Colguemos nuestras arpas de los tilos para oír la voz de Jehová que solemnemente habla a sus rebeldes criaturas. «¡Cómo caíste del cielo, hijo de la mañana!» «Tú echas el sello a la proporción, lleno de sabiduría y acabado de hermosura. En Edén, en el huerto de Dios estuviste; toda piedra preciosa fue Tu vestidura; los primores de tus tamboriles y pífanos estuvieron apercibidos para ti en el día de tu creación. Tú, querubín grande, cubridor; y yo te puse, en el santo monte de Dios estuviste; en medio de piedras de fuego has andado. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste creado, hasta que se halló en ti maldad. A causa de la multitud de tu contratación fuiste lleno de iniquidad, y pecaste; por lo que yo te eché del monte de Dios, y te arrojé de entre las piedras del fuego, oh querubín cubridor.»
Cuánta tristeza embarga nuestro corazón al contemplar la ruina de nuestra raza! Como el cartaginés que, al recorrer el desolado escenario de su muy amada ciudad, convertida en escombros por los romanos, derramaría lágrimas de dolor; o como el judío vagabundo por las desiertas calles de Jerusalén lamentaría la destrucción de la belleza y la gloria de aquella ciudad que había sido el deleite de toda la tierra; así deberíamos llorar por nosotros y por nuestra raza, cuando contemplamos la ruina de aquella construcción santa que Dios había formado; aquella criatura, sin igual en armonía de inteligencia casi angelical; aquel poderoso ser, el hombre: caído, caído, caído de su privilegiada posición, convertido en cúmulo de destrucción. Hace unos cuantos años fue vista una estrella centelleando con gran fulgor, pero en seguida desapareció. Se ha dicho que era un mundo incandescente, a miles de millones de kilómetros de nosotros, y, sin embargo, hasta nosotros llegaron los rayos luminosos de su conflagración; la luz, el silencioso mensajero, dio la alarma a los habitantes de este lejano planeta, como diciendo: «¡Un mundo en llamas!» Pero, ¿qué es el incendio de un planeta remoto, qué es la destrucción de la simple materia del más grande de los astros, comparado con la caída de la humanidad, con el naufragio de todo lo que hay de sagrado y santo en nosotros? Es muy difícil hacer comparaciones, cuando nuestro corazón se siente inclinado hacia una de las artes. La caída de Adán fue nuestra caída; caímos en él y con él, somos compañeros de infortunio. Es la ruina de nuestra propia casa la que lamentamos, es la destrucción de nuestra ciudad la que lloramos cuando vemos escrito en palabras lo suficientemente claras para entender su significado: «La intención de la carne -aquella mismísima naturaleza que en otro tiempo fue santa, y que ahora es carnal- es enemistad contra Dios». ¡Quiera el Todopoderoso ayudarme esta mañana a pronunciar contra todos vosotros esta acusación solemne! ¡Oh!, que el Santo Espíritu nos redarguya de pecado de modo tal que, unánimemente delante de Dios, podamos declararnos «culpables».
No hay dificultad en la interpretación del texto que hemos leído; casi no necesita explicación. Todos sabemos lo que la palabra carne significa. la mente natural, el alma que heredamos de nuestros padres, lo que nació en nosotros cuando nuestros cuerpos fueron formados por Dios. El ánimo carnal, la fránema sarkos, los deseos, las pasiones del alma; esto es lo que se ha apartado de Dios para convertirse en su enemigo.
Antes de que pasemos a considerar la doctrina de este texto, observad cuán firmemente lo expresa el apóstol. «La intención de la carne», dice, «es ENEMISTAD contra Dios.» Usa un nombre, y no un adjetivo. No dice meramente que se opone a Dios, sino que es absoluta enemistad. No es oscuro sino oscuridad; no es una enemistad, sino la enemistad misma; no es corrupto, sino corrupción; no es rebelde, sino rebelión; no es impío, sino impiedad. El corazón es engañoso porque es en sí mismo engaño; es maldad en lo concreto, y pecado en su esencia; es el extracto, la quintaesencia de todo lo perverso; no es envidioso de Dios, sino la misma envidia; no está enemistado con Él, sino que es la enemistad misma.
No creo que sea necesario aclarar que se trata de «enemistad contra Dios». No acusa a los hombres de una simple aversión al dominio, leyes o doctrinas de Jehová; sino que asesta un golpe mucho más certero y profundo. No hiere al hombre en la cabeza, sino que se introduce en su mismo corazón; pone el hacha a la raíz misma del árbol y lo llama «enemistad contra Dios», contra la persona de la Divinidad, contra la Deidad, contra el poderoso Autor del universo; no enemistad contra su Biblia o contra su Evangelio, aunque sería justo, sino contra Dios mismo, Su esencia, Su existencia y Su persona. Sopesemos las palabras de este texto porque son solemnes. Han sido trazadas por Pablo, aquel maestro de elocuencia, y además, inspiradas por el Espíritu Santo) quien enseña al hombre cómo hablar rectamente. Quiera El ayudarnos en la exposición de este pasaje, pues El mismo lo puso a nuestra consideración.
