriaguez su razón y buen sentido, y en tal deplorable estado volvió a ocupar su puesto para guardar las serpientes. Algunos meses antes había asistido a una función dada por un encantador de serpientes; el recuerdo de esto se apoderó de su perturbado cerebro, y se le ocurrió la idea de imitar al encantador que había visto jugando con los reptiles. Primeramente sacó de su caja una serpiente venenosa, de las que se encuentran en el norte de África, la puso sobre su cuello y, arrollándola en diferentes sentidos, la obligó a enroscarse alrededor de su cuerpo. Afortunadamente, este juego no despertó suficientemente al reptil para excitarle a morder. Un compañero, viendo lo que ocurría, le gritó, advirtiéndole el peligro; pero en vano, pues el pobre contestó: -Estoy inspirado.
Devolvió por fin el reptil venenoso a su lugar; pero en seguida exclamó: -Vamos a ver ahora el áspid. La peligrosa serpiente estaba algo adormecida por el frío de la noche anterior y viendo esto, el temerario guarda la metió en su seno para reanimaría. Bajo la acción del calor, despertó el reptil y se deslizó hasta que su repugnante cabeza apareció por debajo del chaleco de Gurling, que así se llamaba el guarda. Este procuró tomarla algo más abajo, cogiéndola por la cola, para subirla y hacer que se enroscara en su cabeza. Cuando lo hubo logrado, la retuvo un instante cara a cara y, entonces, la serpiente, rápida como el relámpago, le mordió el entrecejo. La sangre, brotando de la herida, corrió por su rostro, pidió socorro; pero su compañero huyó aterrorizado hasta tal punto que, después, ante los tribunales, no pudo decir cuánto duró su ausencia, declarando haber obrado sin darse cuenta de lo que hacía.
Cuando llegó el socorro, Gurling, que había devuelto el terrible áspid a su lugar, estaba sentado en una silla. -Soy hombre muerto-, dijo a los que llegaron en su ayuda; se le subió en un carruaje y fue conducido al hospital. Allí empezó por perder el uso de la palabra; sólo podía gemir señalando con el dedo su pobre garganta. Después perdió la vista y más tarde el oído; su pulso se debilitó gradualmente, y una hora después de haber sido mordido era cadáver. Su herida consistía solamente en una pequeña señal en la nariz; pero el veneno, circulando por todo el cuerpo, le había causado la muerte.
Este hecho, os lo recuerdo para que os sirváis de él como de una parábola que os enseñe a no jugar jamás con el pecado y, también, para que comprendáis de una manera evidente cuán terrible es la mordedura de la serpiente venenosa.
Si Curling hubiera podido curarse mirando a un pedazo de metal ¡cuán feliz se habría considerado! Ningún remedio había para aquel hombre, cegado por la bebida; pero para los pecadores hay uno. Jesucristo ha sido levantado para todo ser mordido por las serpientes ardientes del pecado. Él no fue puesto en la cruz sólo para los que únicamente han jugado con el pecado, o para los que lo han abrigado en su seno, sintiendo cómo se deslizaba por su carne; sino para vosotros los que, habiendo sido realmente mordidos, estáis mortalmente heridos. Si hay alguno de vosotros mordido de tal suerte que la enfermedad del pecado le ha invadido, y siente penetrar en sus venas el veneno mortal, para él ha sido puesto hoy en evidencia el Señor Jesús. Bien es que tal persona se crea en un estado desesperado (pues así es en realidad, si no mira a Cristo); pero sepa que para su curación ha preparado Dios, en su gracia soberana, un remedio. Y no lo olvidéis, este remedio es Cristo en la cruz.
La mordedura de la serpiente era dolorosa. Nuestro texto dice que las serpientes eran «ardientes». Esta expresión podría referirse al color, que bien pudiera ser el de fuego; pero lo más probable es que eso se refería a los efectos abrasadores que calentaban la sangre, inflamándola de tal modo, que cada vena era como un torrente hirviendo, hinchado por la acción del dolor.
El veneno del áspid que llamamos pecado, ha sobreexcitado de tal modo el espíritu de ciertas personas, que siempre están agitadas y descontentas, llenas de temores y congojas, y con esto afirman su propia condenación. Están seguras de su perdición y rehúsan oír a 105 que les hablan de esperanza; no tienen la calma necesaria para escuchar el mensaje de gracia; el pecado les ha llenado de un terror tal, que se estiman perdidas sin remedio. A sus propios ojos son, como dijo David (Sal. 88:4, 5): entregados a los muertos, semejantes a los heridos de muerte, escondidos en la tumba, y de los cuales Dios no se acuerda.
