Normalmente comenzaban sus discursos proclamando: «La carga del Señor, la carga del Señor».
Pero nuestro mensaje no es un mensaje aflictivo. No hay amenazas ni truenos en el tema del ministro del Evangelio. Todo es misericordia, y el amor es la suma y substancia; amor inmerecido, amor para el más grande de los pecadores. Pero, a pesar de ello, es una carga para nosotros. En lo que se refiere a su predicación, es nuestro gozo y delicia el hacerlo; pero si hay alguno que sienta lo que yo en estos momentos, reconocerá plenamente cuan difícil es anunciar el Evangelio. La desazón me invade ahora y mi corazón esta turbado, no por lo que he de predicar, sino por como he de hacerlo. ¿Y si tan buen mensaje se malograra a causa de tan mal embajador?, ¿y si mis oyentes rechazaran esta palabra fiel y digna de ser recibida de todos debido a mi falta de ardor en su predicación? Ciertamente, ¡el solo pensarlo es suficiente para arrancar lágrimas de los ojos! Quiera Dios en su misericordia evitar un fin tan desastroso, y asistirme en la predicación, para que Su Palabra se encomiende a sí misma a la conciencia de cada hombre, y muchos de los que aquí estáis reunidos, que nunca habéis buscado refugio en Jesús, por la sencilla predicación del mensaje divino seáis persuadidos a venir, ver y probar que el Señor es bueno.
Este texto es de los que menos moverían el orgullo del hombre a seleccionarlo. Es tan simple que quita toda posibilidad de lucimiento. Nuestro yo carnal suele decir: «No puedo predicar sobre este texto, es demasiado claro; no tiene nada de misterio, no podré mostrar mi erudición. Su mensaje es tan sencillo y lógico que casi preferiría no tenerlo que considerar; porque por mucho que ensalce a Cristo, también humilla al hombre». Así pues, no esperéis de mí esta mañana otra cosa que no sea este texto, y explicado lo más simplemente posible.
Tenemos dos conceptos: primero, el mensaje del texto; y segundo, una doble recomendación como apéndice del texto: «Palabra fiel y digna de ser recibida de todos».
I. Primeramente, pues, EL MENSAJE DEL TEXTO: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». Y en esta declaración encontramos tres puntos principales: el Salvador, el pecador y la salvación.
1. El Salvador. Es por este punto por donde debemos empezar al hablar de la religión cristiana. La persona del Salvador es la piedra angular de nuestra esperanza, y en ella reside toda la eficacia de nuestro evangelio. Si alguien nos predicara a un salvador que fuera un mero hombre, sería indigno de nuestra esperanza, y la salvación así anunciada inadecuada a lo que nosotros necesitamos. Si otro proclamara la salvación por un ángel, nuestros pecados son tan pesados que una salvación angélica habría sido insuficiente y, por tanto, ese evangelio se derrumbaría. De nuevo os repito que toda nuestra salvación descansa en la persona del Salvador. Si Él no fuera poderoso, ni hubiera sido facultado para hacer la obra, lógicamente ésta no nos serviría de nada y fracasaría en su objetivo. Pero, hermanos y amigos, cuando predicamos el Evangelio, podemos hacerlo sin vacilar. Os mostraremos hoy a un Salvador que no tiene igual en cielos y tierra. Tan amante, tan grande, tan poderoso y tan justamente apropiado a nuestras necesidades, que es plenamente manifiesta su previsión desde la eternidad para saciar nuestros más profundos deseos. Sabemos que Jesucristo, que vino al mundo para salvar a los pecadores, era Dios, y que mucho antes de bajar a esta pobre tierra fue adorado por los ángeles como el Hijo del Altísimo. Al predicaros al Salvador, queremos que sepáis que, aunque Él era el Hijo del hombre, hueso de nuestro hueso, y carne de nuestra carne, era, además, el Eterno Hijo de Dios, en quien habitaba toda la plenitud de la Divinidad. ¿Qué Salvador podemos desear que sea más grande que el mismo Dios? ¿No tendrá poder para limpiar un alma el que formó los cielos?, ¿no podrá librarla de la destrucción que ha de venir Aquel que al principio extendió las cortinas del firmamento e hizo la tierra para que el hombre la habitara? Cuando os declaramos que Él es Dios, manifestamos su omnipotencia y eternidad; y cuando estas dos cosas se conciertan, ¿qué será imposible? Si Dios emprende una obra, no se malogrará; si acomete una empresa estad seguros de su éxito. Así pues, al anunciaros al Salvador, aquel Jesús hombre y Dios, estamos plenamente seguros de ofreceros algo que es digno de ser recibido de todos.
El nombre dado a Cristo nos sugiere algo que afecta a su persona. En nuestro texto se le llama «Cristo Jesús», que declarado es «el Ungido Salvador». Y el Ungido Salvador «vino al mundo para salvar a los pecadores».