Esta mañana hemos de reseñar, primero: la veracidad de esta afirmación; segundo: la universalidad del delito que se nos imputa; tercero: nos adentraremos aún más en este tema, para llevar a vuestros corazones la enormidad de este delito. Después de ello, si tenemos tiempo, deduciremos un par de doctrinas que se derivan de este hecho en general.
1. En primer lugar consideremos la veracidad de esta gran declaración: «La intención de la carne es enemistad contra Dios». Nosotros, como cristianos, creemos todo cuanto esta escrito en la Palabra, y no necesitamos pruebas que nos acrediten su veracidad. Las palabras de la Escritura son palabras de infinita sabiduría, y si nuestra razón no logra vislumbrar la base de alguna afirmación de la revelación, ello nos obliga, más reverentemente, a creerla; pues estamos seguros de que, aún escapando a nuestro entendimiento, no puede estar en oposición a él. La Biblia dice: «La intención de la carne es enemistad contra Dios», y ello me basta. Pero si necesitara otros testimonios, me remontaría a los pueblos de la antigüedad, y desplegando ante mí las páginas de la historia, os leería los horribles hechos de los hombres. Quizá llevaría vuestras almas al aborrecimiento, hablándoos de las crueldades de esta raza para consigo misma; mostrándoos cómo el mundo es un campo de Acéldama por sus guerras, inundado de sangre por sus luchas y asesinatos; enumerándoos la negra lista de los vicios a que todas las naciones se han entregado, o declarándoos el verdadero carácter de alguno de los más famosos filósofos; cosas de las que me ruborizaría hablar, y que vosotros os negaríais a oír; sí, sería imposible para vosotros, refinados habitantes de un país civilizado, soportar la cita de los crímenes cometidos por aquellos hombres que, hoy día, son tenidos como dechados de perfección; temo que si toda la verdad hubiera sido escrita, levantaríamos la cabeza de la lectura de las vidas de esos poderosos héroes y orgullosos sabios de la tierra, para decirles a todos de una vez: «Todos se apartaron, a una fueron hechos inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni aún uno
Y si todo lo dicho no bastase, os llevaría a los errores de los paganos; os hablaría de las intrigas de sus sacerdotes, por las que sus almas han sido esclavizadas en la superstición; pondría ante vosotros sus dioses, y seríais testigos de sus horribles obscenidades: los diabólicos ritos que son lo más sagrado para estos hombres embrutecidos. Entonces, después de haber oído cómo es la religión natural del hombre, os preguntaría: ¿cómo debe ser, pues, su irreligión? Si así es su devoción, ¿cómo será su impiedad? Si este es su amor ardiente a la Deidad ¿cómo será su odio? Estoy seguro que reconoceréis que la acusación está probada, porque sabéis lo que es la raza humana, y que el mundo, sin reservas y sinceramente, debe exclamar: «¡Culpable!»
Otro argumento más puedo encontrarlo en el hecho de que los mejores hombres han sido Siempre los que han estado más dispuestos a confesar su depravación. Los más santos, los más puros, son los que más la han sentido. El que lleva el vestido más blanco percibirá mejor las manchas. Aquél cuya corona brilla con más fulgor, sabrá cuando ha perdido una perla. Aquel que ilumina al inundo con su luz, podrá descubrir siempre su propia oscuridad. Los ángeles del cielo velan SUS rostros, y los ángeles de Dios que están en la tierra, su pueblo escogido, deben siempre velar los suyos con humildad, cuando recuerdan lo que eran. Oíd a David: él no era de los que se jactan de una naturaleza santa y de una condición pura. «He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre.» Leed de todos aquellos santos varones que escribieron este inspirado volumen, y los hallaréis confesando que no eran limpios; si, todos ellos; uno llegó a exclamar: «¡Oh! miserable hombre de mí; ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?»
