Pero Jesucristo no respondía a la expectación de aquella perversa generación; y por no venir rodeado de pompa e investido de poder, por no presentarse con el ornamento exterior de un príncipe ni los honores de un rey, escondieron de Él su rostro; como «raíz de tierra seca», fue «menospreciado y no lo estimaron». Pero su pecado no paró ahí. No contentos con negar su mesianidad, fueron en gran manera vehementes en su furor contra Él; lo acosaron durante toda Su vida buscando Su sangre, y solamente se dieron por satisfechos, y su infernal malicia fue totalmente saciada, cuando al pie de la cruz pudieron contemplar los dolores de muerte y las agonías de la expiración de su crucificado Mesías. Aunque sobre la misma cruz fueron escritas las palabras «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos», ellos no lo reconocieron como su rey, ni como el Hijo eterno de Dios; y no conociéndolo, lo crucificaron, «porque si lo hubieran conocido nunca hubieran crucificado al Señor de gloria.
Y ahora, el pecado de los judíos es continuamente repetido por los gentiles; lo que aquellos hicieron una vez, muchos lo hacen cada día. ¿No hay muchos de vosotros aquí presentes hoy, oyendo mi voz, que habéis olvidado al Mesías? No os tomáis la molestia de negarle, ni os degradaríais en un país llamado cristiano, blasfemando su nombre. Quizá vuestra doctrina sea correcta en lo que a Él se refiere, y creáis que es el Hijo de Dios así como el hijo de María; pero aún así, menospreciáis sus deseos, y no le rendís el honor que merece ni lo aceptáis como digno de vuestra confianza. No es vuestro Redentor; no esperáis su segunda venida ni ser salvos por su sangre. Y, lo que es peor, hoy lo estáis crucificando, porque, ¿no sabéis que todos los que rechazan el Evangelio de Cristo crucifican de nuevo al Señor y abren de nuevo sus heridas? Siempre que oigáis predicar la Palabra y la rechacéis, siempre que seáis amonestados y ahoguéis la voz de vuestra conciencia, siempre que tembléis y no obstante digáis: «Déjame tranquilo por ahora; te volveré a llamar cuando tenga una ocasión más propicia», empuñáis el martillo y los clavos, y, de nuevo, taladráis sus manos y pies, y hacéis brotar la sangre de su costado. Y, además, herís sus miembros de otras diferentes maneras; tantas veces como despreciáis a sus ministros, o ponéis piedras de tropiezo en el camino de sus siervos, o estorbáis el Evangelio con vuestro mal ejemplo, o tratáis de desviar del camino al que busca la verdad, con vuestras aviesas palabras; tantas veces como hagáis estas cosas, cometéis la iniquidad que atrajo la maldición sobre los judíos, maldición que los condenó a vagar errantes por la tierra hasta el día de la segunda venida, cuando vendrá Aquel que, aún por Israel, será reconocido como rey, por quien judíos y gentiles velan en ansiosa expectación; aquel Mesías, el Príncipe que una vez vino para sufrir, pero que ahora viene para reinar.
Y esta mañana trataré de mostraros el paralelismo que existe entre vuestro caso y el de aquellos judíos; y lo haré, no con palabras estudiadas, sino conforme Dios quiera ayudare; apelando a vuestras conciencias, haciéndoos sentir que, al rechazar a Cristo, cometéis el mismo pecado e incurrís en la misma condenación. Notaremos, antes que nada, la excelencia del ministerio, puesto que Cristo está patente en él para hablar a los pecadores: «Si no les hubiera hablado». En segundo lugar, advertiremos cómo el rechazar el mensaje de Cristo agrava el pecado del hombre: «Si no les hubiera hablado no tendrían pecado». En tercer lugar, que la predicación de la Palabra acaba con todas las excusas: «Mas ahora no tienen excusa de su pecado». Y por último, anunciaremos brevemente, aunque en forma muy solemne, la sentencia terriblemente agravada de aquellos que, rechazando al Salvador aumentan la culpa con su desprecio.
