Normalmente, cuando se trata de exponer este texto, se divide en varias partes. Primera: El hombre tiene voluntad. Segunda: Es completamente libre. Tercera: Puede decidir por sí mismo el ir a Cristo, de otro modo no será salvo. Pero nosotros no vamos a hacer ninguna de tales divisiones, sino que trataremos de considerarlo detenidamente. Y no nos precipitaremos a concluir que enseña la doctrina del libre albedrío, porque en él parezca concurrir la intención del «querer» o el «no hacer». Ha sido probado ya hasta la saciedad que el libre albedrío es un absurdo. La libertad será un atributo de la voluntad, tanto como la ponderabilidad lo es de la electricidad. Son cosas distintas. Creemos en la libertad de acción del individuo; pero creer en la libertad para determinar lo que debe hacer, es simplemente ridículo. Es bien sabido por todos que la voluntad es dirigida por el entendimiento, movida por los estímulos y guiada por otras partes del alma, de la que es una potencia secundaria. Tanto la filosofía como la religión descartan de consumo la idea del libre albedrío, yo iré tan lejos como Martín Lutero cuando afirmaba rotundamente «Si cualquiera atribuye alguna parte de la salvación, aunque fuese la más insignificante, al libre albedrío del hombre, el tal no sabe nada de la gracia, y no ha asimilado a Jesucristo como es debido». Puede que a algunos que esté pensamiento les parezca un poco duro; pero aquel que esté firmemente convencido de que el hombre puede volver a Dios por su libre determinación no ha sido enseñado de él; porque uno de los principios fundamentales que aprendemos cuando Dios viene a nosotros, es que no tenemos ni el querer ni el poder, sino que los recibimos de él: Dios es el «alfa y el omega» en la salvación de los hombres.
Nuestros cuatro puntos a considerar esta mañana serán: Primero, QUE EL HOMBRE ESTA MUERTO; porque se dice: «Y no queréis venir, para que tengáis vida». Segundo: QUE HAY VIDA EN CRISTO JESUS; «Y no queréis venir a mi, para que tengáis vida». Tercero: QUE HAY VIDA CRISTO JESUS, PARA TODO AQUEL QUE VENGA A BUSCARLE: -Y no queréis venir a mi, para que tengáis vida-, implicando que todo el que venga la tendrá. Y Cuarto: -la parte esencial del texto reside aquí: QUE NINGUN HOMBRE, POR NATURALEZA, VENDRA JAMAS A -CRISTO; «Y no queréis venir a mí, para que tengáis vida». Lejos de afirmar que el hombre por su propia voluntad puede hacer tal cosa, lo que hace es negarlo lisa y llenamente al decir: «Y NO QUEREIS VENIR A MI, PARA QUE TENGAIS VIDA». Amados, me dan ganas de gritar a aquellos que creen en el libre albedrío: ¿No sabéis que estáis desafiando la inspiración de las Escrituras? ¿Es que carecéis de sentido todos los que negáis la doctrina de la gracia? ¿Os habéis apartado tanto de Dios que sois capaces de tergiversar esto para probar vuestra doctrina? Por que el texto dice: «Y NO QUEREIS venir a mí para que tengáis vida».
1. En primer lugar, pues, nuestro texto implica que EL HOMBRE ESTA MUERTO POR NATURALEZA. Nadie necesita buscar vida si la tiene en sí mismo. El versículo se expresa muy claramente cuando dice: «Y no queréis venir a mí, para que tengáis vida». Y aunque no se diga con palabras, afirma, en efecto, que el hombre necesita otra vida que la que tiene en si mismo. Todos estamos muertos, queridos oyentes, a menos que hayamos sido regenerados en esperanza viva. Estamos muertos legalmente: «El día que comieres del árbol, morirás», dijo Dios a Adán. Y aunque Adán no murió en aquel momento de modo físico, murió legalmente; es decir, la muerte estaba guardada para él. Tan pronto como, en el Tribunal Central de lo Criminal, el juez se pone el negro birrete y pronuncia la sentencia, el reo es considerado muerto a la ley. Quizás transcurra un mes antes de que el condenado suba al cadalso a sufrir el rigor de la justicia; pero para la ley ese hombre estaba ya muerto. Es imposible para él hacer cualquier cosa. No puede heredar ni legar, no es nada, es un cadáver. El país le considera como si no viviera, y si hay elecciones no puede votar, porque está muerto. Está encerrado en la celda de los condenados, y es un difunto viviente. Y vosotros, impíos pecadores, que nunca habéis tenido vida en Cristo, estáis vivos esta mañana porque la sentencia todavía no se ha *****plido; pero sabéis que legalmente estáis muertos; que Dios os considera como tales; que el día en que Adán vuestro padre tocó la fruta, y cuando vosotros pecasteis, Dios, el Eterno Juez, se puso el negro birrete y os condenó? Habláis mucho de vuestra reputación, bondad y moralidad, ¿dónde está todo ello? La Escritura dice que ahora «ya sois condenados». No tenéis que esperar al aula del juicio para oír la sentencia -entonces será su ejecución-, «ya sois condenados». En el momento en que pecasteis vuestros nombres fueron escritos en el libro negro de la justicia. Todos fuimos sentenciados por Dios a muerte, a menos que encontremos un sustituto de nuestros pecados en la persona de Cristo.