Y aun más. Citaré otro testigo de la veracidad de este hecho, quien decidirá la cuestión: vuestra conciencia. ¡Conciencia, voy a interrogarte, responde, di la verdad! ¡No estés drogada por el láudano de tu propia seguridad! ¡Di la verdad! No has oído nunca decir al corazón: «Ojalá no hubiera Dios»? ¿No han deseado los hombres, muchas veces, que nuestra religión no fuese verdad? Aunque no han podido librarse del todo de la idea de la Divinidad, no han deseado que Dios no existiera? ¿No han sentido el deseo de que todas estas realidades divinas resultasen ser un engaño, una farsa y una impostura? «Sí», responden todos, «este pensamiento ha cruzado por mí mente muchas veces. He deseado entregarme a la locura y que no hubiera ley que me refrenara; he deseado, como el necio, que no hubiera Dios.» El pasaje de los Salmos: «Dijo el necio en su corazón, no hay Dios», está mal traducido. Debiera decir: «Dijo el necio en su corazón, fuera Dios.» El necio no dice en su corazón que no hay Dios, porque él sabe que lo hay; sino que dice: «Fuera Dios, no necesito ninguno y desearía que no existiera». Y, ¿quién de nosotros no ha sido tan necio que deseara que Dios no existiera? Ahora, conciencia, ¡responde a otra pregunta! Tú has confesado que a veces has deseado que no hubiera Dios; imagínate que un hombre deseara la muerte de otro, ¿no significaría ello que lo odiaba? Y así, amigos míos, el desear que Dios no exista es prueba de que le aborrecemos. Cuando deseo que alguien muera y se pudra en la tumba, que no le hubiese sido dado el ser, debo de odiar a tal persona; de otra manera no desearía que fuese borrado de la existencia. Así pues, este mero deseo -y no creo que haya un solo hombre en el mundo que no lo haya sentido, prueba que «la intención de la carne es enemistad contra Dios».
¡A un tengo otra pregunta, conciencia! ¿No ha deseado nunca tu corazón que, puesto que hay un Dios, fuera un poco menos santo, un poco menos puro, para que todas esas cosas que ahora son grandes crímenes pudieran ser tenidos como ofensas veniales, como pecadillos? Corazón, nunca has dicho: «Agradó a Dios que tales pecados no estuviesen prohibidos. ¡Le agradó ser tan misericordioso que los pasara por alto sin expiación! ¡Le agradó no ser tan severo, tan rigurosamente justo, tan severamente estricto en su integridad!» ¿No has dicho esto alguna vez, corazón mío? La conciencia debe responder: «Lo has dicho». Ese deseo tuyo de querer cambiar a Dios, prueba que tú no amas al Dios que existe, al Dios de cielos y tierra; y aunque puedas hablar de religión natural, y jactarte de que reverencias al Dios de los verdes campos, de las herbosas praderas, del agitado mar, del retumbante trueno, del azul del cielo, de la estrellada noche y del gran universo; aunque amaras el bello y poético ideal de la Deidad, no sería el Dios de la Escritura, porque tú has deseado cambiar su naturaleza, y con ello has probado que eres su enemigo. Pero ¿por qué, conciencia, no he de ir derecho a la cuestión? Tú puedes atestiguar, si quieres decir la verdad, que todos cuantos estamos aquí hemos transgredido tanto contra Dios, hemos traspasado sus leyes tan frecuentemente, profanado sus sábados, pisoteado sus estatutos y despreciado su Evangelio, que es verdad, la más grande de las verdades, que «la intención de la carne es enemistad contra Dios».
II. Ahora, en segundo lugar, consideraremos la universalidad del delito. ¡Cuán amplia es esta afirmación! No habla de una persona ni de una clase especial de caracteres, sino de «la carne». Es una afirmación absoluta que incluye a todos los individuos. Todo ser no regenerado por el Espíritu Santo puede ser llamado carnal con toda propiedad, y su intención es «enemistad contra Dios».
Notad que, por ser de carácter universal, afecta a todas las personas; y no quedan excluidos ni aún los niños de pecho. Nosotros les llamamos inocentes, y en realidad lo son de transgresiones reales, pero como dice el poeta: «En el más tierno pecho hay una piedra». En la mente de un niño hay enemistad contra Dios; no está desarrollada, pero allí está. Hay quien dice que aprenden a pecar por imitación; pero no es así. Tomad un pequeño y, antes de que crezca, ponedle bajo las más piadosas influencias; que el aire que respire esté purificado por la piedad, que beba en arroyos de santidad, que sólo oiga la voz de la oración y la alabanza, que sus oídos estén siempre afinados por las notas del canto sacro; ese niño, a pesar de todo, puede llegar a ser uno de los más grandes transgresores; y aunque aparentemente esté colocado en el mismo camino del cielo, si no es dirigido por la gracia divina marchará hacia abajo, hacia el abismo. ¡Oh!, cuán verdad es que algunos que han tenido los mejores padres han sido los peores hijos; muchos que han sido educados bajo los más santos auspicios, entre las más edificantes escenas de piedad, han llegado, sin embargo, a ser perdidos y licenciosos. Así pues, el niño es malo, no por imitación, sino por naturaleza. Admitid que los pequeños también son carnales; el texto dice: «La intención de la carne es enemistad contra Dios». He oído decir que el cocodrilo recién nacido, cuando aún casi no ha salido del cascarón, se pone en seguida en posición de ataque, abriendo sus fauces como si hubiese sido enseñado y adiestrado. Sabemos que los cachorros de león, aún después de haber sido amansados y domesticados, conservan en su interior la fiereza natural de su raza, y sí se les diese libertad, devorarían con la misma ferocidad que los otros. Igual sucede con el niño; podéis cubrirlo con los verdes mimbres de la educación; podéis hacer con él lo que queráis; pero dado que no sois capaces de cambiar su corazón, su mente carnal continuará en enemistad contra Dios, y a pesar de la inteligencia, talento y cuanto pudierais darle para su provecho, será, si no tan manifiestamente perversa, de la misma índole pecaminosa que la de cualquier otro niño:
«la intención de la carne es enemistad contra Dios».