Párate, querida alma, y vuelve a leer esto otra vez: Él es el Ungido Salvador. Dios el Padre ungió a Cristo para ser el Salvador de los hombres desde antes de la fundación del mundo y, por lo tanto, cuando contemplo a mi Redentor bajando de los cielos para redimir al hombre de su pecado, sé que ha venido enviado y facultado. La autoridad del Padre respalda su obra. De aquí que haya dos cosas inmutables sobre las que nuestras almas pueden descansar: la persona de Cristo, divina en sí misma, y la unción de lo alto como señal de la misión encomendada por Jehová su Padre. ¡Oh!, pecador, ¿qué más grande Salvador puedes necesitar que Aquel que fue ungido por Dios? ¿Qué más puedes requerir para tu rescate que el eterno Hijo de Dios, y la unción del Padre como ratificación del pacto?
A pesar de todo lo dicho, no haremos descrito plenamente la persona del Redentor si no lo consideramos también como hombre que era. Leemos que Él vino al mundo, pero no interpretamos esta venida de la misma manera en que otras veces anteriores nos habla de ella la Escritura. Dice: «Descenderé ahora, y veré si han consumado su obra según el clamor que ha venido hasta mí; y si no, lo sabré». En efecto, Él está siempre aquí. Las salidas de Dios se echan de ver de dos formas en el santuario: tanto en su providencia como en la naturaleza aparecen de un modo visible. ¿No visita Dios la tierra cuando de la tempestad hace su carroza y cabalga sobre las alas del viento? Pero la visitación de que habla nuestro texto es distinta de todas estas. Cristo vino al mundo en la más perfecta y plena identificación con la naturaleza humana. ¡Oh!, pecador, cuando predicamos a un Salvador Divino, quizá el nombre de Dios te sea tan terrible que te cueste trabajo creer que ese Salvador ha sido hecho para ti. Pero oye de nuevo la vieja historia. Aunque Cristo era el Hijo de Dios, dejó su más alto trono en la gloria para venir a humillarse en un pesebre. Helo allí, pequeñito, recién nacido. Vedle crecer: cómo pasa de la niñez a la mocedad, y de la mocedad a la plenitud de la vida. ¡Cómo se presenta ante el mundo para predicar y sufrir! Vedle gemir bajo el yugo de la opresión despreciado y desechado; ¡»desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres»! ¡Contempladle en el huerto sudando gota de sangre!, ivedle en casa de Pilato, con la espalda abierta en sangre!, ¡miradle pendiente del sangriento madero!, ¡vedle morir en agonía tan intensa que la imaginación es incapaz de apreciar y las palabras faltan para describir!, ¡helo ya en la tumba silenciosa! Pero, ¡contempladle al fin, rotos los lazos de la muerte, resucitar al tercer día, y subir luego a los cielos 1levando cautiva la cautividad»! Pecador, ahora conoces quién es el Salvador, pues te ha sido claramente manifestado. Aquel Jesús de Nazaret que murió en la cruz llevando su causa escrita sobre su cabeza: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos», aquel hombre era el hijo de Dios, el resplandor de la gloria del Padre, y la misma imagen de su substancia, «engendrado por Él (engendrado, no hecho), siendo consubstancial al Padre». «El cual siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios, como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.» ¡Oh!, si yo pudiera traerle ante vosotros, si yo pudiera mostraros sus manos y su costado, si vosotros, como Tomas, pudierais meter los dedos en la señal de los clavos y vuestra mano en su costado, esto y seguro que no seríais incrédulos, sino fieles. Yo sé bien que si hay algo que pueda hacer creer a los hombres bajo la mano del Santísimo Espíritu de Dios, este algo es una descripción real de la persona de Cristo. Porque en este caso, ver es creer. Una verdadera visión de Cristo, una desnuda mirada hacia Él, ciertamente engendrará fe en el alma. ¡Oh!, yo sé que si conocieseis a mi Señor, algunos que ahora dudáis, tembláis y teméis. diríais: «Puedo confiar en Él; merece mi fe una persona tan divina y tan humana al mismo tiempo, ordenada y ungida por Dios. Es digna de toda mi confianza. Y aun más, si vo tuviese un centenar de almas, todas ellas podrían descansar en El. Y si yo fuese el culpable de todos los pecados de la humanidad, el colector y vertedero de toda la infamia de este mundo, aun así seguiría confiando en Él porque tal Salvador puede salvar eternamente a los que por Él se allegan a Dios». Ésta es, pues, amados, la persona del Salvador.