¿Qué diríais si fueseis a la penitenciaría y contemplaseis un reo condenado tranquilo en su celda, cantando y riendo? «Ese hombre está loco», exclamaríais; «ha sido condenado y será ejecutado, y ¡cuán contento está!» Qué necio es el hombre que estando sentenciado vive en alegría y regocijo! 0 ¿acaso crees que la sentencia de Dios no se *****plirá? ¿Crees que tu pecado, escrito para siempre en las rocas con pluma de hierro, no inspira horror? Dios ha dicho que ya estáis condenado. Si sólo te dieras cuenta de esto, ello sería suficiente para poner gotas de amargura en tus dulces copas de placer; cesarían tus bailes, y tu risa acabaría en llanto, si te pararas a pensar que ya estás condenado. Todos deberíamos llorar si grabáramos en nuestra alma que por naturaleza no tenemos vida a los ojos de Dios; que estamos positivamente condenados; nos está reservada la muerte y a los ojos de Dios somos considerados como si ya hubiésemos sido arrojados en el infierno. Aquí, el pecado ha condenado, y aunque no sufrimos el castigo, la sentencia está escrita contra nosotros. Estamos legalmente muertos, y continuaremos así mientras no encontremos vida ante la ley en la persona de Cristo, de lo cual hablaremos más adelante.
Y además de estar legalmente muertos, estamos también sumidos en la muerte espiritual. Porque la sentencia no sólo fue asentada en el libro, sino que pasó también al corazón; penetró en la conciencia, obró en el alma, en el juicio, en la imaginación y en todo el ser. Y el día que comió Adán, empezó a ser ejecutado, no de una forma física, sino por algo que ocurrió en él. Del mismo modo que, cuando llegue la hora en que este cuerpo muera, la sangre se detendrá, el pulso cesará latir, y los pulmones se inmovilizarán, así también ocurrió en el alma de Adán el día de su caída. Su imaginación perdió la poderosa virtud de elevarse a lo divino y contemplar el cielo; su voluntad perdió la capacidad de elegir siempre lo bueno; su juicio perdió toda facultad para discernir infalible y decidamente entre lo justo y lo injusto, aunque algún vestigio quedara en su conciencia; su memoria quedó viciada, sujeta a retener el mal y olvidar el bien; todas sus facultades, perdieron su vitalidad moral. La bondad, que era el vigor de sus facultades, se fue. La virtud, la santidad, la integridad, que regían la vida del hombre, se perdieron y él, perdiendo todo esto, murió. Así pues, en lo que respecta a la vida espiritual, «estamos muertos en delitos y pecados». No está menos muerta el alma del hombre carnal, que el cuerpo cuando es bajado de la tumba. Está ya positiva y ciertamente muerta; no de modo metafórico, pues Pablo no usa metáfora cuando dice: «Vosotros, que estaban muertos en vuestros delitos y pecados». Me gustaría, queridos oyentes, poder hablar a vuestros corazones sobre este particular. Ha sido algo desagradable el recordar la sentencia de muerte que pesa sobre nosotros; pero ahora la consideraremos como algo que ha tenido lugar de modo real en nuestros corazones. No sois lo que fuisteis un día; no sois lo que fuisteis en Adán; no sois lo que erais cuando fuisteis creados. El hombre fue hecho puro y santo. No sois esas perfectas personas de las que algunos alardean; todos habéis caído, todos os habéis extraviado, todos os habéis corrompido y ensuciado. ¡Oh!, no oigáis los cantos de sirena de aquellos que os hablan de vuestra dignidad moral y de vuestra elevada capacidad para alcanzar la salvación. No sois perfectos. «Ruina» es la terrible palabra que está escrita en vuestros corazones; sellada está la muerte en vuestro espíritu. No te engañes, hombre moral, pensando que podrás alzarte delante de Dios, con tu moralidad, porque no eres más que un cadáver embalsamado con tu legalismo, un muerto vestido con finas ropas, pero corrompido a los ojos de Dios. Y no creas tú, tienes una religión natural que por tu poder y virtud te harás acepto a Dios. ¡Estás muerto! y por mucho que adornes a un muerto no pasará de ser una solemne burla. Contempla a Cleopatra: ceñida la corona en sus sienes, vestida con su manto real, expuesta en la cámara mortuoria. ¡Qué escalofríos estremecen tu cuerpo cuando pasas por su lado! Todavía es atractiva aun en la muerte; pero ¡cuán horrible es permanecer junto a un cadáver aunque éste sea el de un reina celebrada por su majestuosa belleza! Así, también tú puedes ser glorioso en tu belleza; atractivo, amable, simpático; puedes ceñirte la corona de la honradez y aliviarte con todos los mantos de la rectitud; pero a menos que Dios te haya dado vida, ¡oh, hombre! , a menos que el Espíritu Santo haya obrado en tu alma, serás tan detestable para Dios como el frío cadáver lo es para ti. A ti no te gustaría sentar un muerto en tu mesa … ni a Dios tenerte delante de sus ojos. El está airado contigo porque estás en pecado -estás muerto legal y espiritualmente.