Y si decimos esto de los niños, podemos aplicarlo igualmente a toda clase de personas. Hay hombres que han venido a este mundo dotados de un espíritu superior, que andan como gigantes, arropados en mantos de luz y gloria; me refiero a los poetas, seres que se yerguen como colosos, más grandes que nosotros, y que parecen descender de las esferas celestiales. Hay otros de aguda inteligencia, quienes, investigando los misterios de la ciencia, descubren cosas que han estado ocultas desde la creación del mundo; hombres de penetrante mirada y gran erudición. Y aún de todos ellos -poetas, filósofos, físicos y grandes descubridores- puede decirse: «La intención de la carne es enemistad contra Dios». Tomad al hombre; instruidle, haced su inteligencia casi como la de los ángeles, infundid en su alma tan admirable espíritu que entienda lo que para nosotros son enigmas y misterios, y pueda descifrarlos en sólo un momento sin esfuerzo; podéis hacerlo, tan poderoso que pueda entender los inexpugnables secretos de las colinas eternas y, en su puño, reducirlos a átomos; dadle una visión aguda, capaz de penetrar en los arcanos de las rocas y montañas; poned en él un alma tan poderosa que pueda vencer a la gigantesca Esfinge que por siglos conturbó a los más grandes hombres de ciencia, y con todo, cuando hayáis hecho todo esto, su mente seguirá siendo depravada, y su corazón carnal continuará en oposición a Dios. Y no sólo eso; traedlo a la casa de oración, que escuche constantemente la más clara predicación de la Palabra y que oiga las doctrinas de la gracia en toda su pureza y santa unción, que aún así, si esa santa unción no descansa sobre él, todo habrá sido en vano. Quizás asista con la máxima regularidad a los cultos, pero como las piadosas puertas de la capilla, con su movimiento de vaivén, entrando y saliendo, él continuará siendo el mismo; tendrá a lo sumo una cierta apariencia de religiosidad, pero su mente carnal continuará en enemistad contra Dios. Esta aseveración no es mía, sino que es una declaración de la Palabra de Dios; y podéis creerla o no, pero no discutáis conmigo; es el mensaje de mi Maestro, y es verdad para todos vosotros -hombres, mujeres y niños, y para mi también- que si no hemos sido regenerados y convertidos, si no hemos experimentado un cambio en el corazón, nuestra naturaleza carnal permanece en enemistad contra Dios.
Asimismo, notad la universalidad de este pecado en todo momento. La intención de la carne es en todo instante enemistad contra Dios. «¡Oh, si!», dirá alguno, «puede ser verdad que muchas veces nos hayamos opuesto a El; pero no ha sido siempre. Habrá habido momentos, es cierto, en que hemos sido rebeldes, en que nuestras pasiones nos han arrastrado; pero también los ha habido de bondad, cuando verdaderamente hemos sido amigos de Dios y le hemos rendido sincera devoción. Hemos permanecido (continúa el que así habla) en la cima de la montaña hasta que, a la vista del panorama que se ofrecía a nuestros pies, nuestras almas han quedado arrobadas y nuestros labios han entonado un himno de alabanza:
Gloriosas son tus obras, creador de bondades.
¡Oh!, Todopoderoso, tuyo es el universo,
Perfecto en su estructura como Tú eres perfecto.
Sí, pero lo que es verdad un día, puede ser mentira al otro; «la intención de la carne es enemistad contra Dios» en todo momento. El lobo, aunque duerma, sigue siendo lobo; la serpiente de matices azulados, aunque esté aletargada entre las flores y un niño pueda acariciar su viscoso lomo, seguirá siendo serpiente; no cambia su naturaleza porque esté dormida. El mar es lugar de grandes tempestades, aún cuando aparezca tranquilo y cristalino como un lago. El trueno es siempre poderoso y horrísono, por muy lejos que lo oigamos. Y el corazón, aún cuando no percibamos su ebullición, aunque no vomite su lava ni arroje fuera las ardientes piedras de su corrupción, será siempre el mismo volcán terrible. A todas horas, en todo momento, a cada instante (y digo esto con palabras de Dios), si sois carnales, sois todos enemigos de Dios.