1. En primer lugar, pues, nos toca declarar, y declarar con toda verdad, que POR LA PREDICACIÓN DEL EVANGELIO SE TRAE A LA CONCIENCIA DEL HOMBRE LA VENIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, Y LAS PAAABRAS DEL SALVADOR POR MEDIO DE LAS NUESTRAS. Cuando Israel despreció antaño a Moisés y murmuró contra él, Moisés mansamente le dijo: «Vuestras murmuraciones no son contra nosotros, sino contra Jehová». Y el ministro, con la garantía de la Escritura, puede decir lo mismo con toda justicia: El que nos desprecia, no nos desprecia a nosotros, sino a Aquel que nos ha enviado; quien rechaza el mensaje, no rechaza lo que nosotros decimos, sino el mensaje del Dios eterno. El ministro no es más que un hombre, no tiene poder sacerdotal alguno, pero es llamado de entre los demás y dotado con el Espíritu Santo para hablar a sus semejantes. Y cuando anuncia la verdad con el poder que viene del cielo, Dios lo reconoce, lo nombra su embajador y lo eleva a la alta y responsable posición de atalaya en los muros de Sión, e insta a todos los hombres a tener en cuenta que despreciar y pisotear aquel fiel mensaje, fielmente transmitido, es rebelión contra Dios, y pecado e iniquidad contra el Altísimo. Si yo hablara como hombre, sería muy poco lo que dijera, pero si lo hago como embajador del Señor, guardaos muy bien de menospreciar el mensaje. Lo que nosotros predicamos con el poder del Santo Espíritu es la Palabra de Dios enviada desde el cielo, rogándoos encarecidamente que la creáis. Y no olvidéis que si rechazáis lo que os decimos, no con palabras nuestras, sino con las del Espíritu del Señor nuestro Dios que habla por nosotros, ponéis en peligro vuestras propias almas. Con cuánta solemnidad inviste esto al ministerio del Evangelio! ¡Oíd vosotros, hijos de los hombres!, el ministerio no es palabra humana, sino voz de Dios por medio de los hombres. Los que en verdad han sido llamados y enviados como siervos de Dios no son los autores de su mensaje, sino que primero lo reciben de su Maestro y luego lo anuncian a la gente, teniendo siempre ante sus ojos aquellas solemnes palabras: «Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, a ti mismo salvarás y a los que te oyeren»; y a sus espaldas resuena la tremenda amenaza: «Y si tú no lo amonestares, él morirá, mas su sangre demandaré de tu mano». Ojalá pudierais ver escritas con letras de fuego delante de vosotros las palabras del profeta: «¡Tierra, tierra, tierra, oye Palabra de Jehová!»; porque, mientras el ministerio sea fiel y sin error, es la Palabra de Dios, y tiene tanto derecho a ser creída como si en vez de ser pronunciada por medio del humilde ministro de su Palabra, fuese el mismo Dios quien hablara desde la cima del Sinaí.
Y ahora, detengámonos un momento en esta doctrina para hacernos una solemne pregunta: ¿no hemos pecado todos nosotros grandemente contra Dios por la poca atención que frecuentemente hemos prestado a los medios de la gracia? ¿Cuántas veces hemos estado ausentes de la casa de Dios cuando Él mismo estaba hablando allí? ¿Qué hubiera sido de Israel si, cuando fue citado aquel día sagrado para oír la Palabra de Dios desde la cima de la montaña, hubiese vagado tercamente por el desierto en lugar de ir a escucharla? Y esto es lo que vosotros habéis hecho. Habéis buscado vuestro propio placer y habéis corrido tras los cantos de sirena de la tentación, haciendo oídos sordos a la voz del Altísimo. Y cuando El ha hablado en su casa, habéis seguido por caminos perversos y habéis tenido en poco la voz del Señor vuestro Dios. Y si vinisteis alguna vez, ¡qué mirada tan distraída la vuestra y que oídos tan poco atentos! Escuchasteis como si no oyeseis. Vuestro oído percibió las palabras, pero el hombre escondido en vuestro corazón permaneció sordo como una víbora, y por más sabios que fueron nuestros encantamientos, ni los oíais ni los mirabais. Dios mismo ha hablado también muchas veces a vuestra conciencia de forma que lo oyerais. ¡Cuantas veces os habéis tenido que sentar en los bancos porque de pie, en el pasillo, las rodillas os temblaban al oír tronar a algún poderoso Boanerges con voz de ángel: ‘Aparéjate para venir al encuentro de tu Dios -medita sobre tus caminos-, ordena tu casa, porque morirás y no vivirás». Pero a pesar de ello, salisteis de la casa de Dios y olvidasteis la clase de personas que erais. Apagasteis el Espíritu; sentisteis aversión hacia el Espíritu de gracia; echasteis lejos de vosotros los remordimientos de conciencia; ahogasteis las oraciones que nacían en vuestro corazón y que pugnaban por salir; estrangulasteis aquellos deseos recién nacidos que comenzaban a brotar; alejasteis de vosotros todo lo que era bueno y santo; os volvisteis por vuestros propios caminos, y os perdisteis una vez más en las montañas de pecado y en los valles de iniquidad. ¡Ah!, amigos míos; pensad, pues, por un momento, que en todas estas cosas habéis despreciado a Dios. Estoy cierto que, si el Espíritu Santo quisiera esta mañana grabar en vuestras conciencias esta solemne verdad, esta sala de conciertos se convertiría en casa de luto, este lugar seria un Boquim, lugar de llanto y lamento. ¡Oh, haber despreciado a Dios, haber pisoteado al Hijo del Hombre, haber pasado de largo por su cruz, haber rechazado los arrullos de su amor y los avisos de su gracia! ¡Cuán solemne es todo esto! ¿Habéis pensado alguna vez en ello? Habéis creído despreciar a un hombre, pero es a Cristo a quien habéis despreciado; porque El es quien os ha hablado. Dios me es testigo de que Cristo ha llorado a menudo por mis ojos y hablado por mi boca. No he anhelado otra cosa que ganar vuestras almas. Unas veces con torpes palabras y otras con plañideros acentos, he procurado llevaros a la cruz del Redentor. Sé que no lo hice por mí mismo, sino que Jesús habló por mis labios; y por cuanto oísteis y llorasteis, aunque luego os marcharais y el olvido se lo llevará todo, recordad que fue Cristo quien os habló. Él fue quien os dijo: «Mirad a mí y sed salvos todos los términos de la tierra», «venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados»; Él fue quien os amonestó, diciéndoos que, si despreciabais esta salvación tan grande, pereceríais. Y al haber desoído el aviso y rechazado la invitación no nos habéis menospreciado a nosotros, sino a nuestro Señor; y ¡ay de vosotros si no os arrepentís!, porque terrible cosa es el haber tenido en poco la voz del que habla desde el cielo.