La tercera clase de muerte es la consumación de las otras dos: la muerte eterna. Es la ejecución de la sentencia de la ley; la consumación de la muerte espiritual. La muerte eterna es la muerte del alma, que tiene lugar cuando el cuerpo ha sido puesto en el sepulcro, después que el alma ha salido de él. Si la muerte legal es terrible, es por sus consecuencias; y si la muerte espiritual es horrible es por lo que viene después. Las dos muertes primeras son, podríamos decir, las raíces, y la muerte eterna es la flor. ¡Ojalá tuviera palabras para describiros lo que es la muerte eterna! El alma se presenta delante de su Hacedor; el libro ha sido abierto; la sentencia pronunciada; el «apártate maldito» estremece el universo, y los mundos se oscurecen por el enojo del creador; el alma ha sido arrojada a los profundos infiernos, donde será su morada con otros muchos en muerte eterna. ¡Cuán horrible es su situación! Su lecho es lecho de llamas; lo que sus ojos contemplan es tan cruel que aterra a su espíritu; sus oídos sólo oyen gritos, quejidos, lamentos y ayes de dolor, y su cuerpo sólo siente la pena de su castigo, dolores indecibles y su miseria total. El alma mira hacia arriba, pero hay esperanza -se fue- baja la vista con temor y temblor llena de remordimiento. Mira a la derecha, e impenetrables muros de muerte la encierran en sus limites de tortura. Era a la izquierda, y llameantes cortinas de fuego le impiden subir por la escala, ahogando toda esperanza de escape. Busca en sí misma consuelo, pero un gusano implacable la corroe. Mira a su alrededor, pero no hay amigos que le ayuden, sino sólo atormentadores por doquier. No hay esperanza de libertad, ella lo sabe; ha oído la llave perpetua del destino girar en su horrible cerradura, y ha visto a Dios cogerla y arrojarla en lo profundo de la eternidad, para que nunca más pueda ser encontrada. No hay esperanza, no hay escape, no hay libertad. Llama a la muerte, pero es su gran enemiga y no irá a ayudarle. Clama por sumirse en la inexistencia, pues peor es esta muerte que la aniquilación. Anhela la exterminación como el galeote por la libertad, pero nada de esto llega: esta muerta para toda la eternidad. Cuando hayan pasado millones y millones de infinitos periodos de lo eterno, todavía seguirá muerta. El «para siempre» no tiene fin; la eternidad sólo será sustituida por la eternidad, y el alma podrá leer por toda ella escrito sobre su cabeza: «Condenada para siempre». Oirá lamentos que nunca se acabarán; verá llamas que serán inextinguibles; sabrá de dolores imposibles de mitigar, y escuchará una sentencia que retumbará, no como los truenos de la tierra que pronto se desvanecen, sino siempre en aumento, sacudiendo los ecos de la eternidad, haciéndola estremecer por miles de años con el hórrido estruendo de su espantoso sonido: «Apártate, ¡apártate!, ¡apártate maldito!» Esta es la muerte eterna.
II. Consideraremos en segundo lugar que EN CRISTO JESUS HAY VIDA, porque él dice: «Y no queréis venir a mi, para que tengáis vida». En la Santa Trinidad no hay vida para el pecador en el Padre ni en el Espíritu Santo, sino sólo en Jesús. La vida para el pecador está en Cristo. Aunque fueseis al Padre no la hallaríais; a pesar de que ama a sus elegidos y ha decretado que vivirán, la vida solamente está en el Hijo. Lo mismo sucedería se fueseis al Espíritu Santo, aunque él es quien nos da la vida espiritual, porque esta vida es en Cristo: – la vida está en el Hijo. No nos atreveríamos, ni podríamos recurrir en primer lugar al Padre ni al Espíritu Santo en busca de vida espiritual. Lo primero que se nos hace hacer cuando Dios nos saca de Egipto, es comer la Pascua. El primer medio por el cual recibimos vida es comiendo la carne y la sangre del Hijo de Dios; viviendo en él confiando en él, creyendo en su gracia y poder. El punto que estamos tratando es que hay vida en Cristo, y os mostraremos cómo hay tres clases de vida en él, del mismo modo que existen tres clases de muerte.