Pero así como la serpiente de metal fue levantada precisamente para los que habían sido mordidos por las serpientes ardientes, Jesucristo es anunciado para aquellos que se sienten atacados por el veneno del pecado. El Salvador ha muerto para los que han perdido toda esperanza: aunque su cerebro esté completamente perturbado, trastornado su espíritu y, en una palabra, condenados, para los tales ha sido levantado el Hijo del Hombre. ¡Qué consolación tan grande para mí el poderos anunciar estas cosas!
Fijémonos, también, en que la mordedura de las serpientes era, como hemos dicho, mortal. Los israelitas no podían tener duda alguna sobre este punto, porque ante sus propios ojos había perecido gran número de personas. Ellos habían visto su*****bir a sus propios amigos, heridos por las serpientes, y ayudado a enterrarles; no ignoraban la causa de la calamidad, pues estaban seguros que era producida por el veneno de las serpientes que circulaba en sus venas. Ninguna razón tenían para imaginarse fuera posible que, siendo mordidos, pudieran vivir, sino todo lo contrario.
Nosotros también sabemos cuántas y cuántas almas han su*****bido a causa del pecado, y no demos dudar de las consecuencias del mal, porque la Palabra infalible nos dice que: «la paga del pecado es la muerte» (Ro. 6:23) y que: «el pecado, siendo *****plido, engendra muerte» (Stg. 1:15). También sabemos que esta muerte es la miseria sin término, porque la Escritura declara que los que se pierden son «arrojados a las tinieblas de afuera» (Mt. 8:12), donde su gusano nunca muere y el fuego nunca se apaga. Nuestro Señor, hablando de los que serán condenados, dice: «que irán a la perdición eterna, y allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mr. 9:46).
No debemos dudar de esta verdad; y la mayor parte de los que profesan dudaría, lo hacen sólo por temor de caer, ellos mismos, en el castigo de los réprobos; porque saben que, de otorgarlo, afirman su propia maldición eterna, y por eso se esfuerzan en cerrar los ojos ante esta inevitable realidad. ¡Ay! ¡Qué triste es pensar que en el púlpito cristiano se encuentran aduladores que, haciendo coro con estas gentes, les animan aun en su amor al pecado! Nosotros no nos contamos entre ellos, puesto que creemos en las palabras terribles y solemnes que el Señor ha pronunciado, y sabiendo el temor y la reverencia que debemos a Dios tratamos de persuadir a los hombres.
La serpiente de metal era para aquellos que fueron mordidos mortalmente y en el rostro de los cuales empezaba a dibujarse la muerte; para aquellos cuyas venas estaban inflamadas por el horrible veneno del reptil; para ellos, dijo Dios a Moisés: «Hazte una serpiente de metal, y ponía sobre un palo; y será que cualquiera que fuere mordido y mirare a ella vivirá.»
No había asignado ningún período para la aplicación del remedio. Cualquiera que fuera el grado de la enfermedad, el resultado era el mismo. Si tan pronto como fuera mordido, y cuando sólo hubieran brotado algunas gotas de sangre, no experimentando más que un ligero dolor, el herido miraba a la serpiente de metal, podía ser sano; y si, aun después de haber desgraciadamente esperado hasta que su lengua fuese paralizada y debilitado su pulso, podía el moribundo levantar la cabeza y mirar, recobraba inmediatamente la vida. No había límite alguno a la virtud de este remedio divino, y todos los que tenían necesidad podían hacer uso de él, cualquiera que fuese el período de la enfermedad. La promesa no imponía otra condición que mirar a la serpiente, pues decía: «y será que cualquiera que fuere mordido y mirare a la serpiente de metal, vivirá». El texto nos dice, además, que esta divina promesa se *****plió invariablemente, porque «cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba a la serpiente de metal y vivía.»
II
Ahora, habiendo llamado vuestra atención sobre la herida mortal producida por las serpientes, consideremos, en segundo lugar, EL REMEDIO QUE LES ERA OFRECIDO.
Este remedio, tan singular como eficaz, tenía un origen puramente divino. ¿Quién, sino Dios, podía otorgarlo y darle eficacia? Los hombres han prescrito diversas unturas, drogas y operaciones para curar la mordedura de la serpiente, ignoro hasta qué punto se puede fiar uno de sus prescripciones; pero una cosa sé, y es que prefiero no ser mordido a tener que ensayar remedios, ni aun aquellos que están más en boga.
Contra la mordedura de las serpientes ardientes del desierto, no había otro remedio fuera del que Dios había preparado y que, a primera vista, no parecía muy a propósito para el caso. Porque ¿podía proporcionarles algún alivio una simple mirada dirigida a la imagen de una serpiente sobre el extremo de un palo? ¿Cómo podía un pedazo de bronce, operar una curación, cuando se le miraba? ¿No era al parecer una burla sangrienta, invitar a los enfermos a buscar el remedio en la misma cosa que les producía sus dolores? ¿Se puede curar la mordedura de una serpiente mirando a otra serpiente? Lo que causaba su muerte, ¿podría darles la vida?