Veamos otro pensamiento acerca de la universalidad de esta afirmación. Todo el ser es enemistad contra Dios. El texto dice: «La intención de la carne es enemistad contra Dios»; es decir, todo el hombre, todo él: sus facultades y deseos. He aquí una pregunta que se oye con bastante frecuencia: «¿Qué parte del hombre ha sido herida por la caída?» Algunos creen que solamente sus afectos quedaron dañados, pero que la inteligencia permaneció incólume. Para apoyar su razonamiento citan la sabiduría del hombre y sus grandes descubrimientos, tales como la ley de la gravitación universal, la máquina de vapor y las ciencias naturales. Pero yo creo que todas estas cosas son una pobre manifestación del saber humano, comparado con lo que ocurrirá en los próximos cien años, y de insignificante valor si pensamos en lo que el hombre hubiera podido lograr si su inteligencia hubiese continuado en su prístina condición. Creo sinceramente que la caída aplastó al hombre por completo, y que, si bien al precipitarse como un alud sobre el grandioso templo de la naturaleza humana quedó algún capitel sin destruir, y entre las ruinas encontráis, aquí y allá, gárgolas, pedestales, cornisas y columnas casi enteros, con todo, toda la estructura se derrumbó, y sus más preciadas reliquias son cosas caídas, hundidas en el polvo. Todo el hombre está desfigurado. Mirad nuestra memoria; ¿no es cierto que también está degenerada? Yo puedo recordar lo malo mucho mejor que lo que sabe a piedad. Si oigo una canción obscena su música infernal vibrará en mis oídos hasta que la cabeza se me cubra de canas; pero Si fuera de santa alabanza, ¡qué lástima! La olvidé. Porque la memoria agarra con mano de hierro todo lo malo y sujeta con débiles dedos todo lo bueno. Permite que las maderas preciosas de los bosques del Líbano se deslicen por el arroyo del olvido; pero retiene toda la hez e inmundicia que sube de la depravada ciudad de Sodoma. Alberga lo malo y deja lo bueno. La memoria está pervertida. E igual ocurre con nuestros afectos. Amamos todo lo de esta tierra más de lo que debiéramos; nuestro corazón se siente pronto atraído por una criatura, pero muy pocas veces por su Creador; y aún cuando lo entreguemos a Jesús, su intención es siempre apartarse de Él. ¿Y nuestra imaginación? ¡Oh! ¡Cómo se revela cuando el cuerpo está enfermizo! Dad al hombre algo que lo intoxique, drogadlo con opio, y ¡con qué gozo danzará su imaginación! ¿Cómo volará con alas más que de águila, como un pájaro libre! Ve cosas que no hubiera soñado ni aún en las sombras de la noche. ¿Por qué no obra la imaginación cuando el cuerpo se encuentra en condiciones normales? Simplemente, porque está depravada, y mientras no entra en acción un elemento extraño -mientras el cuerpo no comienza a estremecerse bajo los efectos de la intoxicación- la fantasía no puede celebrar su orgía. Existen espléndidas muestras de lo que algunos hombres escribieron bajo el maldito influjo de bebidas espirituosas. La mente está tan corrompida que desea todo cuanto pueda sumir al cuerpo en condiciones anormales; y en ello tenemos una prueba de que la imaginación se ha descarriado. ¿Y el juicio? Puedo probar lo injusto de sus decisiones. Y de igual modo puedo acusar a la conciencia, haciéndoos ver su ceguera y tolerancia para con las más grandes atrocidades. Si recapacitamos sobre cada una de nuestras facultades, no cabe duda de que habremos de escribir sobre todas ellas: «¡Traidor contra el cielo! ¡Traidor contra Dios!» Porque la intención de toda la carne «es enemistad contra Dios».
Ahora bien, queridos oyentes, solamente «la Biblia es la religión de los protestantes», pero hay un libro, reverenciado por nuestros hermanos los episcopales, que me da completamente la razón y que me complace citar. Habéis de saber que si me juzgáis por los Artículos de la Iglesia Anglicana, no hallaréis bajo el azul del cielo predicador más fiel al evangelio en ellos contenidos; porque si hay un verdadero compendio del Evangelio, éste se encuentra en los mencionados Artículos. Para demostraros que no os hablo de doctrinas extrañas, leamos el Artículo Noveno que trata del pecado original o de nacimiento: «El pecado original no consiste en imitar a Adán (como vanamente enseñan los pelagianos), sino que es la falta y la corrupción de la naturaleza de todo hombre, engendrada de modo natural en todos los descendientes de Adán, por la cual el hombre se encuentra completamente alejado de su primitiva justicia, y es inclinado por su propia naturaleza a hacer el mal, de manera que la carne codicia siempre contra el espíritu; y por tanto, toda persona venida a este mundo es merecedora de la condenación y de la ira de Dios. Y esta contaminación de la naturaleza permanece aún en aquellos que han sido regenerados; por lo que la concupiscencia de la carne, llamada en griego frónema sarkos, y que algunos interpretan como sabiduría, sensualidad, afecto o deseo de la carne, no se sujeta a la ley de Dios. Y aunque no hay condenación para aquellos que creen y son bautizados, con todo, el Apóstol confiesa que la concupiscencia y el deseo tienen en sí mismos la naturaleza del pecado». No necesito más. ¿Hay alguno que crea en el Ritual y que no esté de acuerdo con la doctrina de que «la intención de la carne es enemistad contra Dios»?