II. Y ahora debemos considerar el segundo punto, es decir, que EL RECHAZAR EL EVANGELIO AGRAVA EL PE-CADO DEL HOMBRE. Ahora bien, no quisiera que nadie me interpretara mal. Sé de personas que, habiendo ido a la casa de Dios, han sido invadidas por una sensación de pecado, para luego llegar casi a la desesperación, porque Satanás las ha tentado a marcharse, diciéndoles: «Cuanto más vayas mayor será tu condenación». Mas creo que ello es un gran error; no aumentaremos nuestra condenación por ir a la casa de Dios, sino más bien quedándonos fuera; porque de esta manera existe un doble rechazamiento: rechazamiento de intención, y de espíritu. Si vosotros desdeñáis el yacer en el estanque de Betesda, vuestra situación es aún peor que la de aquel enfermo que no podía descender a las aguas. Si no queréis estar allá y, por lo tanto, despreciáis el oír la Palabra de Dios, os atraéis terrible condenación. Pero si acudís a la casa de Dios buscando sinceramente bendición, aunque no encontréis consuelo, aunque no encontréis gracia, si vais allí devotamente en pos de ella, vuestra condenación no será mayor por esto. Vuestro pecado no será agravado simplemente por oír el Evangelio, sino por rechazarlo de modo consciente e impío una vez lo habéis oído. El hombre que oye la voz del Evangelio y vuelve la espalda con una sonrisa, el tal aumenta su culpa en la más horrible medida.
Y ahora, repararemos en por qué aumenta su pecado en doble medida. En primer lugar; porque agrega a los que ya tiene uno nuevo que antes no tenía, y además, porque agrava todos los otros. Traedme un hotentote o un habitante de Kamschatka, un indómito salvaje que nunca haya escuchado la Palabra. Ese hombre podrá tener en su haber todos los pecados y delitos que existen, pero aún le faltará uno. Estoy seguro que no tiene el de rechazar el Evangelio, porque no le ha sido predicado. Pero vosotros, cuando lo oís, tenéis la oportunidad de cometer una nueva trasgresión; y si así lo hacéis, añadís una nueva iniquidad a todas las que ya pesan sobre vuestras cabezas. Frecuentemente, algunos, que se han apartado de la verdad, me han censurado porque predico la doctrina de que los hombres pecan al rechazar el Evangelio de Cristo. No me importan cuantos títulos injuriosos puedan darme: estoy seguro de tener el apoyo de la Palabra de Dios para predicar de esta manera, y no creo que en ningún hombre pueda ser él a las almas de los demás y libre de su sangre si, frecuente y solemnemente, no hace hincapié sobre el asunto de tan vital importancia. «Cuando Él el Espíritu, de verdad viniere reargüirá al mundo de pecado, y de justicia, y de juicio: de pecado ciertamente, por cuanto no creen en mí». «Esta es la condenación: porque la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.» «El que no cree, ya es condenado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios.» «Si Yo no hubiese hecho entre ellos obras cuales ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; mas ahora, y las han visto, y me aborrecen a mi y a mi Padre.» «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!, que si en Tiro y en Sidón hubieran sido hechas las maravillas que se han hecho en vosotras, ya días ha que, sentados en silicio y ceniza, se habrían arrepentido. Por tanto, Tiro y Sidón tendrán más remisión que vosotras en el juicio.» «Si no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; mas ahora no tienen excusa de su pecado.» «Por tanto, es menester que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, porque acaso no nos escurramos. Porque si la palabra dicha por los ángeles fue firme, y toda rebelión y desobediencia recibió justa paga de retribución, ¿cómo escaparemos nosotros, si tuviéremos en poco una salvación tan grande?» «El que menospreciare la ley de Moisés, por el testimonio de dos o tres testigos muere sin ninguna misericordia. ¿Cuánto pensáis que será más digno de mayor castigo el que hollare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del testamento en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia? Sabemos quién es el que dijo: Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará su pueblo. Horrenda cosa es caer en las manos del Dios vivo.» He estado citando, como habréis visto, algunos pasajes de la Escritura, y si ellos no significan que la incredulidad es un pecado, pecado que, sobre todos los demás, condena las almas de los hombres-, no significan nada en absoluto, y no son más que letra muerta en la Palabra de Dios. El adulterio y el asesinato, y el robo y la mentira son pecados que traen condenación y muerte; pero el arrepentimiento puede limpiarlos por la sangre de Cristo. Mas el rechazar a Cristo quita del hombre toda esperanza. El asesino, el ladrón y el borracho pueden entrar en el reino de los cielos si, arrepintiéndose de sus pecados, confían en la cruz de Cristo; pero con estos pecados, todo aquel que no crea en el Señor Jesucristo, está irremisiblemente perdido. Y ahora, mis oyentes, consideraréis por un momento cuán horrible pecado es éste que añadís a los que ya tenéis. Todos los demás tienen su morada en las entrañas de éste: el rechazar a Cristo. En él se halla el asesinato; porque si un hombre en el cadalso rechaza el perdón, ¿no se asesina a sí mismo? El orgullo también se cobija en él; tú rechazas a Cristo porque tu orgulloso corazón te impide ir a El. Y la rebelión, porque eres rebelde a Dios, por cuanto rechazas a Cristo. Y la alta traición, ya que rechazas a un rey; apartas de ti a Aquel que es coronado rey de la tierra, y te haces reo del más grande de los delitos. ¡Oh, que terrible!, pensar que el Señor Jesucristo viniera del cielo, que colgara del madero, que allí expiara en dolorosa agonía, y que desde aquella cruz, bajando sus ojos sobre ti, dijera: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados»; y que a pesar de ello continuarás apartado de Él; de todas las heridas, ésta sería la más cruel que podrías infligirle. ¿Hay algo más inhumano y diabólico que apartar tu rostro de Aquel que dio su vida por ti? ¡Ojalá fueras tan sabio que comprendieras esto, que consideraras tu último fin!