Hay vida legal en Cristo. Así como cada hombre por naturaleza, considerado en Adán, recibió sentencia de condenación en el momento del pecado de éste, y más especialmente tan tal momento día sus propias transgresiones, así a mi, si soy creyente, y a vosotros, si confiáis en Cristo, nos es concedida sentencia absolutoria por lo que él ha hecho. ¡Oh!, condenado pecador: esta mañana estás tan condenado como los presos en Newgate; pero antes de que acabe el día puedes ser tan libre como los ángeles del cielo. Hay vida legal en Cristo y, ¡bendito sea Dios!, muchos de nosotros la gozamos. Sabemos que nuestros pecados han sido perdonados, porque él pagó el castigo por ellos. Sabemos que nunca seremos castigados, porque Cristo sufrió en nuestro lugar. La Pascua ha sido sacrificada por nosotros; el dintel y los postes de la puerta han solo untados y el ángel exterminador jamás nos tocará. Para nosotros no hay infierno, aunque arda con terrible llama. Tofet ya ha tiempo que está prepara, y con mucha leña y mucho humo; pero nosotros nunca iremos alli. Cristo murió por nosotros, en nuestro lugar. ¿Qué si allá hay instrumentos de tortura? ¿Qué si hay una sentencia que produce los más horribles ecos de atronador sonido? Porque ni los tormentos, ni las mazmorras, ni los truenos son para nosotros! Hemos sido libertados en Cristo Jesús. «AHORA, pues, ninguna condenación. hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, mas conforme al espíritu».
¡Pecador!, ¿estás legalmente condenado esta mañana? ¿Te das cuenta de que así es? Entonces déjame decirte que la fe en Cristo te dará el conocimiento de la absolución de la ley. Amados, no es fantasía el que estemos condenados por nuestros pecados, es una realidad; como tampoco lo es el que hayamos sido absueltos: ello es otra realidad. Si un hombre a punto de ser colgado recibe pleno perdón, lo sentirá como una maravillosa realidad, y dirá: «He recibido un perdón total y nadie podrá tocarme ahora». Este es mi sentir.
«Absuelto de pecado, camino libremente
Teniendo en mi descargo la Santa Redención;
Y ante Jesús amado, postrado humildemente,
Salvado por su gracia, le rindo adoración».
Hermanos, hemos alcanzado vida legal en Cristo de tal manera que no podemos perderla. La sentencia fue dictada contra nosotros una vez, pero ya no tiene vigor. Está escrito: «AHORA, PUES, NINGUNA CONDENACION HAY» y este «ahora» vale para mi en estos momentos tanto como dentro de cincuenta años. En tanto cuanto dure nuestra vida, estará escrito: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús».
En segundo lugar, hay vida espiritual en Cristo Jesús. Si el hombre está muerto espiritualmente, Dios tiene vida espiritual para él; porque no hay necesidad que no pueda ser remediada por Jesús; no hay vacío en el corazón que Cristo no pueda llenar; no hay soledad que él no pueda poblar, ni desierto que no pueda hacer florecer como una rosa. ¡Oh, vosotros!, pecadores muertos, muertos espiritualmente; hay vida en Cristo Jesús, porque nosotros hemos palpado -¡sí!, estos ojos lo han visto- que los muertos vuelven a la vida. Hemos conocido hombres de alma completamente corrompida que, por el poder de Dios, han corrido en pos de la santidad. Hemos conocido hombres de mente lujuriosa, de bajos instintos, de fuertes pasiones, que, de repente, por el poder irresistible de lo alto, se han consagrado a Cristo, y han sido hechos hijos de Jesús. Sabemos que hay vida en Cristo Jesús, vida espiritual; vida que hemos experimentado en nuestras propias personas. No podemos dejar de recordar cuando estábamos sentados en la casa de oración, tan muertos como los mismos asientos que nos soportaban. Habíamos oído el Evangelio por mucho tiempo sin ningún efecto, cuando, de pronto, como si nuestros oídos hubiesen sido abiertos por los dedos de un ángel, una voz entró en nuestros corazones. creíamos oír a Jesús decir: «El que tenga oídos para oír, oiga». Una poderosa e irresistible mano estrujó todo nuestro ser hasta hacernos brotar una oración. Nunca oramos como hasta aquel día. Clamamos: «¡Oh Dios, Ten misericordia de mí, pecador!» Durante meses sentimos una mano que nos apretaba como si hubiésemos sido atrapados en el vicio; y nuestras almas sangraron gotas de aflicción. Aquella miseria era el signo de una nueva vida. Las personas cuando estamos en tribulación y quebranto, no sentimos el dolor y la pena tanto como cuando todo ha pasado y hemos sido restaurados. ¡Oh!., cómo recordamos ¿aquellos dolores, aquellos gemidos, aquella vida de lucha cuando nuestra alma fue a Cristo. Cómo recordamos el don de nuestra vida espiritual, tanto como alguien pudiera recordar el día en que fuera librado de la tumba. Nos imaginamos a Lázaro recordando su resurrección, aunque no todas las circunstancias de la misma. Así, nosotros, aunque hemos olvidado mucho, recordamos el día de nuestra entrega a Cristo. Os podernos decir a todos los pecadores, por muy muertos que estéis, que hay en Cristo Jesús, aunque estuvierais podridos y corruptos en la tumba. Aquel que levantó a Lázaro nos levantó también a nosotros, y todavía puede decir, aun a vosotros: «¡Lázaro!, ven fuera!»
