Fijaos bien en lo que acabamos de decir; de otra suerte sufriríais una equivocación. Fijaos sólo en la fe, la cual es el conducto de la salvación, vendréis a olvidar la gracia que es el origen y fuente de la fe misma. La fe es la obra de la gracia de Dios en nosotros. «Nadie puede decir que Jesús es el Cristo sino por el Espíritu Santo» (1 Cor. 12:3). «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere» (Juan 6:44). Así es que el venir a Cristo o en otras palabras la fe, es el resultado de la atracción divina.
La gracia es el manantial y la corriente: la fe es el acueducto por el cual el río de la misericordia fluye, refrescando a los mortales sedientos. ¡Qué lástima que el conducto llegue alguna vez a romperse! En los alrededores de México se presenta el cuadro triste de muchos acueductos notables que ya no conducen agua a la ciudad, pues los arcos están rotos y aquellas obras maravillosas se encuentran arruinadas. Preciso es que el conducto se conserve integro, a fin de conducir la corriente.
Así también la fe tiene que ser firme y sana, constituyendo un conducto útil y directo entre Dios que está arriba y nosotros que estamos abajo, y de este modo comunique la gracia a nuestras almas.
1. Pregunta. ¿QUE ES ESTA FE con respecto a la cual se dice «por gracia sois salvos por medio de la fe «? Muchas descripciones de la fe han salido a luz, mas casi todas las que he encontrado me han hecho comprender menos que antes de haberlas conocido Espero no incurrir yo en la misma falta.
La fe es el más sencillo de los actos mentales. Quizá por esta misma sencillez se nos hace más difícil explicarla.
¿Qué, pues, es la fe? Contestación: La fe se compone de tres elementos, a saber: el conocimiento, la creencia y la confianza.
1. Primero el conocimiento. Ciertos teólogos romanos, afirman que el hombre puede creer aquello que todavía no conoce. Quizá un romanista es capaz de hacerlo, mas yo no. «Cómo creerán en aquél de quien no han oído?» (Rom. 10:14). Debo estar enterado de un hecho antes de poder creerlo. Varias son las cosas que creo, pero no puedo afirmar que creo en multitud de cosas que jamás he oído. «La fe viene por el oír.» Tenemos que oír primero, a fin de sepamos lo que nos conviene creer. «Y confiar en ti los que saben tu nombre» (Salmo 9:10). Nuestra medida de ciencia es esencial a la fe; he aquí la importancia de adquirir conocimientos. «Inclinad vuestros oídos y venid a mi: oíd y vivirá vuestra alma» (Isaías 55:3). Tal fue la palabra del antiguo profeta, y tal es la palabra del Evangelio todavía. «Escudriñad las Escrituras» y aprended lo que enseña el Espíritu Santo acerca de Cristo y de la salvación. Procurad saber que Dios existe y que «Es galardonador de los que le buscan» (Hebreos 11:5). ¡Que él os conceda el espíritu de conocimiento y del temor de Jehová! Isaías 11:2. Conoced el Evangelio, sabed lo que son las buenas nuevas, y cómo hablan estas del perdón gratuito y del cambio de corazón, de la adopción en la familia de Dios y de otras bendiciones incontables.
Conoced a Dios, conoced su Evangelio, y especialmente a Jesucristo el Hijo de Dios, el Salvador de los hombres, unido a nosotros por su naturaleza humana y unido a Dios, puesto que es divino, y por lo tanto idóneo para obrar como mediador entre Dios y el hombre. Jesús sabe colocar las manos sobre los dos, sirviendo de eslabón que une al pecador con el Juez de toda la tierra.
Esforzaos en conocer más y más a Cristo. Pablo, después de veinte años de convertido, manifestó a los Filipenses que todavía deseaba conocer más a Cristo. Fijaos en esto: cuanto más conocemos acerca de Cristo, tanto más entrará el deseo de conocerle a fin de que aumente nuestra fe. La fe, pues, comienza con la ciencia. De aquí se deduce la utilidad de ser instruidos en la verdad divina, puesto que el conocimiento de Cristo es vida eterna. Juan 17:3.