Empero, no solamente añadimos un nuevo pecado a la lista de los que ya tenemos, sino que agravamos todos los demás. Vosotros, los que habéis oído el Evangelio, no podéis pecar tan groseramente como otras personas. Cuando los incultos e ignorantes pecan, sus conciencias no les remuerden, y no hay la misma culpa en el pecado del culto que en el del que nada sabe. ¿Has robado alguna vez? Mala cosa fue, pero si oyes el Evangelio y continúas robando, serás sin excusa un ladrón. El mentiroso tendrá su parte en el lago; pero si miente después de oír el Evangelio parecerá como si el fuego del Tofet fuese aventado con furia centuplicada. El que peca ignorantemente tiene algo de disculpa, pero el que lo hace contra la luz y el conocimiento, peca osadamente; y bajo la ley no había expiación para esto, porque los pecados de osadía quedaban fuera de los límites de la expiación legal; aunque, bendito sea Dios, Cristo ha expiado también éstos, y el que cree es salvo a pesar de su culpa. ¡Oh!, os suplico que no olvidéis que el pecado de incredulidad ennegrece a todos los demás pecados. Es como Jeroboam, del que se dice que pecó e hizo pecar a Israel. Así pues, la incredulidad es pecado, y nos lleva a cometer todos los demás. La incredulidad es la lima con que afiláis el hacha, la cuchilla y la espada que usáis en vuestra rebelión contra el Altísimo. Vuestros pecados serán sobremanera pecado cuanto menos creáis en Cristo, cuanto más lo conozcáis y cuanto más lo rechacéis. Esta es la verdad de Dios; pero una verdad que ha de ser anunciada con temor y muchos gemidos en nuestros espíritus. ¡Oh!, tener que daros tal mensaje a vosotros; a vosotros digo, porque si hay gente bajo el cielo a quien este texto le sea apropiado esa gente está aquí. Si hubiera en el mundo quienes tuvieran que dar más cuenta que otros, esos seríais vosotros. Hay otros muchos, sin duda, que están en igualdad de condiciones, que tienen un ministro fiel y celoso; pero tan cierto como que Dios juzgará tanto a vosotros como a mí en el día del Juicio, puedo decir que he hecho todo cuanto he podido para ser leal a vuestras almas. Jamás he tratado en este púlpito de ensalzar mi sabiduría con palabras difíciles o con un lenguaje rebuscado. Os he hablado claramente; y no ha salido de mi boca ni una sola palabra, creo yo, que no haya sido entendida por todos. Habéis oído un Evangelio sencillo. No he subido aquí y os he predicado fríamente. Conforme ascendía por aquellos escalones pude decir que «la carga del Señor era sobre mí»; porque mi corazón llegó hasta aquí oprimido y el alma me quemaba en las entrañas. Y si alguna vez he predicado débilmente, mis palabras pueden haber sido torpes y el lenguaje poco adecuado, pero mi corazón nunca ha estado falto. Toda mi alma ha sido derramada en vosotros; y si hubiera podido revolver cielos y tierra para encontrar palabras con que ganaros para el Salvador, lo habría hecho. No he rehuido el reprenderos, ni me he andado con contemplaciones. He hablado a esta generación de sus iniquidades, y a vosotros de vuestros pecados. No he dulcificado la Biblia para amoldarla a la mente carnal de los hombres. Yo he dicho condenado donde Dios dice condenado, y no he tratado de suavizarlo diciendo «culpable». No me he andado con rodeos, ni he tratado de encubriros o disimularos la verdad, sino que, en conciencia, delante de Dios, he procurado engrandecer el Evangelio encarecidamente y con poder, con un sencillo, franco, celoso y honrado ministerio. No me he guardado las doctrinas gloriosas de la gracia, aunque al predicaras, los enemigos de la cruz me hayan llamado antinomiano; ni tampoco he tenido miedo de predicar la solemne responsabilidad del hombre, aunque otros me hayan catalogado injustamente como arminiano. Y cuando os digo esto, no lo hago para gloriarme, sino para increparos, si es que habéis rechazado el Evangelio, porque entonces habréis pecado mucho más gravemente que cualquier otro hombre. Al desechar a Cristo, una doble medida del furor y de la ira de Dios caerá sobre vosotros. Así pues, el pecado se agrava al rechazar a Cristo.
