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A los que Cuentan con Escasos Útiles para Trabajar

Una buena biblioteca debe considerarse como una parte íntegra e Indispensable del mobiliario eclesiástico, y los diáconos cuyas funciones son atender al servicio de la mesa, obrarán acertadamente sin descuidar la mesa del Señor ni la de los pobres, y sin disminuir las provisiones de la del ministro, atienden a la vez a la de su estudio y la tienen surtida de obras nuevas y libros de los mejores en abundancia. Esto seria emplear perfectamente el dinero pues se obtendrían magníficos resultados. En vez de declamar contra la decadencia del poder del púlpito, los hombres más influyentes en la Iglesia deben esforzarse en mejorar ese poder proveyendo al predicador de buen alimento espiritual. Poned el látigo dentro del pesebre, es el mejor consejo que yo daría a todo el que refunfuña.

Hace algunos años traté de inducir a nuestras iglesias a que estableciesen bibliotecas para los ministros, como cosa de primera necesidad, y hubo gentes sensatas que persuadidas de la razón que para ello me asistía, comenzaron a poner en práctica la idea que sugerí. He visto en consecuencia con mucha satisfacción aquí y allá, estantes provistos de algunos volúmenes. ¡Ojalá que lo mismo se hubiera hecho en todas partes! pero ¡ay! mucho me temo que una larga sucesión de famélicos ministros traerá a los que por ellos se perjudiquen, la convicción de que la parsimonia para con los pastores de almas es una mal entendida economía. Las iglesias que no pueden cubrir un presupuesto liberal, hallarán alguna compensación fundando una biblioteca como parte permanente de su establecimiento; y si procuran enriquecerla año por año, llegarán a hacerla en breve verdaderamente valiosa. En la casa solariega de mi venerable abuelo, habla una regular colección de obras antiguas puritanas de mucho mérito, que de ministro en ministro habían usado y reunido. Recuerdo que existían entre ellas algunos tomos voluminosos cuyo principal interés estaba para mí en sus curiosas letras iniciales adornadas con pelícanos, grifos, muchachitos en recreo o patriarcas trabajando. Puede objetarse que los libros están expuestos a un extravío por su constante cambio de lectores, pero yo por mi parte los expondría a ese riesgo. Además, las personas que los tuvieran a su cargo, cuidando un poco de su catálogo, conservarían la biblioteca en tan buen estado, como conservar el púlpito, las bancas y demás mobiliario de la Iglesia.

Si este plan no fuese adoptado, ensáyese algún otro más sencillo: que por ejemplo los que contribuyen para el sostenimiento del predicador, añaden un diez por ciento o mas a sus suscripciones, destinando esto exclusivamente a proveer de alimento al cerebro del ministro. Los contribuyentes quedarían suficientemente indemnizados con la mejoría de los sermones que tuvieran que escuchar si así lo hicieran. Si se pudiera asegurar a los ministros pobres una pequeña cantidad anual para ser empleada en libros, seria esto una bendición de Dios así para ellos como para sus respectivas congregaciones. Las personas de buen juicio no esperan que un jardín les produzca buenas plantas de año en año, a menos que abonen el terreno; no esperan que una locomotora funcione sin combustible, ni que un buey o un asno trabajen sin alimento: pues que tampoco esperen recibir sermones instructivos de parte de hombres privados de adquirir buenos conocimientos por su imposibilidad de comprar libros.