2. He aquí el segundo punto, el pecador Si nunca antes de ahora hubiésemos oído este pasaje, o alguno de similar significación creo que el más expectante e intenso silencio reinaría en este local, cuando yo, por vez primera, comenzara a verter el texto en vuestros oídos: «Palabra fiel y digna de ser recibida de todos, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar… «¡Cómo adelantaríais ansiosamente vuestras cabezas, taladraríais mis labios con vuestra mirada, y pondríais las manos como pantalla en vuestros oídos para no perder ni una sílaba del nombre de la persona por quien el Salvador murió’ Cada corazón diría: ¿A quién tendría a salvar? Si nunca anteriormente hubiésemos oído este mensaje, ¡cómo palpitarían nuestros corazones ante la posibilidad de que las condiciones exigidas fueran tales que nosotros no pudiéramos alcanzarlas! Pero, ¡Oh!, cuán dulce y consolador es oír aquella palabra que nos habla del carácter de los que Cristo vino a salvar: «El vino al mundo para salvar a los pecadores». Monarcas y príncipes, sabed que no os ha escogido sólo a vosotros para ser objeto de su amor, pues que también los mendigos y los pobres gustaran su gracia. Vosotros, hombres instruidos, maestros de Israel, sabed que Cristo no dijo que viniera especialmente para salvaros a vosotros, sino que también el iletrado campesino será bien venido a su gracia. Y tú, judío, con todo tu rancio linaje, no serás más justificado que el gentil. Y vosotros también, compatriotas míos, con toda vuestra civilización y libertad, Cristo no dijo que viniera para salvaros a vosotros, Él no os nombró como objeto distinguido de su amor; no, ni tampoco hizo diferencia de vosotros, los que hacéis buenas obras, y os tenéis por santos entre los demás. El único título, tan largo y ancho como la humanidad misma, es simplemente éste: «Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores». Ahora bien, cuando leemos esto debemos interpretarlo en un sentido general, es decir, que todos aquellos a quienes Jesús vino a salvar son pecadores; mas si alguno tratara de deducir de esta declaración que él es salvo, debemos presentarle la cuestión desde otro punto de vista. Consideremos, pues, el sentido general de la declaración: «Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores». Aquellos que Cristo vino a salvar son pecadores por naturaleza, nada más y nada menos que pecadores. Yo he dicho frecuentemente que Cristo vino a salvar pecadores conscientes, y así es en realidad; pero estos pecadores no tenían consciencia de su pecado cuando Él vino a ellos, sino que estaban completamente «muertos en delitos y pecados». Es una idea muy extendida la de que nosotros debemos predicar que Cristo murió para salvar a lo que se llama pecadores sensibles. Eso es verdad; pero ellos no eran sensibles cuando Cristo vino a salvarles. Fue Él quien, por el efecto de su muerte, les dio la sensibilidad y el conocimiento del pecado. Aquellos por quienes Él murió se nos describen como pecadores, pura y simplemente como pecadores, sin ningún paliativo que excuse la grandeza de su pecado, ni consideración a los méritos o bondades que pudieran distinguirles del resto de sus semejantes. ¡Pecadores! Esta palabra abarca a todas las clases sin distinción. Hay algunos que parecen tener pocos pecados. Formados religiosamente y educados en la moral, no han caído en lo profundo de la iniquidad, y se contentan con bordear las orillas del vicio -no se han hundido en el abismo-. Mas Cristo ha muerto también por tal clase de personas, y muchos de estos han sido hechos cercanos para conocerle y amarle. Que no crea nadie que por ser menos pecador que otro hay menos esperanzas de salvación para él. Es verdaderamente chocante la forma de hablar de algunos: «Si yo hubiera sido un blasfemo», dicen, «o un difamador, tendría más esperanza; pero como el mundo me considera bueno, a pesar de que yo me reconozco un gran pecador, me cuesta trabajo creer que estoy incluido». ¡Oh!, no hables así. El texto dice: «Pecadores». Y si tú te tienes en esta consideración, tanto si eres de los más grandes como si eres de los más pequeños, estás incluido- y la verdad afirma que aquellos que Jesús vino a salvar fueron pecadores antes que otra cosa; así pues, siéndolo tú, no hay motivo para creer que hayas sido excluido. Cristo murió para salvar a pecadores de la más encontrada condición. Hay personas a las que no nos atreveríamos a describir; sería vergonzoso hablar de las cosas que han llegado a hacer en privado. Han inventado tales vicios que ni el mismo diablo los conocía hasta que ellos mismos se los enseñaron. Ha habido seres tan bestiales, que los mismos perros serían honorables criaturas a su lado. Hemos oído de hombres cuyos crímenes han sido más diabólicos y detestables que cualquier obra atribuida al mismo Satán. Pero a pesar de ello, mi texto no los excluye. ¿No nos hemos encontrado con blasfemos tan profanos que no han podido abrir la boca sin proferir un juramento? La blasfemia, que al principio les pareció algo terrible, ha llegado a serles tan normal que se maldecirían a sí mismos antes de decir una oración, y prorrumpirían en maldiciones antes de cantar alabanzas a Dios; se ha convertido en parte de su comida y bebida, y lo encuentran tan natural que su misma maldad y perversidad no les impresiona, abundando en ella cada vez más. Se deleitan en conocer la ley de Dios por el mero hecho de poderla quebrantar. Habladles de un nuevo vicio, y les haréis un favor. Son como aquel emperador romano, que no podía recibir mejor placer de los zánganos que le rodeaban que el de la invención de un nuevo crimen; hombres que se han sumergido hasta la medula en la infernal laguna estigia del pecador; hombres que, no contentos con manchar sus pies en el fango, han levantado la tapadera de la trampa con la que todos cubrimos nuestra depravación y se han zambullido en la ciénaga, gozándose en la inmundicia de la iniquidad humana. Pero aun estos quedan incluidos en el texto. Muchos de ellos serán lavados con la sangre de Jesús, y hechos partícipes del amor del Salvador.