III. En tercer lugar, como dije al principio, trataré de mostraros lo grave de esta culpa. Me temo, hermanos, que muy frecuentemente, cuando consideramos nuestra situación, no pensamos tanto en la culpa en sí, como en sus consecuencias. Muchas veces he leído sermones sobre la inclinación del pecador a hacer lo malo, en los que esto ha sido eficazmente probado, humillando y abatiendo el orgullo humano; pero hay algo que, si se pasa por alto, lo considero una omisión lamentable: la doctrina de que el hombre es culpable de todas estas cosas. Si su corazón está contra Dios, debemos decirle que es por su pecado; y si no puede arrepentirse, deberíamos decirle que la única causa de su impotencia es el pecado; que su desvío de Dios es pecado; que su alejamiento de Dios es pecado. Me temo que muchos de los que estamos aquí debemos reconocer que no acusamos a nuestras conciencias de su pecado. Sí, decimos, hay en nosotros mucha maldad. ¡Desde luego! Pero nos quedamos tan tranquilos. Hermanos míos, no debiera ser así. Precisamente nuestro delito es tener esta maldad que deberíamos confesar como algo enorme; y si yo, como ministro del Evangelio, no buscara donde reside la raíz de la maldad, no daría con el verdadero virus de la misma. Y sería omitirlo que es su misma esencia, si no os hiciera ver que es un delito. Así pues, «la intención de la carne es enemistad contra Dios». ¡Qué gran pecado es éste! Esto se pondrá de manifiesto de dos maneras. Considerad nuestra posición en relación con Dios, y entonces, recordad lo que Dios es; y cuando haya hablado de estas dos cosas, espero que veáis verdaderamente que estar enemistado con Dios es pecado.
¿Qué es Dios para nosotros? Es el Creador de cielos y tierra, el que sostiene las columnas del universo, el que con su aliento perfuma las flores y con su lápiz las pinta de bellos colores; Él es el autor de esta maravillosa creación; «somos ovejas de su prado; él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos»; está unido a nosotros en parentesco como Hacedor y Creador, y por ello exige ser nuestro Rey. El es nuestro legislador, el autor de la ley; y para que nuestro pecado sea más negro todavía. El es gobernador de la providencia, porque es El quien nos cuida día tras día. Provee nuestras necesidades, mantiene la respiración en nuestros pulmones, ordena a la sangre que siga su curso por nuestras venas, nos mantiene en vida y nos guarda de la muerte, se nos presenta como nuestro Creador, nuestro Rey, nuestro Sustentador, y nuestro Bienhechor. Y yo pregunto: ¿No es un pecado de enorme magnitud -alta traición contra el Emperador del cielo-, no es un horrible pecado, cuya profundidad no podemos medir con todas las sondas de nuestra razón, que nosotros, sus criaturas, que dependemos de Él en todo y para todo, seamos sus enemigos?
Pero el delito adquiere sus verdaderas proporciones cuando pensamos en lo que Dios es. Permitid que personalmente apele a vosotros en forma de interrogatorio para que mis palabras tengan más fuerza. ¡Pecador! ¿por qué estás enemistado con Dios? El es un Dios de amor, Él es bueno para con sus criaturas, te mira con amor benevolente y por eso cada día su sol brilla sobre ti, estás alimentado y vestido, y has llegado hasta aquí con salud y vigor. ¿Odias a Dios porque te ama? ¿Es esa la razón? ¡Considera cuántas mercedes has recibido de sus manos todos los días de tu vida! No has nacido deforme y has tenido una salud considerable, has sido rescatado muchas veces de la enfermedad cuando estabas a las puertas de la muerte, su brazo ha detenido tu alma cuando estaba a un paso de la destrucción. ¿Odias a Dios por todo esto? ¿Le odias porque por su tierna misericordia te perdonó la vida? ¡Contempla cuánta bondad ha derramado sobre ti! Podía haberte enviado al infierno, pero estás aquí. Así pues, ¿le odias por perdonarte? ¡Oh! ¿por qué razón eres su enemigo? ¿No sabes que Dios envió al Hijo de su amor, colgándolo de un madero, y allí lo sujetó hasta que murió por los pecadores, el justo por los injustos? Y ¿odias a Dios por ello? ¡Oh! pecador, ¿es ésta la causa de tu enemistad? ¿Serás tan desagradecido que devuelvas odio por amor? Y porque te ha rodeado de favores, colmado de misericordia y llenado de bondad infinita, ¿le aborreces? Él puede decir como Jesús a los judíos: «¿Por cuál obra de éstas me apedreáis?» ¿Por cuál de estas obras odias a Dios? Si una persona te procurara el alimento, ¿la odiarías?; si te vistiera, ¿abofetearais su rostro?; si te hubiese dado talentos, ¿volverías esas facultades contra ella? ¡Oh, responde! ¿Forjarías tú el hierro y la daga para clavarlo en el corazón de tu mejor amigo? ¿Odias a la madre que te amamantó sobre sus rodillas? ¿Maldices al padre que veló por ti sabiamente? Dices que no; nosotros sentimos algo de gratitud hacia nuestros familiares de este mundo. ¿Cómo son vuestros corazones, y dónde los tenéis, que aún podéis odiar a Dios y ser sus enemigos? ¡Oh, diabólico crimen, satánica atrocidad, iniquidad que no hay palabras para describir! ¡Odiar al Amor Supremo, despreciar la esencia de la bondad, aborrecer al siempre misericordioso, desdeñar al eterno bienhechor, escarnecer al bueno, al compasivo, y sobre todo, odiar al Dios que entregó a su Hijo para morir por nosotros! Temblad al solo pensamiento de que «la intención de la carne es enemistad contra Dios». Querría hablaros con más poder, pero únicamente mi Maestro puede grabar en vosotros el enorme mal del horrible estado de vuestro corazón.