2. En seguida, la inteligencia se dispone a creer las cosas que son ciertas. El alma cree que hay un Dios y que éste escucha el clamor de los corazones sinceros; que el Evangelio es de Dios, y que la justificación por la fe es la gran verdad que Dios ha revelado con suma claridad. Luego el corazón cree que Jesús de hecho y en verdad es nuestro Dios y Salvador, el Redentor de los hombres, el profeta, sacerdote y rey de su pueblo.
Queridos oyentes, ruego a Dios que desde luego vengáis a parar en esto y a creer firmemente que «la sangre de Jesucristo, el querido Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado» (1Juan 1:7); que el sacrificio consumado por él es aceptado por Dios como cabal y perfecto, por cuyo motivo, aquel que cree en Jesús no tiene condenación.
3. Por las anteriores consideraciones ya hemos hecho avances considerables hacia la fe. Con todo eso, antes de completar la idea de la fe salvadora, es absolutamente necesario agregar otro ingrediente, a saber: confianza. Entregaos al Dios misericordioso; haced que vuestra esperanza descanse en el Evangelio de gracia. Confiad vuestra alma al Salvador que una vez murió, pero ahora vive. Lavad vuestros pecados en aquella sangre expiatoria; aceptad la justicia perfecta, y todo estará bien. La confianza es la sangre vivificadora de la fe. Sin esta confianza la fe deja de existir.
II. LA FE EXISTE EN VARIOS GRADOS, según los conocimientos del Individuo y otras circunstancias. En algunos casos la fe no pasa más allá de el acto de asistir a Cristo.
1. Fijaos por un momento en la madreselva que crece en nuestros huertos. Quizá está caída y tendida desordenadamente sobre el suelo cubierto de cascajo. Haced que la planta descanse sobre un arbusto, o un enrejado, o una estaquilla. Desde luego se agarra a estos objetos merced a unos ganchillos provistos por la naturaleza, con los cuales se une a cualquier objeto que se le ofrece.
De semejante modo, todo hijo de Dios tiene en su alma ganchillos espirituales; es decir, pensamientos, deseos y esperanzas, por los cuales se une con Cristo y sus promesas.
Aunque dicha fe es de un carácter sencillo, constituye, sin embargo, un grado sumamente completo y eficaz.
Podríamos decir que en este caso, el corazón es la esencia de toda la fe. Nos acogemos a ella al encontrarnos en grandes apuros, o cuando nos hallamos trastornados por alguna enfermedad, o abatidos en nuestro espíritu.
Y como no nos queda otro recurso, nos colgamos de algún objeto, y eso es el alma de fe. ¡Oh pobre corazón! si todavía no conoces todo lo que desearías conocer acerca del Evangelio, apégate a lo que ya conoces. Si hasta ahora te asemejas solamente a la oveja que penetra un poco dentro del río de la vida, y no llegas a imitar al leviatán, que hace revolver las aguas del hondo mar hasta sus profundidades, no por eso dejes de beber. Porque el beber, más que el sumergirse, es lo que te salvará. Afiánzate, pues de Cristo; únete a él; abrázate a él, que esto es el alma de la fe. Imita a la madreselva.
2. Otra forma de la fe es, cuando un Individuo se asocia con otro en virtud del conocimiento que tiene de la superioridad de su compañero, y consiente en seguir bajo su mando. Este grado de la fe requiere mayores conocimientos que el anterior.
Un ciego tiene confianza en su guía, porque sabe que ve. Anda confiadamente por donde le conduzca su guía. Es tal vez ciego de nacimiento, y desconoce lo que es la vista, pero sabe que existe, y si su amigo la posee. De consiguiente estrecha con toda espontaneidad la mano del guía y sigue su dirección.
Esta representación o imagen de la fe, es la más exacta que podemos idear. Sabemos que Jesús tiene en si méritos, poderes y bendiciones no poseídos por nosotros. Por lo tanto, nos entregamos gozosamente a El y nos ponemos bajo su dirección.
El niño que concurre a la escuela está obligado a tener fe en la ilustración de su maestro. Este le enseña, por ejemplo, la Geografía, instruyéndole sobre los continentes, los océanos, los diversos países, ciudades y gobiernos. El niño no puede saber por si mismo que estos datos sean exactos, pero confía en su preceptor y en los libros puestos en sus manos.