En tercer lugar, hay vida eternal en Cristo Jesús. Si la muerte eterna es terrible la vida eterna es bendita; porque él dijo: «Allí donde Yo esté, estará mi pueblo». «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde Yo estoy, ellos estén también conmigo, para que vean mi gloria que me has dado.» «Yo les doy vida eterna; y no perecerán para siempre». Así que el arminiano que predicare sobre este texto, debiera comprar un par de labios de repuesto de goma de la India; porque estoy seguro que los necesitaría para poder abrir su boca hasta desencajarla por el asombro; nunca podrá decir toda la verdad, sino tratando de hacerlo de una forma enrevesada y misteriosa. Vida eterna; no vida que se pueda perder, sino vida eterna. Yo perdí la vida en Adán y la recobré en Cristo; si me perdí a mí mismo para siempre, me he encontrado a mi mismo para siempre en Cristo. ¡Vida eterna! ¡Oh, bendito pensamiento! Nuestros ojos brillan de gozo y nuestras almas arden en éxtasis al pensar que tenemos vida eterna. Apagaos, estrellas! dejad que Dios ponga su dedo sobre vosotras, que mi alma vivirá en bienaventuranza y paz. ¡Oscurece tus ojos, oh sol!, que los míos «verán al Rey en su hermosura» cuando los tuyos nunca más hagan reír a la verde tierra. ¡Y tú, luna, conviértete en sangre!, que la mía nunca dejará de ser; este espíritu vivirá todavía cuando tú hayas dejado de existir. ¡Y tú, poderoso mundo!, húndete en su segundo, como desaparece la espuma de la cresta de las olas, que yo tendré vida eterna. ¡Oh, tempo! contempla las gigantes montañas morir y esconderse en sus tumbas; ve las estrellas como hijos maduros caer del árbol; pero nunca, nunca jamás, verás morir mi espíritu.
III – Y ello nos lleva a nuestro tercer punto: LA VIDA ETERNA ES DADA A TODO AQUEL QUE VENGA A BUSCARLA. No ha habido nunca nadie que viniendo a Cristo por vida eterna, vida legal, vida espiritual, no la haya recibido, en algún sentido, y no le haya sido manifiesto el tenerla tan pronto como vino. Veamos uno o dos textos: «Por lo cual puede también salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios» Todo el que se allegue a Cristo encontrará que es poderoso para salvarlo -no para salvar un poco, no para líberarlo un poco del pecado, no para guardarlo un poco del juicio, no para sostenlo durante un poco y después arrojarlo -sino para salvarlo de su pecado hasta lo sumo, para guardarlo a lo largo de todo el juicio, en lo más profundo de sus aflicciones, durante toda su existencia. Cristo dice a todos los que a él vienen: «Ven pobre pecador, no necesitas preguntar si tengo poder para salvarte. Yo no te preguntaré cuán hondo hayas caído en el pecado. Puedo salvarte hasta lo sumo». Y no hay nadie en la tierra que pueda ir más allá de «lo sumo» de Dios.
Ahora otro texto: «El que a mi viene (notad que las promesas están casi dirigidas, a aquellos que vienen) no lo echo fuera». Todo el que venga encontrará abierta la puerta de la casa de Cristo -y la de su corazón también- Todo aquel que venga -y lo digo en el más amplio sentido- sabrá que Cristo tiene misericordia de él. Lo más absurdo del mundo es el querer tener un evangelio más amplio que el que tenemos en la Escritura. Cuando predico que todo aquel que crea será salvo -que todo el que venga encontrará misericordia -hay algunos que me preguntan: «Pero supongamos que fuese a Cristo uno que no hubiera sido elegido, ¿seria salvo?» Los que así hablan lo hacen sin sentido, y yo no puedo responder a un absurdo. Si un hombre no es elegido, jamás vendrá; y si viene, es la prueba más segura de su elección. Otros dicen: Supongamos que alguien fuera a Cristo sin ser llamado por el Espíritu». Un momento, hermano mío; esa suposición no puedes hacerla porque tal cosa no puede ocurrir, y cuando así hablas lo haces únicamente con la idea de confundirme; pero no lo lograrás aún. Yo digo que todo el que venga a Cristo será salvo. Y puedo decirlo como calvinista o hipercalvinista, tan claramente como tú. Mi evangelio no es más limitado que el tuyo; sólo el mío está fundado en sólidos cimientos, mientras el tuyo está edificado sobre la arena y la podredumbre. Todo aquel que venga será salvo; porque ninguno puede venir a mi si el Padre no le trajere. »Pero», dice otro, «supongamos que todo el mundo quisiera venir, ¿le recibiría Cristo?» Ciertamente, si todos vinieran; pero no quieren venir. Es, todo aquel que venga; aunque fueran tan malos como Satanás, Cristo los recibiría; si sus pecados e inmundicias corrieran por su corazón como una cloaca común a todo el mundo, Cristo no los rechazaría. Hay también quien dice: »Quisiera saber algo sobre el resto de la gente. ¿Puedo ir y decirles: Jesucristo murió