Todas estas consideraciones podían hacerse humanamente; pero la excelencia de este remedio consistía en que era de origen divino, pues cuando Dios prescribe un remedio, también El mismo se encarga de darle eficacia, y no es posible imaginarse que de parte de Dios venga la burla o el engaño. Debe bastarnos siempre saber que Dios ha instituido un medio de bendición, para que tengamos la seguridad de que se *****plirá lo que ha prometido. No es necesario que nosotros sepamos cómo han de hacerse las cosas; solamente importa no olvidar que Dios, en Su gracia todopoderosa, se ha comprometido a procurar y realizar el bien de las almas.
Prosiguiendo en el estudio de este notable remedio, consistente, como sabemos, en una serpiente colocada en el extremo de un palo, encontramos que era en extremo instructivo. Es probable que Israel no comprendiera su sentido espiritual; pero nosotros, enseñados por el Señor Jesús, conocemos la significación.
Imaginaos a cualquiera que, armado de un palo puntiagudo, ha taladrado la cabeza de una serpiente, dándole muerte; pues de este modo estaba traspasada la serpiente de metal, expuesta a los ojos de todos, como si hubiese sido muerta. ¡Maravillosa condescendencia la de nuestro Salvador, que se deja representar por una serpiente muerta! Después de haber leído el Evangelio de Juan, venimos a la conclusión de que el Señor Jesús se humilló a Sí mismo más allá de lo que la humana inteligencia puede expresar, consintiendo venir a este mundo y ser hecho maldición por nosotros.
La serpiente de metal no tenía veneno en sí misma; lo propio sucedió con Cristo, pues estaba exento de todo pecado; el mal no se encontraba en El.
La serpiente de metal tenía la forma de una serpiente ardiente, e igualmente Jesús fue enviado por Dios en una carne semejante a la del hombre pecador (Fil. 2:7); El se puso debajo de la ley, y el pecado le fue imputado (1.’ P. 2:24); así es que, por amor a nosotros, fue expuesto a la cólera y a la maldición divina. Si miráis a Cristo en la cruz, veréis que, con Él, fue muerto el pecado, pues la serpiente es la representación del pecado, y Jesús fue colgado en la cruz como una serpiente sin vida.
También la muerte ha recibido en Jesucristo el golpe fatal, porque está escrito: «Él quitó la muerte, y sacó a la luz la vida y la inmortalidad» (2.~ Ti. 1:10); en Cristo, aun la maldición que nos estaba reservada ha desaparecido para siempre, puesto que sufrió las consecuencias, habiendo sido hecho por nosotros maldición, como está escrito: «Maldito cualquiera que es colgado en madero» (Gá. 3:13).
Así es que todas estas serpientes (el pecado y sus consecuencias), muertas por el Salvador muriendo, se han clavado en la cruz y expuesto a la vista de todos los que quieren mirar. El pecado, la muerte y la maldición, son otras tantas serpientes ya muertas para los que creen.
¡Oh qué espectáculo! ¡Bienaventurados aquellos que lo contemplan! Si los hebreos hubieran podido comprender el alcance del símbolo, la serpiente que pendía del palo les habría hablado de cosas gloriosas que, por la fe, podemos hoy admirar nosotros. Les habría hablado de Jesús crucificado, del pecado, de la muerte y del infierno, que fueron destruidos por Su muerte en la cruz. Nosotros sabemos ahora lo que este remedio, dado a los israelitas, estaba destinado para enseñarnos. ¿No es verdad que tenía yo razón para decir que este remedio era instructivo en extremo?
Recordad, ahora, que en todo el campamento no había más que un solo remedio para la mordedura de las serpientes y que éste era la serpiente de metal; y tened en cuenta, además, que solamente había UNA serpiente de metal y no DOS. Ningún derecho tenían los israelitas para hacerse otra, y si hubiesen desobedecido a Dios en este punto, la serpiente fabricada por ellos no habría tenido virtud alguna. No había más que una serpiente, una sola, a saber: la que se había elevado en medio del campamento, para que cualquiera que siendo mordido por una serpiente ardiente y la mirase fuese curado. Asimismo no hay más que un Salvador, uno solo: «no hay otro nombre debajo del cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos» (Hch. 4:12); toda la gracia está concentrada en Jesús, ya que como está escrito: «ha placido al Padre que en El habitase t~ da plenitud» (Col. 1:19). A Cristo solamente, pues, debemos mirar, para obtener la vida; a Cristo, que ha soportado la maldición para que nosotros no fuésemos malditos; a Cristo, muriendo a causa del pecado para destruir el pecado; a Cristo, herido en el calcañal por la serpiente antigua, cuya cabeza aplastó (Gn. 3:15; Col. 2:15). ¡Oh pecador! ¡Mira a Cristo crucificado, porque El es el único remedio capaz de curar todas las envenenadas heridas del pecado!