Eso es precisamente lo que tendréis que hacer con relación a Cristo, si es que deseáis ser salvos. Habéis de saber, porque él lo ha dicho; y habéis de creer, porque él lo ha asegurado; y habéis de confiar, porque él os promete la salvación. Casi todo lo que vosotros y yo sabemos, lo hemos adquirido mediante la fe.
Acaba de obtenerse un descubrimiento científico, y confiamos en su verdad. ¿Y en qué basamos nuestra confianza? En la autoridad de ciertos sabios bien conocidos, y cuya reputación está bien establecida. No hemos presenciado, ni hemos practicado los experimentos de estos señores; no obstante, creemos su testimonio.
Así habéis de obrar con respecto a Cristo. Puesto que él os enseña ciertas verdades, habéis de ser sus discípulos, creer sus palabras y confiar en su persona. El os supera infinitamente y se presenta a vuestra aceptación como maestro y Señor. Si le aceptáis a él y sus dichos, seréis salvos.
3. Otro grado de fe, todavía superior es, el que nace del amor. ¿Por qué confía el niño en su padre? Puede ser que yo o vosotros sepamos más acerca de aquel padre que el Hijo y no obstante, confiamos menos implícitamente en él. La razón por que el hijo confía en su padre, se encuentra en el amor que el primero tiene al segundo.
Bienaventurados y felices los que poseen una dulce fe en Jesús, mezcla con un amor profundo.
Quedan encantados con su carácter, satisfechos con su misión, y arrobados por la benignidad que siempre ha manifestado. No pueden dejar de confiar en él, puesto que tanto le admiran, tanto le reverencian y tanto le aman.
Difícil es que alguien nos haga dudar de la persona a quien amamos. Si en último caso nos vemos obligados a ello, entonces surge la terrible pasión de los celos, que es fuerte como la muerte y cruel como el sepulcro. Pero antes que venga el quebrantamiento de corazón, el amor es pura confianza, completa seguridad.
4. La fe realiza la presencia del Dios viviente y del Salvador. Cría en el alma cierta tranquilidad y reposo parecidos a los que se hallaban en el alma de una niña durante una tormenta. Su madre se alarmaba, pero la amable niña estaba muy contenta y palmoteaba en el momento en que el cielo relampagueaba más vivamente, y gritaba con acentos infantiles:
-¡Mira, mamá! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito! su madre contestó: -Niña, quítate de ahí, me espanta el relámpago. Mas la muchacha pedía que se le permitiera asomarse y contemplar la luz tan preciosa que Dios producía en todo el cielo. Era que estaba segura de que Dios no haría ningún mal a la que era su hija.
-¡Pero escucha los truenos tan terribles! -contestó la madre.- ¿No dijiste mamá, que Dios habla en el trueno? Si, -respondió la madre temblando.
-¡Oh! dijo la niña- ¡qué bonito es oírle!, habla muy serio, pero yo creo que es porque él quiere que la gente sorda le oiga. ¿No es así, mamá?
Y así seguía charlando, alegre como un pajarito, porque Dios existía para ella, y ella confiaba en Dios. Para ella el rayo era la luz preciosa de Dios, y el trueno la voz maravillosa de él, y esto la ponía contenta.
Me arriesgo a decir que su mamá conocía mucho más acerca de las leyes naturales y de las fuerzas eléctricas que su hija, mas estos conocimientos le traían poco consuelo. Los conocimientos de la madre serian pretenciosos; en cambio eran mucho más acertados y consoladores los de la hija.
Por mi parte preferiría ser otra vez un niño, que llegar a pervertirme con la sabiduría. La fe nos hace portarnos como niños para con Cristo, creyendo en él como en una Persona real y presente, que está muy inmediata a nosotros y pronta a bendecimos.
Quizá esto sea un sueño infantil; pero nos conviene llegar a semejante simplicidad, si deseamos ser felices en el Señor. «De cierto os digo que si no os convirtiereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mat. 18:3). La fe acepta la palabra de Cristo, así como el niño confía en su padre y con toda simplicidad le fía el pasado, el presente y el porvenir. ¡ Que Dios nos conceda tal fe!