por vosotros? ¿Puedo decirles que hay virtud y vida eterna para todos?» No, no puedes. Debes anunciarles que hay vida para todo aquel que venga; porque si declararas que hay vida para uno de aquellos que no creen, estás pronunciando una peligrosa mentira. Si les dices que Jesús pagó el pecado de todos, y que, sin embargo, ellos se perderán, estás engañándoles con una vil falsedad. Creer que Dios castigó a Cristo y además a ellos… ¡me maravilla que tengas la impudencia de decir tal cosa! Hubo una vez alguien que predicaba que había arpas y coronas en el cielo para todos sus oyentes; y a continuación concluía: «Mis queridos amigos, hay muchos para quienes estas cosas están preparadas que nunca irán allá». En verdad inventó la historia más lamentable que podía habérsele ocurrido; pero os diré por quién debía haberse lamentado; debía haber llorado por todos los ángeles del cielo y por todos los santos; porque eso seria corromper completamente el cielo. Sabéis, cuando os reunís la familia en Navidad, que si vuestro hermano partió y su silla está vacía, decís: «Siempre nos hemos gozado en estos días; pero hay algo ahora que empaña nuestro gozo: ¡pobre David!, ya está muerto y enterrado». Imaginamos a los ángeles diciendo: «Ah!, éste es un cielo maravilloso; pero no nos gusta ver todas estas coronas cubiertas por el polvo y las telarañas; no podemos resistir el ver calles desiertas; no podemos contemplar esos tronos vacíos». Y las pobres almas se dirían unas a otras: «Ninguna está segura aquí; porque la promesa fue: ‘Yo doy vida eterna a mis ovejas’; y hay muchas de ellas en el infierno a las cuales Dios dio vida eterna; hay muchas, por las que Cristo derramó su sangre, ardiendo en el abismo, y estas han ido a parar allá, nosotros también podemos ir. Si no podemos creer una promesa tampoco podemos confiar en la otra». De esta manera, el cielo perdería sus cimientos y caería. ¡Fuera con vuestro desatinado evangelio! Dios no ha dado el suyo firme ir seguro, construido sobre un pacto sellado y bien ordenado, sobre propósitos eternos y seguro *****plimiento.
IV. Consideraremos ahora el cuarto punto: QUE NINGUN HOMBRE POR NATURALEZA VENDRA JAMAS A CRISTO; porque el texto dice: «Y no queréis venir a mí, para que tengáis vida». Puedo afirmar, con la autoridad que me concede la Escritura, que no vendréis a Cristo para que tengáis vida. Estad ciertos que aunque os predicara eternamente y me apropiara de la elocuencia de Demóstenes y Cícerón, no vendríais a Cristo. Podría rogaros de rodillas, con lágrimas en los ojos, y mostraros los horrores del infierno y los goces del cielo, la suficiencia de Cristo y vuestra propia perdida condición, pero ninguno vendríais a él por vosotros mismos a menos que el Espíritu, que está en Jesús, os trajere. Es verdad universal que los hombres, por su condición natural, no vendrán a Cristo. Pero oigamos ahora otra pregunta de alguno de esos charlatanes: «Y, ¿no podrían venir si quisieran?» Amigo mío, te responderé otro día. No es éste el asunto que nos ocupa esta mañana. Estoy hablando sobre si quieren, no sobre si pueden. Notaréis, siempre que- tratéis sobre tal libre albedrío, que el pobre arminiano, en un segundo, se pone de hablar de poder, y mezcla dos conceptos que deberían estar completamente separados. Nosotros, si nos lo permitís, tomaremos solamente uno de ellos; declinamos tratar los dos a la vez. Otro día predicaremos sobre el texto que dice: «Ninguno puede venir a mí si el Padre no le trajere», pero ahora estamos ocupados con la voluntad; es una realidad que los hombres no quieren venir a Cristo para tener vida. Podríamos probarlo con muchos textos de la Escritura; pero tomaremos una parábola solamente. Recordaréis aquella en que cierto rey hizo fiesta para su hijo, e invitó a gran número. Toros y animales engordados habían sido muertos y mensajeros fueron enviados a llamar a muchos a la cena. ¿Fueron a la fiesta? No, sino que todos ellos, como si se hubieran de acuerdo, a una comenzaron a excusarse. Uno dijo que acababa de casarse y que por tanto no podía ir, cuando, en realidad, podía haber llevado a su esposa con él. Otro había comprado cinco yuntas de bueyes y tenía que probarlas, a pesar de que la fiesta era por la noche y no podría hacerlo en la oscuridad. El otro había comprado unas hacienda y quería ir a verla, aunque yo no creo que fuera con un farol. Así, todos se excusaron y ninguno fue. Pero el rey habla determinado que la fiesta tuviera lugar, y dijo a su criado: «Ve por los caminos y por los vallados, y -¿invítalos?, ¡ojo!, no dice invítalos – fuérzalos a entrar»; porque ni aun los mendigos en los vallados habrían venido si no hubieran sido forzados.