Sólo había una serpiente que pudiera curar a los hijos de Israel. Esta serpiente era brillante y esplendorosa, porque el bronce brilla y particularmente cuando es nuevo. Por esto, cada vez que el sol aparecía, hacía resplandecer a lo lejos su brillo no empañado aún. Dios pudo ordenar a Moisés que hiciera la serpiente de cualquier otro metal, o también de madera; pero la quiso de bronce para que pudiera ostentar a su alrededor como una aureola de luz. Así, también, ¡ved de qué esplendor está circundado nuestro Señor Jesucristo! Si le presentamos a los hombres tal como es, ¡oh, cuán glorioso y resplandeciente les parecerá! Si predicamos con sencillez a Cristo, sin adornar jamás Su Evangelio con nuestros pensamientos filosóficos, encontraremos que la figura augusta del Salvador es lo bastante luminosa para atraerse las miradas del pecador. ¡Qué digo!, y de los millares que han sido iluminados ya por el brillo que le circunda, pues también éstos necesitan dirigir sus miradas constantemente al Salvador. El Evangelio eterno extiende sus rayos a lo lejos en la persona de Cristo, y como la serpiente de metal reflejaba los rayos del sol, así también Jesús refleja el amor de Dios para que los pecadores, heridos por este amor, le contemplen y sean salvos por la fe.
La serpiente de metal es, por otro lado, un remedio de larga duración. Cuando los hijos de Israel hubieron entrado en Canaán, no tuvieron ya necesidad de este remedio; pero supongo que todo el largo tiempo que permanecieron en el desierto quedó el palo con la serpiente plantado en medio del campamento y cerca a la puerta del tabernáculo, de modo que, la imagen elevada y siempre visible de la serpiente muerta, garantizaba todavía al pueblo, protegiéndole del veneno de las serpientes ardientes. Si la serpiente hubiese sido de otra materia o sustancia, se habría podido deteriorar; pero una serpiente de metal podía durar tanto tiempo como hubiera serpientes ardientes en el campamento; así que, mientras hubo personas mordidas, allí estaba el remedio para curarlas.
Consolador en extremo es para nosotros saber que asimismo Jesús: «puede salvar eternamente, a los que por El se allegan a Dios; viviendo siempre para interceder por ellos» (He. 7:25). El ladrón en la cruz vio el resplandor de la serpiente de metal, contemplando a Jesús colgado a su lado en el madero, y esta mirada fue su salvación. Y lo mismo puede ser para vosotros y para mí, porque «Jesucristo, es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (He. 13:8).
Creo no haber sobrecargado demasiado mi asunto de figuras; mi deseo es, por el contrario, presentarlo lo más claro posible ante vosotros. El único remedio para vosotros los culpables, los que habéis sido mordidos por las serpientes del pecado, es mirar a la cruz y en ella a Jesús, que tomó sobre Sí nuestro pecado, muriendo en nuestro lugar y aceptando el ser hecho pecado por nosotros, «para ~ue nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en El»
(II Co. 5:21).
Vuestra salvación está allí y en ninguna otra parte… ¡Oh, mirad y seréis salvos!
III
Lo anteriormente dicho nos lleva a considerar, en tercer lugar, LA APLICACIÓN DEL REMEDIO, o sea la relación entre la persona mordida por la serpiente ardiente, con la serpiente de metal que debía curarle.
El medio de curación era lo más sencillo que se puede imaginar, por la manera de aplicarse. La serpiente de metal pudo haberse transportado allí donde el enfermo estuviera, si Dios lo hubiese ordenado así; también, aplicarse a la herida y hasta el mismo enfermo tener que repetir alguna fórmula de oración; pudo exigirse, además, la presencia de un sacerdote para practicar una ceremonia cualquiera; pero nada parecido era necesario, el enfermo no tenía más que mirar.
Una curación tan sencilla era precisa, pues el peligro era muy frecuente. En muchos casos se podía ser mordido: lo mismo en el bosque que en el prado, haciendo leña o en el paseo, se corría peligro de ser atacado. Hoy mismo, aquellos que recorren los desiertos están expuestos a las mordeduras de estos reptiles. Refiere un señor (M. Sibree), que en cierta ocasión vio un objeto en el suelo que tomó por una piedra redonda y magníficamente manchada de bonitos colores; mas, habiéndose inclinado para cogerla vio con horror que era una serpiente arrollada y viva. Los israelitas, cuando les fueron mandadas las serpientes ardientes, estaban en peligro constante: lo mismo en sus camas que en sus mesas; igualmente en sus casas que fuera de ellas estaban expuestos a sus mordeduras.