Tampoco hace el texto distinción por la edad de los pecadores. Veo a muchos de los que estáis aquí, cuyos cabellos, si fuesen como su condición, serían de un color muy diferente del que son ahora; os habéis emblanquecido por fuera, pero vuestro interior esta negro por el pecado. Habéis amontonado capa tras capa de delitos, y, ahora, si excavásemos a través de esos depósitos de tantos años, descubriríamos pétreos residuos de los pecados de vuestra juventud, escondidos en lo más profundo de vuestros rocosos corazones. Donde una vez hubo ternura, sólo hay sequedad y dureza. Habéis ido muy lejos en el pecado. Y si ahora os convirtieseis, ¿no sería ello una maravilla de la gracia? Porque ¡cuán difícil es enderezar el viejo roble! Lo que ha crecido tan robusto y vigoroso, ¿podrá ser enderezado? ¿Podrá el Gran Labrador recuperarlo? ¿Podrá injertar algo en tan viejo y rugoso tronco para que lleve frutos celestiales? Sí que podrá, porque el texto no menciona la edad para nada, y muchos, en los últimos años de su senectud, han probado el amor de Jesús. «Pero», dirá alguno, «mis transgresiones no han sido como las de los demás. Yo he pecado contra la luz y el conocimiento. He pisoteado las oraciones de una madre y despreciado las lágrimas de un padre. Los consejos que se me dieron fueron desoídos. Mi lecho de enfermo ha sido la reprensión de Dios para mi. Mis propósitos han sido tan numerosos como su olvido. Para mis culpas no hay medida. Mis más pequeños delitos son más grandes que las iniquidades más terribles de los hombres, porque yo he pecado contra la luz, contra los remordimientos de conciencia y contra todo lo que debería haberme guiado a ser mejor.» Muy bien, amigo mío, pero yo no veo que nada de eso te excluya; el texto no hace distinción alguna, pues solamente dice: ¡»Pecadores»! Y si el texto dice eso, no hay limitación de ninguna clase y yo tengo que ofrecerlo con la amplitud con que el mismo se ofrece; incluso para ti hay sitio. Dice: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». Ha habido muchos hombres en tus mismas condiciones que han sido salvados; ¿por qué, pues, no has de serlo tú? Muchos de los más grandes canallas, de los más viles ladrones y de las más viciosas prostitutas, han sido salvados. Pecadores de cien años de edad han sido salvados -tenemos casos que os podríamos citar-; entonces, ¿por qué tú no podrás? Y si de uno de los ejemplos que Dios nos muestra podemos sacar una norma, y, más aun, teniendo su propia Palabra que nos da testimonio, ¿dónde está el hombre que sea tan impíamente arrogante como para excluirse a sí mismo y cerrarse voluntariamente la puerta de la gracia en su misma cara? No, amados, el texto dice «Pecador»; y si es así, ¿por qué no nos ha de incluir a ti y a mí en su declaración? «Jesucristo vino al mundo para salvar «los pecadores.»