Consideremos otra parábola: Hubo un hombre que tenía una viña, y cuando fue el tiempo, envió a uno de sus siervos para que recibiese sus frutos. Y, ¿qué hicieron con él? Lo golpearon. Envió a otro, y lo apedrearon. Envió a otro y lo mataron. Hasta que al final dijo: «Enviaré a mi hijo amado; lo respetarán». Pero, ¿qué ocurrió? Dijeron: «Este es el heredero; venid, matémoslo, para que la heredad sea nuestra». Y así lo hicieron. Lo mismo hace el hombre por naturaleza. El hijo de Dios vino y los hombres lo rechazaron. «Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.» Nos llevaría mucho tiempo el mencionar todas las pruebas de la Escritura; pero quisiera que paráramos mientras pensamos en la gran doctrina de la caída humana. Todo aquel que crea que la voluntad del hombre es enteramente libre, y que ella es la que determina su salvación, no cree en la caída del hombre. Como os he dicho varias veces, pocos predicadores de religión creen totalmente en la doctrina de la caída humana, y a lo más, piensan que cuando Adán cayó sólo se partió el dedo meñique; pero no que se mató, arruinando toda la raza con su muerte. Amados, la caída destruyó al hombre por completo; no quedó nada de él entero. Todo fue hecho añicos, deshecho y deshonrado. Como si en un grandioso templo quedara alguna columna sin destruir, algún capitel, algún pilastra, pero todos ellos rotos, aunque algunos retuvieran mucho de su forma y posición. La conciencia retiene mucho de su antigua ternura, pero ha caldo. La voluntad tampoco queda exenta. Y aunque es el «alcalde de alma-human» como Bunyan la llama, el alcalde se ha descarriado. «El señor Obstinado» siempre hace lo malo. Vuestra naturaleza toda ha quedado inservible; vuestra voluntad, entre otras cosas, se ha apartado totalmente de Dios. Pero la prueba más incontrovertible es que nunca encontraréis un verdadero cristiano que diga haber ido a Cristo sin que Cristo haya ido antes a él. Me atrevería a decir que habréis oído muchos sermones arminianos, pero jamás una oración arminiana; porque los santos, cuando oran, son una misma cosa en pensamiento, palabra y obra. Un arminiano hincado de rodillas orará tan desesperadamente como un calvinista. No puede orar sobre el libre albedrío: no hay lugar para él en sus plegarias. imagináosle: «Señor, te doy gracias porque yo no soy como esos presuntuosos calvinistas. Señor yo nací con un glorioso libre albedrío y, con poder para, por mí mismo, volver a Ti. Yo he aprovechado mi gracia. Si todos hicieran con la suya lo que yo con la mía, podrían ser salvos. Señor, yo sé que tu me puedes doblegar nuestra voluntad si nosotros no queremos. Tú has dado la gracia a todos; algunos no la aprovechan, pero yo sí. Hay muchos que se condenan aunque hayan sido comprados con la sangre de Cristo, como yo fui; a ellos les fue dado el Espíritu Santo también, la misma oportunidad y bendición que a mí. No fue tu gracia la que hizo la diferencia; yo sé que sirvió de mucho, pero yo encontré el modo de hacerla útil; usé de lo que se me dio, y otros no lo hicieron: ésta es la diferencia entre ellos y yo». Este es una oración demoníaca, porque nadie más que Satanás podría orar así. ¡Ah!, cuando predican y hablan cuidadosamente, puede que anuncien erróneas doctrinas; pero cuando oran, la verdad brota de sus labios, no pueden remediarlo. Sí alguien habla despacio puede hacerlo de una manera estudiada; pero cuando lo hace de prisa, no puede evitar que salga a sus labios el acento de la tierra donde ha nacido. De nuevo os pregunto: ¿Habéis encontrado alguna vez un cristiano que diga: «Yo he venido a Cristo sin la ayuda del poder del Espíritu Santo?» si así ha sido, no dudéis en decirle: «Mi querido amigo, lo creo completamente, como también creo que te alejaste de nuevo sin el poder del Espíritu Santo, y que no sabes nada del mismo, y en hiel de amargura y en prisión de maldad estás». ¿Oiré quizás a un cristiano decir: ‘Yo busqué a Cristo antes de que él me buscara a mí; y fui al Espíritu y no el Espíritu a mí!»? No, amados, tenemos todos que ponernos la mano sobre el corazón y decir:
«La gracia enseño a mi alma a orar
E hizo a mis ojos anegarse en llanto;
me ha guardado hasta hoy bajo su manto
Y nunca ya me dejará marchar»
¿Hay aquí, uno -uno solo- hombre, mujer, joven o viejo, que pueda decir: «Yo busqué a Dios antes de que él me’ buscara a mi?» No; y aun tú, que eres arminiano, cantarás:
«¡Oh, sí, a mi Jesús yo quiero,
Porque él a mí me amo primero».