IV. De todo lo que hemos considerado, trataré de deducir, como os dije al principio, un par de importantes doctrinas. ¿Está la carne «en enemistad contra Dios»? Entonces la salvación no puede ser por méritos, sino por gracia. Si estamos enemistados con El, ¿qué mérito podemos tener? ¿Cómo podemos merecer algo de Aquél a quien odiamos? Pero aunque fuésemos tan puros como Adán, tampoco mereceríamos nada; porque no creo que él tuviera ningún mérito delante de su Creador, ya que cuando había guardado todas sus leyes, siervo inútil era, pues no había hecho más de lo que debía hacer: Otra doctrina que sacamos es, la necesidad de un completo cambio de nuestra naturaleza. Es verdad que desde que nacemos somos enemigos de Dios. ¡Cuán necesario es, pues, que nuestra naturaleza sea cambiada!; pero hay muy poca gente que lo crea sinceramente. Piensan que, cuando estén a las puertas de la muerte, con clamar: «Señor, ten misericordia de mí», irán derechos al cielo. Supongamos, por un momento, un caso imposible de ocurrir. Imaginaos a un hombre que, sin que su corazón hubiese cambiado, entrara en el cielo. Se acerca a la puerta, oye un cántico, ¡se sobresalta!: es de alabanza a su enemigo. Ve un trono, y sentado en él a alguien que es glorioso: es su enemigo. Pasea por calles de oro, pero aquellas calles son de su enemigo. Ve huestes de ángeles, pero aquellas huestes son de siervos de su enemigo. Está en casa de su enemigo, porque se halla enemistado con Dios. No podría unir su voz al coro que canta, porque no sabría la música. Permanecería quieto, callado, hasta que Cristo dijera, con voz más fuerte que miles de truenos: «¿Qué haces tu ahí? ¿Enemigos en un banquete de bodas? ¿Enemigos en la casa de los hijos de Dios? ¿Enemigos en el cielo? Echadle no poseía saldo favorable ni superávit. Mas, habiendo venido a ser enemigos de Dios, ¿qué esperanza de salvación tenemos por nuestras obras? No; la Biblia nos dice, desde el principio hasta el fin, que la salvación no es por las obras de la ley, sino por la acción de la gracia. Martín Lutero decía que él predicaba continuamente la justificación por la fe sola, y añadía: «Porque la gente suele olvidarlo; de manera que casi me veo obligado a golpear sus cabezas con mi Biblia para meterla en sus corazones». Y es una realidad que incesantemente olvidamos, que la salvación es por la gracia sola; pero nosotros siempre intentamos añadir las migajas de nuestra virtud: queremos cooperar en algo. Recuerdo un dicho del viejo Matthew Wilkes: «¡Tratar de salvarse por las obras es como intentar llegar a América en un barco de papel!»
¡Es imposible salvaros por ellas! El pobre legalista es como el caballo ciego que da vueltas al molino; o como el prisionero que sube los escalones de la rueda con que mueve una maquina sin moverse nunca del mismo sitio, siempre al mismo nivel después de todo su esfuerzo, sin una esperanza ni tierra firme donde apoyarse. No hace bastante, «nunca bastante». La conciencia siempre dice: «Esto no es perfección; debería ser mejor» La salvación de los enemigos ha de ser por medio de un embajador -por una expiación-; sí, por Cristo.