Pero, como dijimos antes, y debo volver sobre ello, si hay alguien que intenta hacer una aplicación particular de este texto a su propio caso, ha de considerarlo bajo otro punto de vista. No todos los que estáis aquí podéis deducir que Cristo vino a salvaros. Es cierto que Él vino para salvar a los que fuesen pecadores; pero Cristo no salvará a todos, ya que hay muchos que se condenarán indudablemente por rechazarle. Para aquellos que le desprecian, para los que no se arrepienten, para los que no quieren saber nada de Sus caminos ni de Su amor, para los que se amparan en su propia justicia, para los que no vienen a Él; para estos, para tales pecadores, no hay promesa de misericordia, porque no hay otro camino de salvación fuera de Él. Despreciad a Cristo, y despreciaréis vuestra propia misericordia. Apartaos de Él, y daréis pruebas de que su sangre no tiene valor alguno para vosotros. Despreciadle, morid en vuestro desprecio, morid sin entregar vuestras almas en sus manos, y habréis dado la más terrible prueba de que la sangre de Cristo, a pesar de ser poderosa, nunca os ha sido aplicada, nunca ha sido derramada sobre vuestros corazones para que borrara vuestros pecados. Así pues, si yo quiero saber si Cristo murió por mí, para creer en El y considerarme salvo, debo responderme antes esta pregunta: ¿Siento hoy que soy un pecador? ¿Puedo contestar que sí, no como un mero formulismo, sino porque en realidad es mi convicción? ¿Está escrito en lo más profundo de mi alma con grandes caracteres de fuego que yo soy un pecador? Entonces, si es así, Cristo murió por mí; estoy incluido en su especial propósito. El pacto de gracia asentó mi nombre en los eternos rollos de la eterna elección; mi nombre está anotado allá, y sin duda alguna seré salvo si, sintiéndome ahora como un perdido pecador, descanso en tan sencilla verdad, creyendo y confiando que ella será el ancla de mi salvación en todo tiempo de dificultad. Acércate, amigo y hermano, ¿no estás preparado para creer en Él? ¿No hay muchos de vosotros capaces de declararse pecadores? ¡Oh!, yo os suplico, quienesquiera que seáis, que creáis esta gran verdad digna de ser recibida de todos: Cristo Jesús vino a salvarnos. Yo sé vuestras dudas, conozco vuestros temores, porque ambas cosas las he sufrido en mi carne; y la única manera por la que yo puedo mantener viva mi esperanza es ésta:
Cada día me acerco a la cruz,
Y creo que en la hora de mi muerte
Sólo habrá esta esperanza que me aliente:
Nada traigo en mis manos a tu luz,
Sólo vengo a abrazarme a tu cruz».
Y mi única razón para creer en esta hora que Jesucristo es mi Redentor es que yo sé que soy un pecador. Esto siento y por esto lloro; y cuando yo esté ahogado por la pena, y Satanás me diga que no puedo ser del Señor, sacaré de mis lágrimas la consoladora conclusión de que, puesto que Cristo ha hecho que me sienta perdido, nunca hubiera despertado en mi ese sentimiento si no fuera para salvarme; y si me ha hecho ver que yo pertenezco a la clase numerosa de aquellos que Él vino a salvar, puedo creer, sin lugar a dudas, que Él me salvara. ¡Oh!, ¿podéis vosotros sentir lo mismo, pecadores abatidos, cansados y tristes, almas desilusionadas para quienes el mundo se ha tornado en algo vano y sin sentido? A vosotros, espíritus afligidos, que habéis gozado de todos los placeres y ahora estáis exhaustos por el hastío, o incluso por la enfermedad, que anheláis ser liberados de todo ello; ¡oh!, vosotros que buscáis algo mejor que lo que este frenético mundo jamás os pueda ofrecer, a vosotros os predico el bendito Evangelio del bendito Dios: Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido de la virgen María, sufrió bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y resucitó al tercer día para salvaros a vosotros; si, aun a vosotros, porque Él vino al mundo para salvar a los pecadores.
3. Ahora, muy brevemente, consideraremos el tercer punto: ¿Qué quiere decir salvar a los pecadores? «Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores». Hermanos, si queréis contemplar un cuadro que salvo, permitidme que os muestre lo que quiere decir ser lo describa. Considerad un pobre miserable que durante muchos años ha vivido sumido en los más grandes pecados; tanto se ha endurecido, que antes podría el etíope cambiar su piel que el hacer el bien. La borrachera, el vicio y el desenfreno, han echado sobre él sus redes de hierro, convirtiéndole en un ser tan repugnante que es imposible que pueda librarse de su corrompida depravación. ¿Podéis haceros la idea? Vedle cómo corre veloz a su propia destrucción. Desde su infancia a su juventud, desde su juventud hasta su madurez, no ha cesado de pecar, y así se acerca a su último día. La boca del infierno se va ensanchando delante de sus pasos, iluminando su rostro con el terrible fulgor de sus llamas; pero él no se da cuenta: continúa en su impiedad, despreciando a Dios y aborreciendo su propia salvación. Dejémosle allí. Unos cuantos años han pasado, y ahora escuchad otra historia. ¿Veis aquel espíritu de allá, el más insigne de todos los distinguidos, el que más dulcemente canta alabanza a Dios? ¿Veis sus ropas blancas, señal de su pureza? ¿Veis cómo arroja su corona a los pies de Jesús reconociéndole como Señor de todo? ¡Escuchad! ¿No le oís cantar la más dulce canción que jamás embelesara el Paraíso? Deleitaos con su letra:
«De los pecadores yo soy el primero,
Mas por mi Cristo murió en el madero».
