Crecí en un hogar cristiano donde la oración era importante. Como pastor pasaba mucho tiempo en oración cada día. Pero no fue hasta que Dios me trajo un compañero de oración que mi vida y ministerio prorrumpieron con poder y los resultados comenzaron a multiplicarse de una manera increíble.
Todo comenzó en 1981 cuando acepté ser el pastor principal de la iglesia wesleyana Skyline en San Diego, California.
Estaba emocionado de volver a ser pastor y sobre todo por ir a Skyline. Estaba ansioso por conocer al personal, evaluar el ministerio de la iglesia y su liderazgo e identificar los líderes clave que me ayudarían a llevar a cabo la misión de la misma.
Un martes por la mañana, aproximadamente seis semanas después de llegar a Skyline, revisaba la agenda del día cuando vi una cita prevista para reunirme con una persona cuyo nombre no reconocí.
–¿Quién es Bill Klassen? –pregunté.
–Es la persona citada para las diez –respondió Bárbara, mi asistente.
–Eso veo… pero, ¿quién es? ¿Es un líder? –pregunté. Había pasado las últimas semanas con el intento de concentrar mi atención en conocer a los líderes de mi congregación.
–No, no lo es, –dijo Bárbara–, a propósito, ni siquiera asiste a la iglesia Skyline.
–Dijo que tenía que verle. Insistió, mucho. –añadió enfáticamente.
–Bueno, –dije– déme como quince minutos con él y si para ese entonces no hemos terminado, interrúmpanos.
Mi plan consistía en arreglar cualquier problema que pudiera tener con amabilidad, pero con rapidez, y continuar con el trabajo que tenía que hacer ese día.
Un laico llamado a orar
Bill resultó ser un caballero de unos sesenta años de edad. Su rostro era agradable, casi radiante. Me recordó que quizás Moisés lucía así cuando bajaba del monte Sinaí. Comenzó a hablarme de su trabajo en la construcción en Canadá, cuando vendía barcos de vela en Washington y en el sur de California, y también de su trabajo de hacer discípulos en el ministerio de los Navegantes.
–John, –dijo– creo que Dios me ha llamado como laico a preparar, alentar y orar por los pastores, y vine hoy precisamente para orar por usted.
¿Querrá orar por mí?, pensé. En todos los años que llevo como pastor nunca tuve un laico que viniera a orar por mí. Sentí que el Espíritu Santo me inundaba y me decía: –John, mi agenda es más importante que la tuya. Tu vida no es una calle de una sola vía en la que solo tú ministras para otros. Hay personas que quieren ministrarte y he mandado a este laico, Bill, para que ore por ti.
Cuando Bárbara vino a interrumpirnos, le dije que saliera. Bill y yo estuvimos probablemente una hora orando juntos ese día y lloré al saber que Dios mandó a alguien para orar solamente por mí. Bill satisfizo una necesidad personal que ignoraba que tenía, y ardía en él ese continuo deseo de que sus oraciones nos cubrieran a mí, a mi iglesia, mi familia y mi ministerio.
Un rato después me comunicó que había orado dieciocho meses para que Dios le enviara un pastor por quién orar. Después de nuestra reunión de aquel día, se fue a casa e inmediatamente habló con su esposa Marianne.
–Encontré a nuestro pastor hoy, Marianne, –dijo–. No le he oído predicar, pero sí lo escuché orar. El domingo siguiente Bill y Marianne fueron a la iglesia y se sentaron en un banco cerca del frente. Y desde entonces siguieron sentándose allí.
El poder del compañerismo en la oración
Nuestras vidas no fueron las mismas después de aquella reunión. Bill se convirtió en mi compañero de oración y confidente, y continuó ayudándome a organizar un ministerio de compañeros de oración en Skyline, un grupo de personas que oraba por mí todos los días durante mis catorce años de permanencia allí, que se reunían en pequeños grupos en la iglesia cada domingo para cubrir los cultos con sus oraciones. Este ministerio comenzó con treinta y un miembros y finalmente creció hasta llegar a ciento veinte.
Durante esos catorce años la congregación, que contaba con poco más de mil personas, se triplicó hasta llegar a tener casi tres mil quinientas. El ingreso anual ascendió de setecientos cincuenta mil a más de cinco millones de dólares. El ministerio de Skyline floreció y el número de los laicos involucrados aumentó de ciento doce a mil ochocientos.
Sin embargo, el verdadero poder asombroso de esas oraciones se ha reflejado de manera individual en las vidas: miles de personas han recibido a Cristo durante esos años. Mis compañeros de oración crecieron espiritualmente y participaron activamente del poder milagroso de la oración en sus vidas diarias. Bill y Marlanne Klassen ¡comenzaron su propio ministerio y enseñaron en otras iglesias a comenzar sus grupos de compañeros de oración, y durante esos años Dios me ha guiado por un sendero increíble!
La oración cambia el mundo
Es difícil decir cuánto ha cambiado el mundo como resultado de la oración reservada de los cristianos a través de la historia. ¡La oración es poderosa! Juan Wesley lo reconocía cuando dijo: «Denme cien predicadores que no teman sino al pecado y deseen solo a Dios, y nada importa en absoluto si son clérigos ni laicos, solo eso sacudirá las puertas del infierno y establecerá el reino de los cielos en la Tierra. Dios no hace nada si no es a través de la oración».