Estas serpientes son llamadas por Isaías: «serpientes volantes» (Is. 30:6). Parece que, realmente, no volaban; pero que arrastrándose sobre sí mismas se lanzaban de repente a considerable altura, de modo que, aun llevando botas altas, no estarían libres de ser mordidos por los malignos reptiles.
¿Qué debía hacer el desgraciado que era atacado? Solamente salir a la puerta de su tienda, dirigir sus miradas al paraje donde, a pesar de la distancia, podía ver brillar la serpiente de metal y en el momento mismo que la miraba quedaba curado; nada más tenía que hacer. Nada de curas, ni aguas benditas, ni mojigangas, ni ritualismo; nada más que una mirada. Decía un obispo de la iglesia romana a uno de los primeros reformadores, que predicaba la Salvación solamente por la fe: -¡Oh, señor doctor, si ustedes anuncian esto al pueblo, nosotros somos cosa perdida. Y en efecto, la ruina les espera; pues el día que los hombres confíen sencillamente en Cristo para obtener la vida, el comercio y las intrigas clericales habrán terminado para siempre. No hay más que mirar a Jesús.
Pecadores: creed en Él (porque ésta es la significación espiritual de la palabra mirar), os serán perdonados vuestros pecados, y la potencia homicida del mal cesará de obrar en vosotros. ¡La vida se obtiene por una simple mirada al Salvador! ¿No os parece bastante sencillo?
Mas notad también que este acto constituye un asunto personal. El hombre, mordido por la serpiente ardiente, no podía recibir alivio alguno de ningún remedio que le fuese aplicado por otro. Si, rehusando mirar a la serpiente de metal, se metiera en la cama, ningún médico podría haberle socorrido; una madre piadosa se podría haber puesto de rodillas para orar por él, tiernas hermanas podrían haber unido sus oraciones a las de su madre, pudiera haberse solicitado también el concurso de los ministros de la religión, para que el herido pudiese vivir; pero a pesar de todas las súplicas, su muerte era cierta si rehusaba mirar donde era necesario. Solamente había para él un medio de salvar su vida, y éste era mirar a la serpiente de metal.
Exactamente igual es para nosotros. Algunos de los que me escuchan me han escrito para que ore por ellos, y lo he hecho; pero mis oraciones no servirán para nada si ellos mismos no creen en el Señor Jesucristo. Cualesquiera que seáis, fuere cual fuere la gravedad de vuestras heridas, y por inminente que sea vuestra muerte: si queréis mirar al Salvador viviréis. Pero si le rechazáis, seréis condenados tan seguramente como en este momento tenéis vida. El gran día del juicio me será preciso testificar contra vosotros, y declarar que os he dicho todas las cosas franca y sencillamente. «El que creyere y fuere bautizado, será salvo, mas el que no creyere, será condenado» (Mr. ~6:l6). Esto dice el Señor, y aquí no hay término medio. Haced todo lo que os plazca: entrad a formar parte de una iglesia cualquiera, haceos bautizar, acercaos a la mesa del Señor; macerad, por otra parte, vuestro cuerpo con severas penitencias, dad todos vuestros bienes para alimentar a los pobres, con todo esto, sois hombres perdidos si no miráis a Jesús, porque es el solo remedio. Jesucristo mismo no puede, no quiere curaros a menos que vosotros le miréis. Nada hay en Su vida ni en Su muerte que pueda salvaros, si no ponéis vuestra confianza en El. La cosa se reduce a esto: es necesario que miréis, y que miréis por vosotros mismos, individualmente.
Hay aquí, además, una preciosa enseñanza. Porque ¿qué puede significar todo esto? ¿No enseña que debe abandonarse toda ayuda humana, y que sólo se debe confiar en Dios? El herido debía decirse: -Yo no debo sentarme aquí a contemplar mi herida, diciéndome: -«aquí me ha mordido la serpiente; la sangre que destila de la llaga está ennegrecida por el veneno; ¡oh, qué dolor tan agudo y cómo sube la hinchazón!-. No; porque estas reflexiones no me aliviarán, es necesario que quite mis ojos de la herida para dirigirlos a la serpiente de metal que ha sido levantada en el campamento». Mirar a todas partes, menos al remedio que Dios ha ordenado, es una insensatez. Los israelitas debieron comprender, por lo menos, que Dios exigía se tuviera confianza en El, y que se hiciese uso del medio de salud preparado por Él mismo. Nosotros debemos hacer lo que Dios manda, dejándole el cuidado de curarnos, porque si rehusamos obrar de este modo, moriremos eternamente.