«A que nos amó y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre; a Él sea gloria y magnificencia, imperio y potencia, ahora y en todos los siglos.» ¿Y de quién es esa canción que así rivaliza con las melodías de los serafines? De la misma persona que no hace muchos años estaba tan terriblemente depravada, ¡de aquel mismo hombre! Porque ahora ha sido lavado, ha sido santificado, ha sido justificado. Si me preguntáis, pues, que se entiende por salvación, os diré que aquello que cubre la distancia que media entre aquel pobre desperdicio de la humanidad, y aquel espíritu en las alturas cantando alabanzas a Dios. Eso es ser salvo: el tener nuestros viejos pensamientos convertidos en otros nuevos; el dejar nuestra vieja manera de vivir, y cambiarla por una vida nueva; el tener nuestros pecados perdonados, y recibir la justicia imputada; el tener paz en la conciencia, paz con los hombres y paz con Dios; el tener ceñidos los lomos con la blanca vestidura de la justificación, y el estar nosotros mismos purificados y limpios. Ser salvo es ser rescatado de la vorágine de perdición, ser alzado hasta el trono del cielo, ser librado de la ira, de la maldición y de las amenazas de un Dios airado, y ser traído a probar y gustar el amor, la complacencia, y el aplauso de Jehová nuestro Padre y Amigo. Y todo esto como dádiva de Cristo a los pecadores. Cuando predico este sencillo evangelio, no tengo nada que ver con aquellos que no se llaman a sí mismos pecadores. Si queréis ser canonizados, vindicando vuestra devota y propia perfección, este mensaje que yo anuncio no es para vosotros. Mi evangelio es para los pecadores; y toda esta salvación, tan grande y sublime, tan inefablemente preciosa y eternamente segura, es proclama da hoy a los parias, a los desechados de la sociedad; en una palabra: a los pecadores.
Así pues, creo haber anunciado la verdad del texto. Y ciertamente nadie podrá tergiversar mis palabras, a menos que lo haga intencionadamente: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores».
II. Y ahora tengo poco que hacer, a pesar de que me queda la parte más difícil: LA DOBLE RECOMENDACIÓN del texto. Primeramente, «es palabra fiel»; recomendación para el que duda. En segundo lugar, «digna de ser recibida de todos»; recomendación para el indiferente, y aun para el preocupado.
1. Comenzaremos, pues, por la recomendación dirigida al que duda: «palabra fiel». ¡Oh!, el diablo, tan pronto como encuentra hombres que están bajo el sonido de la Palabra de Dios, se introduce por entre la gente para susurrar a los corazones: «¡No lo creas!» «¡Ríete de eso!» «¡Fuera con ello!» Y cuando descubre una persona para quien el mensaje ha sido destinado -persona que se siente pecadora- arrecia con doble fuerza en sus ataques, para impedirle de cualquier manera que crea. Yo sé que Satanás te está diciendo, pobre amigo: «No lo creas; es demasiado bueno para ser verdad». Pero déjame que le responda yo con la misma Palabra de Dios: «es palabra fiel». Es buena, y tan cierta como buena. Sería demasiado buena para ser verdad, si Dios no la hubiera dicho; pero puesto que la dijo, no es demasiado buena para ser verdad. Y yo te diré por qué la juzgas así: porque mides el grano de Dios con tu propio almud. Ten a bien recordar que sus pensamientos no son tus pensamientos, ni sus caminos tus caminos; porque como son más altos los cielos que la tierra, así son sus caminos más altos que tus caminos, y sus pensamientos más que tus pensamientos. Tú crees que si un hombre te ofendiera, jamás podrías perdonarle; ¡ah!, amigo, pero Dios no es hombre: Él perdona donde tú eres incapaz de hacerlo, y perdona setenta veces siete donde tú asirías a tu hermano por el cuello. Tú no conoces a Jesús, o de otro modo creerías en Él. Honramos a Dios cuando reconocemos la inmensidad de nuestro pecado; pero si al mismo tiempo que reconocemos esta enormidad la consideramos más grande que Su gracia, le estamos deshonrando. La gracia de Di s es más grande que el más grande de nuestros crímenes. El sólo ha hecho una excepción, y el penitente no puede estar incluido en ella. Así pues, yo te ruego que tengas mejor opinión de Dios que la que tienes. Cree en su infinita bondad y virtud; y cuando sepas que ésta es palabra fiel, tengo confianza en que arrojarás a Satanás de tu lado, y no la considerarás demasiado buena para ser verdad. También sé lo que te dirá la próxima vez: «De acuerdo; esa palabra es verdad, pero no para ti. Es cierta para todo el mundo, menos para ti. Sí, ya sé, Cristo murió para salvar a los pecadores, y tú lo eres; pero no estás incluido.» Llamad