Ahora una pregunta más. ¿No notamos que nuestra alma no es libre, aun después de haber ido a Cristo, sino que es guardada por él? ¿No hay veces, aun ahora, cuando el querer no está en nosotros? Hay una ley en nuestros miembros que se rebela contra la ley de nuestra mente. Y si los que están espiritualmente vivos sienten que su voluntad es contraria a Dios, ¿qué diremos de aquellos que están «muertos en delitos y pecados?» Seria un absurdo increíble poner a ambos al mismo nivel. Pero más absurdo sería poner al que está muerto antes del que está vivo. El texto es cierto y la experiencia lo ha grabado indeleblemente en nuestros corazones: «Y no queréis venir a mí, para que tengáis vida».
Ahora debemos deciros las razones por las que el hombre no quiere venir a Cristo. La primera es que, por naturaleza, cree que no lo necesita. El hombre natural piensa que no tiene necesidad de Cristo, que su misma justicia es suficiente para cubrirle, que está bien vestido, que no está desnudo y que no necesita que la sangre de Jesús lo lave. No le hace falta. la gracia que lo purifique porque, ni está manchado, ni sus pecados son rojos como el carmesí. Ningún hombre conocerá su pobreza hasta que Dios se la muestre; y nunca buscará el perdón hasta que el Espíritu Santo le haga ver la necesidad que tiene de él. Yo podría estar predicando’ a Cristo por toda la eternidad; pero a menos que sintáis que lo necesitáis, nunca vendréis a él. La farmacia puede estar llena de las mejores medicinas; pero nadie las comprará si antes no se siente enfermo.
Otra razón es porque a los hombres no les gusta la forma en que Cristo salva. Uno dice: «No me agrada porque me hace santo y no podré emborracharme ni blasfemar si soy salvo». Otro comenta: »Me exige que sea recto y puritano, y, yo quisiera un poco más de liberta» A otro no le gusta porque es humillante; la «puerta del cielo» no es lo suficientemente alta como para entrar erguido, y a él no le gusta tener que encorvarse. Esta es la principal razón de que no queráis venir a Cristo: porque no podáis acercaos a él con la cabeza orgullosamente alzada; porque os hace inclinaros al ir a él. A otro no le gusta tampoco porque todo es de gracia, desde el principio hasta el final, y dice: «Si yo pudiera tener aunque sólo fuera un poco de honor …» Pero oye que todo ha de ser de Cristo, que todo ha de ser por Cristo, o que no será nada, y decide «No iré»; vuelve sobre sus pasos y se aleja por sus propios caminos. ¡Ay de vosotros, orgullosos pecadores que no queréis venir a Cristo. ¡Ay de vosotros!, ignorantes pecadores que no queréis venir, porque no sabéis nada de él. Y ésta es la tercera razón.
Los hombres desconocen la excelencia de Cristo, porque si la conocieran vendrían a él. ¡Por qué no fue ningún marino a América antes que Colón? Porque no creían que existiera. Pero Colón tuvo fe, y fue. Aquel que tiene fe en Cristo va a él. Pero vosotros no conocéis a Jesús. Muchos nunca habéis visto cuán bella es su faz, cuán aplicable su sangre para los pecadores, cuán maravillosa su expiación, cuán suficientes sus méritos; y por eso »no queréis venir a él».
¡Oh!, queridos oyentes, oíd mí último y solemne pensamiento. He predicado que no vendréis, y alguno dirá: «Es el pecado el que no nos deja ir». ASÍ ES. Pero no por eso vuestra voluntad deja de ser responsable y pecaminosa. Hay quienes creen que, cuando predicamos esta doctrina, ponemos ‘colchones de plumas» a la conciencia para que descanse; pero no es así. No consideramos esta imposibilidad como parte de la naturaleza original del hombre, sino como parte de su ser caído. Es el pecado el que os lleva a esta condición de no querer venir. Si no hubieseis caído, os entregaríais a Cristo la primera vez que se os predicara; pero no venís a causa de vuestros delitos y pecados. La gente se excusa a sí misma amparándose en su corazón corrompido; pero ésta es la excusa más fútil del mundo. No se justifican los robos y pillajes por un corazón malo. Imaginaos un ladrón que dijera al juez: «No pude evitarlo; tengo un corazón perdido». ¿Qué le contestaría? «¡Eres un canalla» !» tu corazón es malo, más dura será mi sentencia; porque eres verdaderamente un villano. Tu excusa es necia». Así también, el Todopoderoso, de los que así hablen, «se reirá de ellos y pondrálos por escarnio». No predicamos esta doctrina para que os sirva de excusa sino para humillaros. El tener una naturaleza corrompida es mi delito y mi terrible calamidad. Es un pecado que siempre pesará sobre los hombres. No quieren venir a Cristo, porque el pecado los mantiene lejos. Me temo que el que no predique esto, no es fiel a Dios y a su conciencia. Marchad a casa con este pensamiento: «Soy por naturaleza tan perverso, que no quiero ir a Cristo, y esa impía perversidad de mi ser es mi pecado. Merezco ser arrojado al infierno». Y si este pensamiento, en manos del Espíritu Santo, no os humilla, nadie más podrá hacerlo. Esta mañana no hemos ensalzado a la naturaleza humana, sino que la hemos derribado y abatido. Dios nos humille a todos. Amén.
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