Sus palabras reverberan en las nubes y producen un estampido supersónico en los cielos.
Si usted ora como un Concorde, lo saludo. Si no es así, lo comprendo.
Tal vez sea más parecido a mí, más parecido a una avioneta de fumigación que a un Concorde.
No es vistoso, vuela a baja altura, pareciera que cubre a menudo el mismo terreno y algunas mañanas resulta difícil hacer arrancar el viejo motor.
Muchos somos así. A la mayoría nos vendría bien un ajuste en nuestras vidas de oración.
A algunas de ellas les falta estabilidad. Se encuentran en un desierto o en un oasis.
Períodos largos, áridos y secos interrumpidos por breves zambullidas en las aguas de la comunión.
Pasamos días o semanas sin oración estable, pero luego sucede algo, escuchamos un sermón, leemos un libro, experimentamos una tragedia, algo nos conduce a la oración, de manera que nos zambullimos.
Nos sumergimos en la oración y salimos refrescados y renovados. Pero al retomar la travesía, nuestras oraciones quedan atrás.
Hay otros que estamos necesitados de sinceridad. Nuestras oraciones son un tanto huecas, memorizadas y rígidas. Más liturgia que vida. Y a pesar de ser diarias, son aburridas.
Existen otros que carecen de honestidad. Sinceramente nos preguntamos si la oración es relevante.
¿Por qué razón querría hablar conmigo el Dios de los cielos?
Si Él lo sabe todo, ¿quién soy yo para decirle cosa alguna?
Si Él todo lo controla, ¿quién soy yo para hacer cosa alguna?
Si está lidiando con la oración, tengo justo al hombre para usted. No se preocupe, no se trata de un santo monástico. Ni de un apóstol de rodillas callosas. Tampoco se trata de un profeta cuyo segundo nombre es Meditación. O de una persona tan santa que nos recuerde hasta qué punto debemos profundizar en la oración. Es justamente todo lo opuesto. Es un compañero en la fumigación de cultivos.
El padre de un hijo enfermo que tiene necesidad de un milagro. La oración del padre no es gran cosa, pero la respuesta y el resultado nos recuerdan: el poder no está en la oración; está en el que la oye.
Oró en su desesperación.
Su hijo, su único hijo, estaba poseído por un demonio. No sólo era sordo, mudo y epiléptico, sino que también estaba poseído por un espíritu maligno.
Desde la infancia del muchacho el demonio lo lanzaba repetidamente en el fuego y en el agua.
Imagine el dolor del padre. Otros padres podían observar cómo sus hijos crecían y maduraban; él sólo podía observar cómo el suyo sufría.
Mientras otros enseñaban a sus hijos un oficio, él sólo intentaba mantenerlo con vida.
¡Qué desafío! No podía dejar solo a su hijo siquiera por un minuto.
¿Quién sabía cuándo sobrevendría el siguiente ataque? El padre debía permanecer de guardia, atento las veinticuatro horas del día. Estaba desesperado y cansado y su oración refleja ambas cosas.
Escuche esa oración:
«Pero si tú puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos».
¿Le suena valiente? ¿Confiada? ¿Fuerte? No lo creo.
Un solo cambio de palabras habría marcado una gran diferencia.
Qué tal si hubiese dicho: «Ya que puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos». Pero eso no fue lo que dijo. El griego es aún más enfático. El modo utilizado implica duda. Es como si el hombre estuviese diciendo: «Esto tal vez esté fuera de tu ámbito, pero si tú puedes…».
Una clásica petición de avioneta fumigadora.
Si esa oración suena semejante a la suya, no se desanime, pues allí es donde comienza la oración.
Comienza siendo un anhelo. Una súplica sincera. Nada de jactancias. Nada de posiciones asumidas. Sólo oración. Oración endeble, pero oración al fin.
Tenemos la tentación de posponer la oración hasta que sepamos cómo orar.
Hemos escuchado las oraciones de los que son espiritualmente maduros.
Hemos leído de los rigores de los disciplinados. Y estamos convencidos de que nos aguarda una larga travesía. Ya que preferiríamos no orar antes que orar de manera endeble, no oramos. U oramos de manera infrecuente. Esperamos aprender a orar antes de hacerlo.
Menos mal que este hombre no cometió ese mismo error. La oración no era su fuerte.
Y la suya no fue gran cosa.
¡Hasta él mismo lo reconoce! Imploró: «Ayúdame en mi incredulidad» (véase Marcos 9.24).
Esta oración no está destinada a formar parte de un manual de adoración. Ningún salmo resultará de esta expresión del hombre. La suya fue sencilla, no hubo encanto ni cántico.
Pero Jesús respondió.
Respondió no a la elocuencia del hombre, sino a su dolor.
Jesús tenía muchos motivos para ignorar el pedido de este hombre.
Recién regresaba de la montaña, del Monte de la Transfiguración. Mientras estuvo allí su rostro se cambió y su ropa se volvió blanca y resplandeciente (véase Lucas 9:29). Fue transfigurado.
El viaje hacia arriba causó regocijo. Pero el viaje hacia abajo no lo fue. Observe el caos que lo recibe a su regreso: los discípulos y los líderes religiosos están discutiendo. Una multitud de curiosos está mirando. Un muchacho, que había sufrido durante toda su vida, está en exposición. Y un padre que había venido buscando ayuda está desalentado, preguntándose por qué ninguno puede ayudarlo.
¿Dónde está la fe en este cuadro?
Los discípulos han fracasado, los escribas están entretenidos, el demonio está victorioso y el padre está desesperado.
Y sin embargo surge su tímida voz. «Si tú puedes hacer algo…»
¿Tal oración tiene relevancia?
Permita que Marcos le responda esa pregunta. Cuando Jesús vio que se agolpaba una multitud, reprendió al espíritu inmundo; le dijo: «Espíritu mudo y sordo, yo te ordeno: Sal de él y no vuelvas a entrar en él.
Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó, y él se puso en pie». Marcos 9:25-27 (Biblia de las Américas).
Esto turbó a los discípulos.
No bien se alejaron de la multitud le preguntaron a Jesús: «¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?»
¿Su respuesta? «Esta clase [de espíritu] con nada puede salir, sino con oración».
¿Cuál oración?
¿Cuál oración fue la que tuvo relevancia?
¿Fue la oración de los apóstoles? No, ellos no oraron. Los escribas tampoco oraron. La gente no oró.
Ni siquiera se dobló una rodilla.
¿Entonces cuál fue la oración que llevó a Jesús a liberar al muchacho del demonio?
Sólo hay una oración en la historia. Es la oración sincera de un hombre que sufre.
Y ya que Dios se conmueve más por nuestro dolor que por nuestra elocuencia, respondió.
Eso es lo que hacen los padres.
Nuestras oraciones pueden ser torpes.
Nuestros intentos pueden ser endebles.
Pero como el poder de la oración está en el que la oye y no en el que la pronuncia, nuestras oraciones sí tienen relevancia.
Extraído de «Todavía remueve piedras», por Max Lucado, Editorial Betania.