a Satanás mentiroso en su misma cara. No hay otra forma de responderle si no es con este lenguaje directo y claro. Nosotros no creemos en la individualidad de la existencia del diablo como creía Martín Lutero. Cuando el Maligno venía a él, lo trataba de la misma manera que a otros impostores: echándolo a la calle con palabra dura y apropiada. Dile tú también, con la autoridad del mismo Cristo, que es un mentiroso. Jesucristo dice que vino para salvar a los pecadores, y el diablo trata de desmentirle. Virtualmente lo niega cuando dice que no vino para ti, a pesar de que tú te sientes pecador. Llámalo embustero y envíalo a paseo. De todos modos, nunca compares su testimonio con el de Cristo. Jesús te mira hoy desde la cruz del Calvario con aquellos mismos ojos anegados en lágrimas que lloraron sobre Jerusalén. Él os ve, hermana y hermano mío, y os dice por mi boca: «Yo vine al mundo para salvar a los pecadores». ¡Pecador!, ¿no creerás en su palabra y confiarás tu alma en sus manos? Ojalá digas: «Dulce Señor Jesús, Tú serás mi confianza desde ahora en adelante. Por ti todas mis esperanzas desprecio, y sólo Tú por siempre serás mío». Acércate, pobre tímido, y yo trataré de devolverte la confianza repitiendo una vez más este texto: «Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores». Es palabra fiel, y no puedo consentir que la rechaces. Alegas que no puedes creerla, pero respóndeme: «¿Crees en la Biblia?» «Sí», dices, «cada una de sus palabras.» Entonces, ésta es una de ellas: «Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». Si dices que crees en la Biblia -apelo a tu sinceridad-, cree en esto también, pues que en ella está. ¿Crees a Cristo? Vamos, respóndeme. ¿Tú crees que miente? ¿Se rebajaría un Dios de verdad hasta el engaño? «No», dices, «creo todo cuanto Dios declara.» Pues es Él mismo quien dice esto en su propio libro. Él murió para salvar a los pecadores. Respóndeme una vez más. ¿No crees en los hechos? ¿No se levantó Cristo de los muertos? ¿No prueba eso que su Evangelio es auténtico? Si, pues, el Evangelio es auténtico, todo cuanto Cristo declara como su Evangelio, ha de ser cierto. Yo apelo a ti que, si crees en su resurrección, creas también que murió por los pecadores, y confíes en esta verdad. Una vez más: ¿Negarás tú el testimonio de todos los santos de cielos y tierra? Pregunta a cada uno de ellos y te responderán que esta palabra es fiel: Él murió para salvar a los pecadores. Yo, como uno de los más pequeños de sus siervos, debo aportar también mi testimonio. Cuando Jesús vino a salvarme, he de decirlo, no encontró nada bueno en mí. Yo sé con plena certeza que no había nada que pudiera recomendarme a Cristo; y si me amó fue porque así le plugo, pues no había en mí nada deseable ni digno de afecto. Lo que soy, lo soy por su gracia: Él lo hizo todo. Sólo un pecador encontró en mí, y su propio y soberano amor es la única razón de mi elección. Pregunta a todo el pueblo de Dios, que todos te responderán lo mismo,
Quizá digas que eres un gran pecador; pero no eres más que fueron algunos que ahora están en el cielo. Si te crees el más grande de los pecadores que jamás existió, sabe que estás equivocado. El más grande de ellos vivió hace muchos años, y fue al cielo. M texto dice: «De los cuales yo soy el primero». Así puedes ver cómo el más grande ha sido salvado antes que tú; y si el primero ha sido salvado, ¿por qué no has de serlo tú? Imaginaos a todos los pecadores colocados en orden, y contemplad cómo de repente sale uno de la fila gritando: «Abridme paso, abridme paso; tengo que ponerme a la cabeza; yo soy el primero de todos los pecadores; dadme el lugar más ruin, y dejadme ocupar el sitio más despreciable.» «No», grita otro, «tú no; yo soy más gran pecador que tú.» Entonces, el apóstol Pablo se adelanta y dice: «Os reto a todos; a vosotros también, Magdalena y Manasés. A mí me corresponde ocupar el lugar más bajo y ruin. Yo he sido blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia para que en mí, el primero, mostrase Dios toda su cleniencia.» Ahora pues, si Cristo ha salvado al más grande de los pecadores que jamás hubo, ¡oh!, pecador, por grande que puedas ser, no podrás superar al más grande de todos, y Él es poderoso para salvarte. Oli, te suplico por las miríadas de testigos que están alrededor del trono y por los miles que están en la tierra; por Cristo Jesús, el testigo del Calvario; por la sangre del esparcimiento que aún presta su testimonio; por el mismo Dios; por su Palabra fiel, que creas esta palabra: «Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores».