Otra doctrina que sacamos es, la necesidad de un completo cambio de nuestra naturaleza. Es verdad que desde que nacemos somos enemigos de Dios. Cuán necesario es, pues, que nuestra naturaleza sea cambiada; pero hay muy poca gente que lo cree sinceramente. Piensan que cuando estén a las puertas de la muerte, con clamar: «Señor, ten misericordia de mi», irán derechos al cielo. Supongamos por un momento, un caso imposible de ocurrir. Imaginaos a un hombre que, sin que su corazón hubiese cambiado, entrara en el cielo. Se acerca a la puerta, oye un cántico, se sobresalta; es de alabanza a su enemigo. Ve un trono, y ve sentado en él a alguien que es glorioso: es su enemigo. Ve huestes de ángeles, pero aquellas huestes son de siervos de su enemigo. Está en casa de su enemigo, porque se halla enemistado con Dios. No podría unir su voz al coro que canta, porque no sabría la música. Permanecería quieto, callado, hasta que Cristo dijera, con voz más fuerte que miles de truenos: «¿Qué haces tú ahí?» ¿Enemigos en un banquete de bodas? ¿Enemigos en la casa de los hijos de Dios? ¿Enemigos en el cielo? «Echadle de aquí ¡Apártate, maldito, al fuego eterno del infierno!» ¡Oh, amigos!, si el hombre no regenerado pudiera entrar en el cielo, y cito una frase harto repetida de Whitefield, sería tan desgraciado allá, que rogaría a Dios le permitiera precipitarse en el infierno en busca de refugio. Si pensamos en la condición futura, debemos reconocer que es necesario un cambio, porque ¿cómo podrán jamás los enemigos de Dios sentarse a las bodas del Cordero?
Y para terminar -y esto está en el texto después de todos recordaré que este cambio debe ser obrado por un poder superior al vuestro. Un enemigo puede convertirse en amigo, pero nunca la enemistad en amistad. Si el ser enemigo se debiera a algo añadido a la naturaleza del hombre, éste podría transformarse en amigo; pero si la misma esencia de su existencia es enemistad positiva, ésta no puede cambiarse a sí misma. Debe haber algo mucho más poderoso que lo que nosotros podamos hacer, y este algo es precisamente lo que se ha olvidado en nuestros días. Si queremos tener más conversiones, debemos predicar con más frecuencia sobre el Espíritu Santo. Os digo, amigos, que, aunque os cambiéis a vosotros mismos, aunque os hagáis mejores y mejores cada día, jamás seréis lo suficientemente buenos para el cielo. Hasta que el Espíritu de Dios ponga sobre vosotros su mano, hasta que renueve vuestro corazón y purifique vuestra alma, hasta que cambie totalmente vuestro espíritu y os haga nuevas criaturas, no podréis entrar en el cielo. Cuán seriamente deberíais pararos a meditar. Heme aquí: criatura de un día, mortal nacido para morir, y sin embargo inmortal. Ahora estoy enemistado con Dios. ¿Qué haré? ¿No es mi obligación y mi dicha preguntar dónde puede hallar un camino que me lleve a la reconciliación con Él?
¡Oh! afligidos esclavos del pecado, ¿no son vuestros caminos senderos de locura? ¿Es sensato odiar a Dios? ¿Es sensato estar enemistado con El? ¿Es prudente despreciar las riquezas de su gracia? Si es sensato, será una sensatez infernal. Si es sabio, será con la sabiduría que es necedad para con Dios. ¡Oh! quiera el Todopoderoso daros que os volváis a Jesús con firme propósito de corazón. El es el embajador del cielo; puede pacificar por su Sangre, y aunque hayáis entrado aquí como enemigos, si podéis mirar a la serpiente de bronce que fue levantada, a Cristo Jesús, saldréis por esa puerta siendo sus amigos. Puede que el Espíritu Santo haya convencido de pecado a alguno. A vosotros os anunciaré el camino de salvación. «como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado para que todo aquel que en El creyere no se pierda sino que tenga vida eterna.» ¡Mirad, trémulos penitentes, he aquí los medios de vuestra libertad! Volved vuestros ojos llorosos a la cima del Calvario, y contemplad a la víctima de la justicia, el sacrificio expiatorio de vuestras transgresiones. Ved al Salvador en su agonía, cubierto de sangre -el precio de vuestras almas soportando vuestro castigo, rodeado de las más intensas angustias y dolores. El murió por ti, si ahora confiesas tus culpas. Ven, alma condenada, vuelve tus ojos acá, porque una sola mirada salva. Pecador, tú has sido mordido. ¡Mira!, solamente ¡mira!; simplemente ¡mira! Y aunque no puedas hacer otra cosa sino mirar a Jesús, tú eres salvo. Oye la voz del Redentor: «Mirad a mí y sed salvos». ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad! Oh, alma culpable,
Abrázate a Jesús crucificado
Sin dejar que se mezcle otra creencia
Sólo Él puede hacer buena la conciencia
Del pobre pecador desamparado».
Quiera mi bendito Señor ayudaros a ir a Él, y llevaros a su Hijo, por amor de Jesús. Amén y amén.
***