Este medio de salvación tenía por objeto, también, ensalzar ante los israelitas el amor de Dios y atribuir su socorro enteramente a la gracia divina. La serpiente de metal era algo más que una sencilla figura del acto por el cual hizo Dios desaparecer el pecado, haciendo recaer el peso de Su indignación sobre Su Hijo: era también una manifestación del amor divino. Que es así, lo sé porque Jesús mismo lo ha dicho: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado…, porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn. 3:14-16). Según esta declaración, la muerte de Cristo en la cruz es una manifestación del amor de Dios hacia la humanidad, y estas palabras enseñando que de cierto tendrá la vida todo aquel que contemple al Hijo de Dios, hecho maldición por nosotros- constituyen, ciertamente, la más gloriosa expresión del amor divino.
Ahora bien; cuando por una mirada quedaba una persona curada, no podía decir, naturalmente, que ella misma se hubiese curado; la persona no hacía más que mirar, y una mirada no tiene, por sí misma, virtud alguna. El creyente no se atribuye jamás ni ningún mérito, ni gloria ninguna a causa de su fe; la fe es una gracia que nos conduce a la abnegación propia y no al orgullo. ¿Qué gloria hay en aceptar simplemente la verdad, y confiar humildemente en Cristo para ser salvo? Si la fe glorifica, es a Dios, porque el Señor la ha escogido como medio de salvación. Si hubiera puesto sus manos un sacerdote sobre el enfermo israelita, se podría haber atribuido algún valor a sus manipulaciones; pero como la intervención del sacerdote no era necesaria, y bastaba dirigir una mirada a la serpiente, el hombre estaba obligado a sacar en consecuencia: que había sido curado por el amor y la potencia de Dios. No soy salvo por obra alguna, hecha por mí mismo; sino por lo que el Señor ha hecho. Dios quiere que todos nosotros lleguemos a esta conclusión: todos debemos confesar que, si somos salvos, es por la gracia gratuita, rica, soberana y no merecida que ha sido manifestada en la persona de Su Hijo amado.
Examinemos, por un instante, otro punto: LA CURACIÓN EFECTUADA. Nos dice el texto que: «cuando alguna serpiente mordía a alguno, éste miraba a la serpiente y vivía)>, es decir, que inmediatamente era curado; no tenía que esperar cinco minutos, ni siquiera cinco segundos. ¿Habéis oído, mis queridos oyentes, alguna vez tal cosa? Pudiera maravillaros esto si es la vez primera que lo oís; pero no es por eso menos verdadero. Si hasta este momento habéis vivido en la práctica de los más odiosos pecados, pero en el instante queréis creer en Jesucristo, seréis salvos antes que la péndola del reloj dé otro tic-tac. El perdón es instantáneo, es una obra que se produce con la rapidez del rayo. La santificación es obra de toda la vida; pero la justificación, sólo requiere un momento. ¿Crees?, entonces vives. ¿Confías en Cristo?, pues tus pecados han desaparecido y eres salvo en el propio instante.
-¡Oh, me dirá alguien, esto es un milagro! Y, en efecto, es un milagro que permanecerá toda la eternidad como objeto de admiración. La mayor parte de los milagros que hizo nuestro Salvador, mientras estuvo aquí en la tierra, fueron instantáneos. Cuando El tocaba a los que estaban atacados de la fiebre, podían levantarse inmediatamente y servirle. Ningún médico hay capaz de curar una fiebre de esta manera, porque aun cuando el fuego de la calentura desapareciera, quedaría la debilidad, como consecuencia. Pero las curas que Jesús efectuó, eran perfectas; y asimismo todo aquel que en El cree, será inmediatamente justificado. ¡Oh incomparable gracia de nuestro Dios!
Este remedio, podía curar muchas veces seguidas. Los que habían sido curados ya una vez, podían ser atacados de nuevo, porque los reptiles se habían multiplicado en el campo. Y en tal caso, ¿qué hacer?, pues no había más que mirar otra vez a la serpiente de metal; y si mil veces fuesen mordidos, otras tantas tenían que mirar a la serpiente; nada más tenían que hacer. El medio más seguro para vivir allí donde abundaban las serpientes, era no quitar los ojos de la serpiente de metal. ¡Ah, seres venenosos! Podéis morderme si queréis. Mientras mis ojos están puestos en la serpiente de metal, puedo desafiar vuestros agudos dientes y venenosos colmillos, pues poseo un remedio siempre activo. La tentación está vencida por la sangre de Jesús. «Esto es lo que vence al mundo: nuestra fe» (1ª Jn. 5:4).
La eficacia de este remedio: era universal y obraba en todos aquellos que lo usaban. En todo el campamento no había ni una sola persona que, habiendo mirado a la serpiente de metal, no hubiese sanado; y asimismo jamás se encontrará un pecador que, habiendo mirado a Jesús, viva todavía en la condenación. El creyente ha de ser salvo NECESARIAMENTE.