III. Y ahora, en tercer lugar, LA PREDICACIÓN DEL EVANGELIO DE CRISTO ACABA CON TODAS LAS EXCUSAS DE AQUELLOS QUE LO OYEN Y LO RECHAZAN.
«Ahora no tienen excusa de su pecado.» Las excusas sirven de bien poco cuando hay un ojo que todo lo ve. En el gran día de la tempestad de la ira de Dios, las excusas serán un refugio muy pobre; pero a pesar de ello, el hombre siempre las encuentra. En los días de frío y lluvia vemos cómo la gente se emboza en sus capas y si no tienen otro refugio o cobijo, se sienten, en cierto modo, confortados por la prenda. E igual os ocurre a vosotros; podéis buscar entre todos, si es posible, una excusa para vuestro pecado; y cuando la conciencia os punce con sus remordimientos, intentad curar la herida con ella. Y en el mismo día del juicio, aunque una capa será una pobre cobertura, siempre será mejor que nada. «Mas ahora no tenéis excusa por vuestro pecado.» El viajero ha sido dejado bajo la lluvia sin cobertura, expuesto a la tempestad sin la prenda que una vez le sirvió de abrigo. «Ahora no tenéis excusa por vuestro pecado»; ha sido descubierto, averiguado y desenmascarado; sois inexcusables sin un manto que cubra vuestra iniquidad. Y ahora, permitidme solamente considerar cómo la predicación del Evangelio, cuando es fielmente realizada, acaba con todas las excusas del pecado.
En primer lugar, alguien podría levantarse y decir: ‘Yo no sabía que estaba haciendo mal cuando cometí tal o cual iniquidad». Pero nadie puede hablar así. Dios os ha dicho solemnemente por su ley lo que es malo. Hay diez mandamientos, y además los comentarios de nuestro Maestro que los amplían y nos dicen que el antiguo precepto de «No cometerás adulterio», prohíbe también las miradas lascivas y los ojos de malicia. Si el cipayo comete iniquidad, hay excusa para él. Yo no dudo que su conciencia le dice que ha hecho mal; pero su sagrado libro le enseña que obra bien, y ésa es su excusa. Si el mahometano se entrega a la lujuria, tampoco me cabe la menor duda de que su conciencia se lo reprocha, pero sus libros sagrados le conceden tal libertad. Mas vosotros que tenéis la Biblia en casa, y profesáis creer en ella; vosotros que tenéis a sus predicadores en todas vuestras calles, cuando pecáis lo hacéis con la proclamación de la ley sobre vuestras cabezas, ante vuestros ojos; violáis conscientemente la ley que os es de sobra conocida, la ley que vino del cielo para vosotros.
Tú puedes decir también: «Cuando pequé ignoraba cuán grande sería mi castigo». De esto, también por el Evangelio, eres inexcusable; porque, ¿No te dijo Jesucristo, y te lo dice cada día, que aquellos que no le tienen a El serán echados a las tinieblas de fuera donde será el llanto y el crujir de dientes? ¿No dijo Él: «Irán éstos al tormento eterno y los justos a la vida eterna»? ¿No declara Él mismo que el impío será quemado en el fuego inextinguible? ¿No te ha hablado de un lugar donde hay un gusano que nunca muere y un fuego que nunca se apaga? Tampoco los ministros del Evangelio han rehuido el hacértelo saber. Has pecado aún sabiendo que te acarreabas la perdición. Has bebido la pócima envenenada conociendo su emponzoñamiento: sabías que en cada gota de la copa abrasaba la condenación, pero la apurabas hasta las heces. Has destruido tu alma con pleno conocimiento; eres como el simple que va al cepo, como el buey que va al matadero, y como el cordero que lame el cuchillo del carnicero. Por todo lo cual, te has quedado sin excusa.
Quizá otro podrá argüir: «¡Ah!, yo oí el Evangelio, es cierto, y sabía que obraba mal, pero ignoraba lo que tenía que hacer para ser salvo». ¿Podéis alguno de los que aquí estáis echar mano de tal excusa? Dejadme creer que no tendréis el atrevimiento de hacerlo. Constantemente vuestros oídos oyen la misma predicación: «Cree y vivirás». Muchos de vosotros habéis escuchado el Evangelio durante diez, veinte, treinta, cuarenta, e incluso cincuenta años, y no creo que seáis capaces de decir: «No sabía lo que era el Evangelio». Desde vuestra más tierna infancia lo habéis escuchado. El nombre de Jesús sonaba en vuestras dulces canciones de cuna, y mamasteis el Evangelio en el seno de vuestra madre; pero aún así nunca buscasteis a Cristo. «Saber es poder», dice la gente. ¡Ay!, el conocimiento, cuando no se usa, es ira, IRA en sumo grado contra el que sabe hacer lo bueno y no lo hace.