5. Otro grado de la fe proviene de los conocimientos ya comprobados. A esta clase de fe acompaña el crecimiento en gracia: cree en Cristo puesto que le conoce, y tiene confianza en él, puesto que Cristo se ha mostrado infaliblemente fiel. Esta fe no busca ni señales ni notas, sino cree con atrevimiento.
Contemplad la fe del marinero en su jefe. Me causa admiración. El marinero suelta el cable, y a impulso del vapor el barco se aleja del muelle. Pasan días, semanas y aun meses, sin que se divise otra embarcación o alguna tierra. Sin embargo, sigue de día y de noche impávido hasta que cierta mañana se halla frente al puerto deseado, y hacia el cual ha venido navegando. ¿Cómo ha descubierto la ruta sobre el Océano, en el que se borra todo rastro? Ha confiado en su brújula, su carta marina, su anteojo y en los cuerpos celestes. Obedeciendo las indicaciones de estos auxiliares y sin ver la tierra, navega con sumo acierto. Al terminarse el viaje, no necesita variar un punto para entrar al puerto. ¡ Cosa maravillosa eso de navegar sin vista!
Hablando ahora espiritualmente, consideramos bienaventurado a aquel que, abandonando las costas de la vista, dice un adiós a las emociones interiores, a las providencias consoladoras, a las señales y a todo eso. Cree en Dios, y desde luego se dirige hacia el cielo. «Bienaventurados los que no han visto, y sin embargo han creído» (Juan 20:29). A ellos les será ministrada al fin una entrada abundante al cielo, y les será concedido un viaje próspero en el camino.
III. Concluiremos con el tercer punto. «¿COMO PODEMOS OBTENER Y AUMENTAR LA FE?»
Esta pregunta es para muchos muy seria. Dicen que desean creer, pero que no pueden. Nos conviene, pues, tratarlo de una manera práctica y no suscitar cuestiones absurdas. En vez de preguntar, ¿qué he de hacer para creer?, correspondía creer de una vez, y no fijarse en pequeñeces. Pronto sabremos lo que es la fe, si desde luego creemos lo que aceptamos como cierto. Si el Espíritu Santo inspira en vosotros franqueza y candor creeréis la verdad en el Instante en que esta os sea presentada. Tenéis el mandamiento de creer en Cristo, y sabiendo que él es seguro, os conviene confiar en él de una vez. De todas maneras el mandato es firme y claro: «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo.»
1. Si tropezáis con alguna dificultad, presentadla a Dios en la oración. Comunicad con el Padre vuestra perplejidad, y rogadle que por su Espíritu Santo resuelva la duda. Si no puedo aceptar alguna afirmación contenida en un libro, me permito interrogar al autor sobre el sentido de sus palabras. Con mayor razón, la explicación del Autor divino satisfará al investigador sincero. El Señor está pronto para hacerse conocer. Acudid a él y veréis si no es cierto.
2. Después si la fe os parece difícil, se os hará fácil oyendo con frecuencia y con atención las cosas que se os manda creer. Creemos una multitud de cosas por haberlas oído tantas veces. ¿No habéis notado que en la vida común, si oís una cosa afirmada cincuenta veces al día, al fin llegáis a creerla? Algunos por este método han llegado a creer hasta lo falso. Dios empleará este método para obrar fe en vosotros acerca de lo que es cierto: «La fe es por el oír» (Romanos 10:17).
3. En caso de que dichos consejos parezcan inadecuados, agregaré el siguiente: «Oíd el testimonio de otros.» Los samaritanos creyeron a causa de lo que la mujer les dijo acerca de Jesús. Muchas de nuestras creencias estriban en el testimonio de otros. Creo, por ejemplo, que hay un país llamado el Japón. Nunca lo he visto, y sin embargo, creo que existe, pues otros han estado allí. También creo que moriré. Jamás he tenido esa experiencia; pero muchos de sus conocidos han muerto, y tengo la convicción de que yo también moriré.