Algunos israelitas debieron mirar de muy lejos, porque la serpiente de metal no podía estar cerca igualmente de cada tienda; no obstante, con tal que la serpiente fuese mirada, había sanidad, tanto para los que miraban de lejos como para los que estando más cerca podían distinguirla mejor. La debilidad de la vista no podía serles impedimento: bien podían ser bizcos, miopes y hasta tuertos; pero si miraban, recibían la vida. El herido que aun mirando, apenas pudiese distinguir la forma de la serpiente, podría decirse: «Yo no puedo distinguir los detalles de la serpiente, no veo más que el bronce que brilla.» No importaba, él vivía.
Y tú, pobre alma, que no distingues la persona entera de Cristo, ni todas las riquezas de Su gracia; pero que, sin embargo, puedes entrever al que fue hecho pecado por nosotros, tú vivirás. Y si dices: «creo, ayuda mi incredulidad» (Mr. 9:24), tu fe te salvará; tu pequeña fe te dará un gran Salvador, en quien encontrarás la vida eterna. Y ahora, habiéndome esforzado para describir la curación, pido al Señor, de todo corazón, que en este mismo momento se efectúe en cada pecador.
Grato nos es pensar que los israelitas recibían la salud, cualquiera que fuese la luz que les permitiera ver la serpiente de metal. Muchos la contemplaron en pleno mediodía, percibiendo sus brillantes pliegues y vivieron; pero no sería extraño que algunos, siendo mordidos por la noche, se llegaran y, mirando a la serpiente a la claridad de la luna, fuesen curados. También pudiera ser que fuese herido alguien en una noche sombría, tempestuosa y sin una estrella visible en el firmamento, cuando en la desencadenada tempestad sólo brillara a intervalos el rayo, rasgando las negras nubes e hiriendo con fragoroso estruendo las peladas rocas; pero, si a la luz del relámpago podía el moribundo percibir la serpiente de metal, había encontrado la vida.
Y lo mismo, pecador, si tu alma está envuelta en las tinieblas de la tempestuosa noche de la duda y la incertidumbre, pero de la nube que te cubre escapa un solo rayo de luz, aprovéchalo para mirar a Jesús y serás salvo.
IV
Terminaré con esta última consideración: Aquí HAY UNA LECCION PARA LOS QUE AMAN A SU SALVADOR.
¿Qué debemos hacer nosotros?
La tarea de Moisés consistía en levantar la serpiente de metal puesta en un palo. Nuestro trabajo es el mismo; esto es, exponer el Evangelio de Jesucristo a la consideración de toda persona. Moisés sólo tenía que exponer la serpiente de metal de modo que todos pudieran verla. El pudo llamar al Sumo Pontífice Aarón y decirle: «trae tu incensario, venga contigo una legión de sacerdotes y llénese el ambiente de incienso», pero no hizo tal cosa; tampoco dijo: «saldré yo mismo también, vestido como legislador, y permaneceré de pie para que el pueblo me vea y cobre ánimo». No, nada de esto; todo debía hacerse sin pompa ni ceremonias. Moisés no tenía más que poner en evidencia la serpiente de metal, dejándola desnuda y expuesta a las miradas de t~ dos. Tampoco pidió a Aarón que trajese un tisú y envolviera la serpiente con él y con una estofa azul o violeta de lino fino; tal acto, de parte de Moisés, habría sido manifiestamente contrario a las órdenes que tenía. Debía tenerse mucho cuidado para que la serpiente no tuviese velo alguno, porque su virtud estaba en ella y no en lo que pudiera rodearía.
El Señor no ordenó a Moisés que pintara con los colores del iris el palo donde había de colocar la serpiente, ¡oh, no! El primero que viniera a la mano era bueno; los atacados por las serpientes venenosas no tenían necesidad de mirar al palo, sólo necesitaban mirar a la serpiente. Como es natural, el palo debía ser apropiado al caso, porque todo lo que Dios ordena debe hacerse con decencia; no obstante, la serpiente era el solo objeto que debían mirar.
Así debemos obrar nosotros con referencia al Señor. Cristo es a quien debemos predicar; Jesús ha de ser el objeto de nuestra enseñanza; al Señor Jesucristo hemos de hacer visible a todos en lugar de ocultarlo, buscando a veces la ciencia y elocuencia humanas, es necesario acabar con el palo pulido y, elevado del bello lenguaje, y con las estofas de delicados colores que se nos presentan bajo la forma de sentencias pretenciosas y poéticos períodos. Todos nuestros esfuerzos deben dirigirse a poner en evidencia a Cristo, cuidando de permitirnos nada que pueda ocultarle a la vista de los pecadores. Moisés pudo volver tranquilamente a su tienda y entregarse al reposo, una vez que la serpiente fue levantada; porque la única cosa necesaria era que la serpiente de metal estuviese visible día y noche. El predicador puede desaparecer de tal modo, que nadie se preocupe de su persona. Lo mejor es que Cristo brille a la vista de todos de tal manera que quede eclipsado el predicador.