Me parece oír a otro que dice: «Si, yo he oído predicar el Evangelio, pero jamás se me predicó con el ejemplo». Muchos podréis decir eso, y en parte será verdad; pero hay otros a los que no tengo reparo en decirles que mienten con tan falaz excusa. ¡Oh, hombre que gustas de hablar de la inconsistencia de los cristianos! Tú has dicho «que no viven como debieran», y ¡ay!, cuán cierto es lo que dices. Pero hubo una cristiana que tú conociste, y cuyo carácter te viste obligado a admirar; ¿No la recuerdas? Fue la madre que te trajo al mundo. Su testimonio ha sido tu dificultad. Fácilmente podías haber rechazado el Evangelio, pero el ejemplo de aquella santa mujer se levanta insoslayable ante ti y no has podido superarlo. ¿No guardas en lo más tierno y profundo de tu memoria aquellos momentos cuando, por la mañana, abrías tus ojitos y veías el amoroso rostro de tu madre contemplándote, y sorprendías una lágrima furtiva que rodaba por sus mejillas, al tiempo que decía: «¡Oh!, Dios mío, bendice a mi niño para que un día pueda clamar al bendito Redentor»? Recuerda cómo tu padre te reñía a menudo, pero cuán raras veces lo hizo ella; te hablaba con acento de infinito amor. Acuérdate de aquel pequeño aposento alto donde ella te llevó aparte, y rodeando tu cuello con sus brazos, te dedicó a Dios, y oró al Señor para que te salvara en tu niñez. Recuerda la carta que te dio y el libro donde escribió tu nombre, cuando dejaste la casa paterna para correr mundo, y la aflicción con que te escribió cuando se enteró de que te metías en fiestas y diversiones, juntándote con los impíos; recuerda la tristeza de su mirada cuando estrechó tus manos aquella última vez que la dejaste. Recuerda que te dijo: «Harás descender mis canas con dolor al sepulcro, si andas en caminos de iniquidad». Sí, tú sabes que no había afectación en sus palabras, sino que todo era sinceridad. Podías burlarte del ministro y decir que era su oficio, pero de ella no pudiste nunca; era una verdadera cristiana, sin lugar a dudas. Cuántas veces sufrió en silencio tu colérico temperamento y soportó tus rudos modales, porque era un dulce espíritu, quizá demasiado bueno para esta tierra. Sí, sé que te acuerdas de todo esto. No estabas allí cuando murió; no pudiste llegar a tiempo, pero sabes que dijo cuando expiraba: «Solamente deseo una cosa, y luego moriría feliz: ¡que yo pudiera ver a mis hijos caminando en la verdad!» Entiendo que ese ejemplo te deja sin excusa alguna para tu impiedad; y si continuas en la iniquidad, ¡cuán horrible será el peso de tu infortunio!
Pero aún quedan los que dirán que no han tenido una madre como ésta; aquellos cuya escuela primaria fue el arroyo, y cuyo primer ejemplo el de un padre blasfemo. Pero si así hablas, recuerda, amigo mío, que existe un dechado de perfección: Cristo; y de El has leído, aunque no lo hayas visto: Jesucristo, el hombre de Nazaret, fue un varón perfecto; en Él no hubo pecado, ni hubo engaño en su boca. Y si has conocido cristianos que no merecían llevar tal nombre, todo cuanto en ellos no hallaste podrás encontrarlo en Cristo. Así que, cuando esgrimes ese pretexto, recuerda que te arriesgas con una mentira; porque el ejemplo de Cristo, las obras de Cristo, y las palabras de Cristo te dejan sin excusa para tu pecado. ¡Ah!, todavía no hemos terminado; aún queda la siguiente excusa: «Ciertamente, he tenido ocasiones muy propicias, pero nunca despertaron mi conciencia para saberlas aprovechar». Pero yo os digo que muy pocos de vosotros podéis decir esto. Alguno dirá: «Bien, yo he oído al ministro, pero jamás causó la menor impresión en mí». ¡Ah, hombres y mujeres, y todos los que estáis aquí esta mañana!, es necesario que yo testifique contra vosotros en el día del juicio de que estáis mintiendo. Porque hace poco vuestras conciencias han sido tocadas; ¿no he visto yo asomar a vuestros ojos, incluso ahora mismo -confío que lo fueran- tiernas lágrimas de arrepentimiento? No, no siempre habéis permanecido impasibles ante el Evangelio. Han pasado los años para vosotros y es mucho más difícil conmoveros, pero no siempre ha sido así. Hubo épocas en vuestra juventud en las que erais muy impresionables. Recordad que los pecados de