El testimonio de muchos convence de la verdad. Escucha, pues, a aquellos que te cuentan la manera de su salvación, de cómo fueron perdonados, y de cómo tuvieron un cambio en su carácter. Escuchando descubriréis que otros semejantes a vosotros han alcanzado la salvación.
Si alguno ha sido ladrón, sepa que un ladrón se regocijó al lavar sus pecados en la fuente de la sangre de Cristo. El que ha sido deshonesto en su vida, encontrará a otros que habiendo caído de un modo semejante al suyo, llegaron a purificarse y transformarse.
Si estáis desesperados, conversad un poco con el pueblo de Dios, inquirid sobre esto, y comprenderéis que varios que también estuvieron desesperados, podrán deciros cómo él los salvó. Y al escuchar a varios de aquellos que han puesto a prueba la Palabra de Dios, el Espíritu Divino os persuadirá a creer.
Quizá habéis oído del africano que oyó a un misionero que, en algunos países, el agua suele hacerse tan firme y maciza, que un hombre puede andar sobre ella. El africano declaró que aceptaba muchas cosas que el misionero les había dicho, pero que jamás podría creer semejante absurdo. Después llegó a visitar a Inglaterra y sucedió, un día de gran frío, que el río estaba helado; más El africano no se arriesgó a entrar en él. Pero se dejaba persuadir. Entonces su amigo anduvo sobre él, y el africano le imitó, y entró donde otros se habían arriesgado.
Así es que, al ver a otros creer, y al notar el gozo y la paz de que disfrutan, nosotros mismos seréis persuadidos suavemente a confiar en Cristo. Este es uno de los métodos empleados por Dios para ayudarnos en la fe por su buen Espíritu
4. Otro plan todavía mejor es el siguiente: fijaos en la autoridad que os ordena creer. Esto os ayudará mucho. La autoridad no es mía; en tal caso podríais con razón rechazarla. Ni es la del Papa, porque podríais rechazarla también. La fe es mandada por Dios mismo. El os manda creer en Cristo y no podéis negar obediencia a vuestro Creador.
El capataz de cierta fábrica en el norte de Inglaterra había oído muchas veces el evangelio, pero estaba acosado de temor de que no podría acudir a Cristo. Su jefe un día le envió una tarjeta en la que decía:
Ven a mi casa luego que acabes el trabajo. El capataz se presentó a la puerta de la casa de su jefe. Saliendo éste, dijo bruscamente:
-¿Qué quieres, Juan? ¿Por qué me molestas a estas horas? El trabajo está terminado. ¿Qué haces aquí? Señor dijo su Inferior –recibí una tarjeta de usted avisándome que viniera después de concluido el trabajo.
-¿Quieres decir que, simplemente porque recibiste de mi una tarjeta, por eso has de venir a mi casa y venir a molestarme después de las horas de despacho?
-Pues señor -contestó el capataz- no lo entiendo. Mas me parece que al mandar por mi, yo tenía obligación de venir.
-Entiende Juan, dijo su jefe- tengo otro recado que deseo leerte. Y luego se sentó, y leyó las palabras siguientes:
«Venid a mi todos los que estás trabajados y cargados, que yo os haré descansar.» -¿Crees que después de recibir semejante mensaje de Jesús, sería una imprudencia acogerte a tal?
El pobre capataz comprendió de un golpe todo el negocio, y creyó. Entendió que tenía buena autoridad y facultades suficientes para hacerlo.
5. Si todas estas sugestiones no os afirman en la fe, pensad en lo que habéis de creer: que el Señor Jesús sufrió en lugar de los hombres, y puede salvar a todos los que confían en El. Pues este es el hecho, el más precioso, el que se les pide a los hombres que crean; la verdad más consoladora y divina que jamás se ha puesto a la vista de los hombres. Yo os aconsejo que meditéis mucho sobre ello, y que escudriñéis el amor y gracia que contiene.
6. Si al fin no bastan las indicaciones ya hechas, pensad en la persona de Cristo. Pensad en lo que es, en lo que hizo, en el lugar en que habita, y en la gloria de su estado exaltado. Pensad mucho y profundamente acerca del Hijo de Dios, y el Espíritu Santo engendrará la fe en vuestro corazón.
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