Vosotros, los encargados de instruir a la infancia, enseñadles a Cristo crucificado, que los niños puedan ver a Cristo siempre delante de sí. Y vosotros, jóvenes, que os preparáis para ser predicadores, no busquéis en esta obra lo sublime, humanamente hablando; mas que aparezca todo lo que hay de grande en Cristo, pues precisamente en esto consiste el valor real de la predicación; ninguna otra cualidad es indispensable. Que la persona del predicador desaparezca, pero que Jesucristo sea manifestado entre los hijos de los hombres; que esté como crucificado delante de ellos; que Jesús sea el todo; que El sea la suma y sustancia de toda vuestra predicación.
Ya sabéis, aquellos que habéis mirado la serpiente de metal, que estáis curados. Pero, ¿cuáles han sido vuestros hechos después de vuestra curación? ¿Habéis dejado de confesar vuestra fe, ingresando en una iglesia? ¿No habéis hablado a cada pecador, de su alma? ¿Habéis encerrado, en una palabra, la serpiente de metal en una caja, teniéndola escondida? Pero, ¿sería esto justo? ¡Oh, no! Sacadla fuera y ponedla en un palo alto; publicad, publicad a Cristo y Su salvación. No es cuestión de considerarle como una curiosidad y relegaría a un museo; Él debe ser expuesto hasta en las encrucijadas de los caminos, para que los mordidos por el pecado puedan mirarle.
-Pero dirá alguno yo no sé cuál es el palo a propósito para levantar, como Moisés, la serpiente.
Contesto, pues: el mejor palo que puede escoger-se para colocar a Cristo, es el más alto; tomad aquel para que el Salvador sea visto de lejos.
Esto quiere decir: ¡Ensalzad a Cristo, glorificad su nombre! La única cualidad que necesita tener este palo es ser alto, y ésta es la razón: porque cuanto más habléis en alabanza de vuestro Señor, tanto más magnificáis Su nombre, y tanto más eficaz también será vuestra predicación. Todo otro sistema de predicación no merece la pena de ser mencionado. ¡Elevad, pues, a Cristo!
-Pero yo diría algún otro no tengo más que un palo corto.
-Bien, pues, sírvete del que tienes, para enseñar a Cristo; porque hay por aquí y por allá pequeñuelos que, por vuestra mediación, podrán ver el instrumento de su salud.
Creo haberos hablado de una pintura que vi, representando la serpiente de metal; sin embargo, deseo recordárosla, rogando a los instructores de las Escuelas Dominicales que me presten atención. El cuadro representaba a toda clase de gente, agrupada en derredor del palo; y mientras miraban a la serpiente de metal, los horribles reptiles, que estaban cogidos a los brazos de los desgraciados, caían, siendo curados los pobres heridos. Había tal multitud allí alrededor que, una madre, llevando en sus brazos a un niño mordido y en cuyo cuerpo se veían las cárdenas señales del veneno, no podía aproximarse; pero levantaba al niño tan alto como le era posible, y volviéndole la cabeza, se esforzaba en hacerle ver la serpiente de metal para que hallara la vida.
Obrad también así vosotros, con los niños de las Escuelas Dominicales, y con todos los niños que estén bajo vuestra influencia. Orad por ellos para que ya, en la edad más tierna, puedan mirar a Jesucristo y vivir; porque su edad temprana, no es un obstáculo para su salud.
Se veían también, en el cuadro mencionado, viejos que, habiendo sido mordidos, venían cojeando, apoyados en sus muletas. -Yo tengo ochenta años -diría alguno de ellos-, pero he mirado a la serpiente y estoy curado. Los pequeños eran llevados por sus madres, y aunque apenas pudieran hablar, exclamarían en su lenguaje infantil: -He mirado a la gran serpiente y me ha curado. Personas de todo rango, de todo sexo, de todo carácter y de toda disposición miraban y volvían a la vida.
¿Quién quiere mirar a Jesús en esta hora favorable? ¡Oh, queridas almas! ¿Queréis o no, la vida? ¿Queréis despreciar a Cristo y perecer? Si es así, vuestra sangre será sobre vosotros mismos. Yo os he enseñado el camino de salvación.
¡Deteneos y… mirad a Jesús, al instante!
¡Que el Espíritu de Dios, por Su dulce influencia, os disponga para esta mirada salvadora! Amén.
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