vuestra mocedad pudrirán vuestros huesos si todavía continuáis rechazando el Evangelio. Vuestro corazón se ha endurecido, pero así y todo no tenéis excusa; una vez fuisteis sensibles, y, ¡ay!, aún hoy no podéis por menos que conservar algo de aquella sensibilidad. Sé que muchos de vosotros, que os removéis inquietos en vuestros asientos ante el solo pensamiento de vuestras iniquidades, casi os habéis hecho la promesa de que hoy mismo buscaréis a Dios, y que la primera cosa que haréis será subir a vuestro dormitorio, cerrar la puerta y clamar al Señor. ¡Ah!, pero yo recuerdo la anécdota de aquel que le hablaba al ministro de cuán bello espectáculo era poder ver tanta gente llorando. «No», respondió éste, «hay algo más maravilloso todavía, y es que de todos los que lloran, muchos olvidarán sus lágrimas conforme vayan saliendo por la puerta.» Y a vosotros os pasará igual. Pero entonces, cuando lo hayáis hecho, recordaréis que no habéis estado sin el forcejeo del Espíritu de Dios. Recordaréis que Dios ha puesto esta mañana, por así decirlo, una valía en vuestro camino; ha cavado una zanja en vuestro sendero, y ha alzado su mano diciendo: «¡Considerad esto!, ¡cuidado!, ¡cuidado!, ¡cuidado!, ¡que os estáis pecado, ni hubo engaño en su boca. Y si has conocido cristianos que no merecían llevar tal nombre, todo cuanto en ellos no hallaste podrás encontrarlo en Cristo. Así que, cuando esgrimes ese pretexto, recuerda que te arriesgas con una mentira; porque el ejemplo de Cristo, las obras de Cristo, y las palabras de Cristo te dejan sin excusa para tu pecado. ¡Ah!, todavía no hemos terminado; aún queda la siguiente excusa: «Ciertamente, he tenido ocasiones muy propicias, pero nunca despertaron mi conciencia para saberlas aprovechar». Pero yo os digo que muy pocos de vosotros podéis decir esto. Alguno dirá: «Bien, yo he oído al ministro, pero jamás causó la menor impresión en mí». ¡Ah, hombres y mujeres, y todos los que estáis aquí esta mañana!, es necesario que yo testifique contra vosotros en el día del juicio de que estáis mintiendo. Porque hace poco vuestras conciencias han sido tocadas; ¿no he visto yo asomar a vuestros ojos, incluso ahora mismo -confío que lo fueran- tiernas lágrimas de arrepentimiento? No, no siempre habéis permanecido impasibles ante el Evangelio. Han pasado los años para vosotros y es mucho más difícil conmoveros, pero no siempre ha sido así Hubo épocas en vuestra juventud en las que erais muy impresionables. Recordad que los pecados de vuestra mocedad pudrirán vuestros huesos si todavía continuáis rechazando el Evangelio. Vuestro corazón se ha endurecido, pero así y todo no tenéis excusa; una vez fuisteis sensibles, y, ¡ay!, aún hoy no podéis por menos que conservar algo de aquella sensibilidad. Sé que muchos de vosotros, que os removéis inquietos en vuestros asientos ante el solo pensamiento de vuestras iniquidades, casi os habéis hecho la promesa de que hoy mismo buscaréis a Dios, y que la primera cosa que haréis será subir a vuestro dormitorio, cerrar la puerta y clamar al Señor. ¡Ah!, pero yo recuerdo la anécdota de aquel que le hablaba al ministro de cuán bello espectáculo era poder ver tanta gente llorando. «No», respondió éste, «hay algo más maravilloso todavía, y es que de todos los que lloran, muchos olvidarán sus lágrimas conforme vayan saliendo por la puerta.» Y a vosotros os pasará igual. Pero entonces, cuando lo hayáis hecho, recordaréis que no habéis estado sin el forcejeo del Espíritu de Dios. Recordaréis que Dios ha puesto esta mañana, por así decirlo, una valía en vuestro camino; ha cavado una zanja en vuestro sendero, y ha alzado su mano diciendo: «¡Considerad esto!, ¡cuidado!, ¡cuidado!, ¡cuidado!, ¡que os estáis precipitando locamente en los caminos de iniquidad!» Y esta mañana he venido yo a vosotros y, en el nombre de Dios, os he dicho: «Deteneos, deteneos, deteneos, así ha dicho Jehová: Pensad bien sobre vuestros caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?»‘ Y ahora, si queréis, apartad esto de vosotros, apagad estas chispas, extinguid esta antorcha encendida, ¡así debe ser! Vuestra sangre sea sobre vuestra cabeza, y vuestras iniquidades permanezcan a vuestra puerta.