2. Y ahora, para finalizar, vamos a considerar la recomendación que el texto hace a los indiferentes, y aun a los preocupados, Este texto es digno de toda aceptación para el indiferente. -Oh’. hombre que te mofas de estas palabras, he visto un gesto de burla y desprecio en tus labios. No ha sido bien dicha esta historia, y por lo tanto haces escarnio de ella, diciendo en tu corazón ¿Qué me importa a mí todo eso? Si esto es todo cuanto este hombre tiene que decir, me trae sin cuidado el escucharle; y si el Evangelio no es más que esto, el Evangelio no es nada». Oh, amigo; el Evangelio es algo, aunque tú no lo sepas. Es digno de que lo recibas. Lo que yo he predicado, a pesar de ser pobre la forma en que ha sido presentado, es muy digno de tu atención. Podría hablarte el orador más grande de la tierra, pero J . amas tendría un tema más sublime que el mío. Si Demóstenes, o el mismo Cicerón, estuvieran aquí, no podrían hablarte de tema más importante. 0, si por el contrario, fuese un niño el que lo anunciara, no habría que considerar su poca elocuencia, sino la excelencia de lo que anuncia. Amigo, no es tu casa la que esta en peligro, ni tu cuerpo solamente, sino tu alma. Yo te suplico por la eternidad, por sus horribles terrores, por los espantos del infierno, por la tremenda palabra: «Eternidad»; te suplico como amigo, como hermano, como uno que te ama y que gustosamente quisiera arrebatarte de las llamas, que no desprecies la misericordia, porque esto es digno de tu más cordial aceptación. ¿Eres sabio? Esto es más digno que toda tu sabiduría. ¿Eres rico? Esto es mejor que toda tu fortuna. ¿Eres famoso? Esto es mejor que toda tu fama. ¿Eres noble? Esto es más digno que toda tu alcurnia y que todo tu rancio abolengo. Lo que yo predico es lo más digno que existe bajo el cielo, porque cuando todo haya fenecido, permanecerá contigo para siempre; estará cerca de ti cuando tengas que quedarte solo. En la hora de la muerte responderá por ti cuando tengas que acudir a la cita de la justicia del tribunal de Dios, y será tu eterna consolación por los siglos de los siglos. Es digno de ser recibido por ti.
Y ahora, ¿estás preocupado?, ¿está tu corazón triste? Quizá te dices: «Yo quisiera ser salvo, pero, ¿puedo confiar en este Evangelio?, ¿es lo suficiente recio como para soportarme a mí? Yo soy un pecador cuyas transgresiones sobrepujan todo conocimiento, ¿no se desmoronarán sus pilares como terrones de azúcar bajo el peso de mi pecado? Yo soy el primero de los pecadores, ¿serán sus pórticos lo suficientemente anchos como para que pueda entrar? Mi espíritu está enfermo por el pecado, ¿podrá curarlo esta medicina?» Sí, es digno de ti es útil para tu enfermedad, para tus necesidades; es completamente suficiente para todas tus exigencias. Si yo tuviese que predicar un pseudoevangelio, o un evangelio incompleto, no podría anunciarlo con vehemencia y celo; pero lo que yo predico es digno de ser recibido de todos. «Pero señor, si yo he sido un ladrón, un fornicario, un borracho…» Es digno para ti, porque Él vino para salvar a los pecadores, y tú eres uno de ellos. «Pero señor, si he sido un blasfemo.» Tampoco tu quedas excluido; es digno de ser recibido por todos. Pero notad: es digno de toda la aceptación que podáis concederle. Aceptadlo, no solamente en la mente, sino en el corazón; podéis apretarlo contra vuestra alma y considerarlo vuestro todo en todo; podéis alimentaros de él, vivir en él. Y si vivís para él, si sufrís por él, si morís por él, él es digno de todo.
Debo dejaros marchar ya, pero mi espíritu siente como si debiera reteneros aquí. Sorprendente cosa es que, cuando vuestro ministro se preocupa por vosotros, haya tantos a los que no os importe lo más mínimo el porvenir de vuestra alma. ¿Qué me va a mí que los hombres se pierdan o se salven? ¿Me va a beneficiar a mí vuestra salvación? Ciertamente no. Pero a pesar de todo, mi sufrimiento por vosotros, por muchos de vosotros es más grande que vuestra propia compasión. ¡Oh!, singular endurecimiento del corazón, que el hombre no se preocupe de su propia salvación, que rechace sin pensarlo siquiera la más preciosa verdad. Detente, pecador, detente antes de que te alejes de tu propia compasión –detente una vez más-; quizá sea ésta tu última amonestación, o peor aun, el último aviso que jamás volverás a experimentar. Lo sientes ahora. ¡Oh!, te suplico que no apagues el Espíritu. No salgas de este lugar con el ánimo dispuesto a recorrer el camino de tu casa en despreocupada charla. No salgas de aquí para olvidar la clase de hombre que eres, sino date prisa en llegar a tu hogar, éntrate en tu cuarto, cierra la puerta, cae sobre tu rostro al lado de tu cama, confiesa tu pecado, clama a Jesús, dile que eres un perdido miserable sin su gracia soberana, cuéntale que has oído esta mañana que El vino al mundo para salvar a los pecadores, y que ante tanto amor, las armas de tu rebelión han sido depuestas y anhelas ser suyo. Y allí, en su presencia, súplicale y dile «Señor, sálvame o perezco».
El Señor os bendiga a todos por Cristo Jesús. Amén.
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