Cuando los pastores y las personas oran juntos, la mano de Dios se mueve. Dios hace posible lo imposible.
A través de la oración Dios multiplica grandemente nuestros esfuerzos. C.H. Spurgeon dijo: «Cuando Dios se determina a hacer algo, primero dispone a su pueblo a orar». En un momento de revelación Spurgeon descubrió que ni sus sermones ni sus buenas obras contaban para el impacto espiritual de su ministerio. Fue su asociación con las personas que oraban lo que le daba eficacia.
Personalmente puedo testificar de los beneficios que las oraciones de otros me han dado. Ha habido ocasiones en que, ya listo para dar un culto o conferencia, me he sentido físicamente exhausto. Pero cuando mis compañeros de oración me imponen sus manos y los veo orar por el auditorio, recibo nuevas fuerzas físicas, mentales, espirituales y emocionales. Me siento preparado para recibir el poder de Dios y eso permite que mi ministerio cause gran impacto en la vida de las personas.
Mis compañeros de oración también me han dicho: –Pastor, durante el culto cubriremos las personas a nuestro alrededor con oración. Cuando nos vea en el culto, levantaremos nuestros pulgares en señal de victoria. Así sabrá que estamos orando por usted y tenemos su área cubierta.
Cuando hemos tenido un culto particularmente bueno, sé que la causa se debe a mis compañeros de oración.
La oración me cambia a mí
Jesús le dijo a sus discípulos: –De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea *****plido (Juan 1:23-24). Si la oración no hiciera más que lo que Jesús prometió, este sería uno de los más grande dones que Dios nos haya otorgado. Pero la oración hace aun más. Cambia a la persona común y la convierte en una extraordinaria.
La oración nos cambia pues nos acerca más a Dios, nos moldea conforme a su semejanza en el proceso. David conoció el poder de la oración como un agente de cambio personal. Su oración en el Salmo 25:4-5 describe el proceso a través del cual lleva a la persona: «Muéstrame, oh Jehová, tus caminos; enséñame tus sendas, encamíname en tu verdad, y enséñame, porque tú eres el Dios de mi salvación; en ti he esperado todo el día».
Este pasaje contiene tres frases clave: muéstrame, enséñame y encamíname. Cuando Dios nos muestra sus normas y su voluntad para nuestras vidas, no siempre nos es fácil. Casi siempre requiere que crezcamos y cambiemos. Pero una vez que aceptamos lo que Dios nos quiere mostrar, puede enseñarnos. Y cuando se nos puede enseñar y crecemos, finalmente nos podrá encaminar para guiarnos hacia su plan y propósito. Cuando Dios me muestra, Él tiene mi corazón. Cuando me enseña, tiene mi mente. Cuando me encamina, tiene mi mano.
Crecemos para alcanzar los retos por los que oramos. Cierta vez un alpinista dijo: –El monte Everest no puede crecer más, pero nosotros sí.
No viva por debajo de su potencial
A pesar de la promesa divina de que el poder de la oración puede cambiar al mundo y a nosotros, muchos cristianos nunca se adentran en este concepto. Se entregan a Cristo, pero entonces por debajo de sus privilegios.
Debo preguntarle: ¿Es usted uno de esos que viven por debajo de sus privilegios y se pierden su potencial por no orar?
La mesa está puesta, el banquete está servido. Ya recibió la invitación. ¿Qué hará ahora? ¿Llevará a un amigo y se sentarán a la mesa? ¿O se sentará en una esquina a comerse su sándwich? Usted decide. Puede convertirse en una persona de oración que recibe y testifica de las bendiciones que Dios tiene para darle.
La mayoría de las personas y sus iglesias por todo el país se mueren de hambre en el campo de la oración. Un pastor evangelista, refiriéndose a su denominación, dijo: –En Hechos capítulo dos oraron durante diez días; Pedro predicó diez minutos y tres mil personas se salvaron. Hoy las iglesias oran diez minutos, predican diez días y se salvan tres.
Sin embargo, no tiene que ser así. Cada pastor de cada iglesia puede meterse en el asombroso poder y la protección que solo la oración puede dar. Creo que usted debe ser una de esas personas que pueden ayudar a que estas cosas sucedan en su iglesia.
Podrá objetar diciendo: «¿Yo? No soy un guerrero de oración. Nunca podría dirigir ni organizar a otros para que oren. No me siento a gusto con la idea de orar por mi pastor. Ni tan siquiera sé si puedo hacerlo».
La respuesta es: «¡Sí, sí, puede!» Cualquiera puede convertirse en un poderoso hombre de oración. No hace falta un milagro, usted no tiene que ser un santulón. Todo lo que necesita es ser cristiano. Si reúne ese requisito, tiene el potencial de convertirse en un gran orador. Y por eso puede orar por los líderes de su iglesia. Está en el mismo nivel que ellos a los ojos de Dios. El pastor es sencillamente un hermano en Cristo, no un gigante espiritual. Lucha con los mismos problemas que usted.
Prepárese para una jornada emocionante, la que le ayudará a usted, a sus pastores y a su iglesia a alcanzar su máximo potencial.
Extraído de «Compañeros de oración», por John Maxwell, Editorial Betania