IV. Aun me queda algo más que hacer. Una cosa muy ingrata; porque, por así decirlo, tengo que PONERME EL NEGRO BIRRETE Y PRONUNCIAR SENTENCIA CONDENATORIA. Para aquellos que viven y mueren rechazando a Cristo hay la más horrible condenación. Perecerán en completa destrucción. Hay diferentes grados de castigo, pero el más duro es el que se aplicará a los que han rechazado a Cristo. Os es bien conocido aquel pasaje, creo yo, que nos habla de la parte que tendrá el mentiroso, el fornicario y el homicida -¿imagináis con quién?- con los incrédulos; como si el infierno hubiera sido hecho antes que nada para los incrédulos; como si el abismo hubiera sido cavado, no para los fornicarios, ni para los maledicientes, ni para los borrachos, sino para aquellos que desprecian a Cristo; porque éste es el pecado número uno, el delito más grande por el que los hombres serán condenados. Las otras iniquidades seguirán después, pero ésta será la primera que será juzgada en el juicio. Imaginad por un momento que el tiempo ha pasado y nos hallamos en aquel gran día. Todos hemos sido congregados: vivos y muertos. El sonido de la trompeta resuena fuerte y poderoso. Todos estamos atentos, esperando algo extraordinario. La bolsa cesa en sus cambios; las tiendas son abandonadas por los comerciantes; las calles se llenan de gente. Todos permanecen en calma, saben que el último gran día de negocio ha llegado y que deben ajustar cuentas para siempre. Una solemne quietud reina en el ambiente: no se oye el más mínimo ruido. Todo, todo es silencio. De pronto, una gran nube blanca con solemne fausto surca el cielo, y entonces… ¡oíd el doble clamor de la tierra sobresaltada! En la nube se sienta uno que es semejante al Hijo del Hombre. Todo ojo lo ve, y al final se eleva una unánime exclamación: «¡Es El!, ¡es El!», y luego oís por un lado: «Aleluya, aleluya, aleluya. Bienvenido, bienvenido el Hijo de Dios». Pero, mezclado con estos gritos de júbilo, se percibe el sordo rumor de los llantos y lamentos de aquellos que lo rechazaron. ¡Escuchad! Me parece distinguir cada una de las palabras de su clamor, que llegan a mis oídos como solitarios toques de campana que tañe doblando a muerte. Y ¿qué dicen? «Montes y penas: caed sobre nosotros, y escondednos de la cara de Aquel que está sentado sobre el trono.» ¿Estaréis vosotros entre aquellos que dicen a los montes: «escondednos»?
Supón por un momento, oyente incrédulo, que has partido de este mundo, que has muerto incontrito, y que estás entre aquellos que lloran y lamentan y rechinan los dientes. ¡Oh, cuál no será tu terror! La palidez de tu rostro y el temblar de tus rodillas no será nada comparado con el temor de tu corazón, cuando estés borracho y no de vino, y corras de acá para allá en la embriaguez de tu aturdimiento, y caigas, y te revuelques en el polvo a causa del pavor y el espanto. Porque he aquí El viene, y aquí está con mirada terrible, como dardo de fuego; y ahora ha llegado el momento de la gran separación. Se oye la voz: «Congregad a mi pueblo de entre los cuatro vientos del cielo, a mis elegidos en quienes mi alma se deleita». Éstos son agrupados a su derecha, y allí permanecen. De nuevo truena: «Recoged la cizaña y atadla en manojos para ser quemada». Así serás recogido tú, y puesto a la izquierda atado en manojos. Sólo falta encender la pira. ¿dónde está la tea que la prenda? La cizaña ha de ser quemada, ¿dónde está la llama? La llama sale de Su boca con estas palabras: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y para sus ángeles». ¿Quieres quedarte a mi lado? «¡Apártate!» ¿Buscas bendición? «Eres maldito.» Te maldigo con maldición. ¿Tratas de escapar? «Hay un fuego eterno.» ¿Quieres excusarte? No. «Por cuanto llamé, y no quisisteis; extendí mi mano y no hubo quien escuchase, antes desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis. También Yo me reiré en vuestra calamidad y me burlaré cuando os viniere lo que teméis.» «¿Apártate, te digo, apártate para siempre!» Y así serás echado de su presencia. ¿De qué te recriminas? Oye tus propios pensamientos: «¡Oh!, quisiera Dios que nunca hubiese nacido, que jamás hubiese oído la predicación del Evangelio, ¡Qué nunca hubiese cometido el pecado de rechazarlo!» Éste será el remordimiento del gusano de tu consciencia: «Supe lo mejor, pero no lo hice. He sembrado vientos y recojo tempestades. Se me avisó y no quise detenerme. Se me suplicó y no quise aceptar la invitación. Y ahora me doy cuenta de que me he ocasionado la muerte. ¡Oh!, pensamiento más horrible que todos los pensamientos. ¡Estoy perdido, perdido, perdido! Y éste es el horror de los horrores: que yo mismo he sido la causa de mi perdición; yo he rechazado el Evangelio de Cristo; yo he causado mi propia ruina».
¿Te ocurrirá a ti igual, querido amigo? ¿Serás tú uno de éstos? ¡Ojalá que así no sea! Quiera el Espíritu Santo constreñirte a venir a Jesús, porque yo sé que eres demasiado perverso para doblegarte, y no vendrás si Él no te trae. Así lo espero. Me parece oírte decir: «¿Qué es necesario que yo haga para salvarme?» Escucha el camino de salvación y luego, hasta siempre. Si quieres salvarte «cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo»; porque la Escritura dice: «El que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere será condenado». ¡Allá esta Él muriendo, pendiente de la cruz! Mira a Él y vive.
«Abrázate a Jesús crucificado,
Sin dejar que se mezcle otra creencia.
Sólo Él puede hacer buena la conciencia,
Del pobre pecador desamparado».
Aunque seas un impío, un corrompido, un depravado, un envilecido, Cristo te invita. El recoge incluso lo que Satanás desprecia: Cristo invita a la hez, lo inmundo, la basura, el desecho de este mundo. Ven, pues, y alcanza misericordia. Pero si endureces tu corazón,
«El Señor, de furor revestido,
Levantará su mano y jurará:
Despreciaste el Canaán prometido;
Nunca, pues, el Jordán cruzarás»
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