Pero dejando esto a un lado, el asunto que me ocupa es el siguiente: ¿ qué deben hacer los ministros que no tienen a su disposición las librerías, ni cuentan con bibliotecas eclesiásticas, ni de otra manera alguna pueden proveerse de libros? Comencemos por hacer observar que silos que se hallan en este caso obtuvieran buen éxito, se harían acreedores a mayor honor que los que

Se dice que a Quintín Matsys le quitaron sus compañeros de trabajo toda su herramienta, no dejándole más que su lima y su martillo, y con sólo estos dos instrumentos construyó su famosa cerradura para los pozos. ¡Cuánta honra por esta circunstancia le es debida! Merecen igualmente grandes elogios los obreros de Dios que han efectuado grandes cosas sin contar con recursos suficientes. Su trabajo habría sido mejor ejecutado, si los hubieran tenido; pero lo que han hecho es ciertamente admirable. En la exposición internacional verificada en Kensington, la Escuela de Cocina, del Sr. Buckmaster, se admira principalmente porque este señor dedicado al arte culinario, prepara apetitosos platillos condimentados con sustancias insignificantes al parecer; con un puñado de huesos y unos pocos macarrones, sazona bocados exquisitos. Si hubiera contado con todas las sustancias empleadas en la cocina francesa, y hecho uso de todas ellas, se habría podido decir: «Bien, cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo;» pero cuando él muestra fragmentos de carne y huesos, y dice que los compró en una carnicería por unos cuantos centavos, y que puede condimentar con ellos un sabroso platillo para una familia compuesta de cinco o seis personas, todas las buenas esposas abren tamaños ojos, y no se explican cómo semejante cosa puede ser; y cuando él hace que las personas que los rodean prueben su guiso para que se persuadan de lo bueno que está, se llenan todas de admiración. que no se desanimen, pues, los hermanos pobres, ellos podrán hacer con poco, grandes cosas en el ministerio y recibir la felicitación de: «Bien hecho, siervo bueno y fiel;» y ésta será tanto más enfática, cuanto mayores sean las dificultades que hayan tenido que vencer.

Si no puede alguien comprar más que muy pocos libros, el primer consejo que yo le daría, es que compre los mejores. Si no puede gastar mucho que lo poco que gaste lo emplee bien. Lo mejor será siempre muy barato. Dejad las meras delecciones y frivolidades a los que pueden permitirse lujo semejante. No compréis leche aguada, sino pura, y después mezcladle si os conviene, el agua que gustéis. En este tiempo abundan los urdidores de palabras, escritores de profesión, que baten con el martillo un grano de sustancia hasta hacer una lámina de tal manera delgada, que cubren con ella una gran extensión de hojas de papel: estos hombres tienen su mérito como lo tienen los buenos laminadores, pero su habilidad de nada os servirá. Los hacendados de nuestras costas acostumbraban llevar carros cargados de algas marinas a sus tierras; lo que más pesaba era el agua que contenían: ahora ponen a secar las algas, y se economizan un mundo de gastos y trabajo. No compréis caldo delgado; comprad la esencia de la carne. Haceos de mucho en poco. Preferid los libros que abundan en lo que James Hamilton solía llamar «Biblina,» esto es, esencia de los libros. Necesitáis de libros bien escritos, condensados, fidedignos, que os puedan servir de guía, y tened por cierto que los conseguiréis. Para la preparación de sus «Horae Biblicae Quotldianae,» obra que es un admirable comentario de la Biblia, el Doctor Chalmers consultaba solamente la «Concordancia,» la «Biblia ilustrada,» la «Sinopsis» de Poole, el «Comentario de Matthew Henry,» y las «Investigaciones en Palestina» por Robinson.-«Estos son los libros que consulto,» dijo una vez a un amigo suyo, «todo lo que es bíblico se halla en ellos: no necesito más para llevar a cabo la obra que he emprendido.» Esto pone de manifiesto que aun aquellos que tienen buenas bibliotecas a su disposición, creen tener lo bastante con unas cuantas obras escogidas. Si el Doctor Chalmers viviera todavía, probablemente daría la preferencia a la obra titulada «La Tierra y el libro» de Thomson, antes que a las «Investigaciones» de Robinson; y dejaría «la Biblia Ilustrada,» por las «Ilustraciones Diarias Bíblicas» de Eitto; yo por lo menos, opinaría que se hiciera el cambio en el sentido indicado. Lo expuesto comprueba hasta la evidencia, que algunos predicadores de los más eminentes han juzgado que en el estudio de las Escrituras podría hacer más con pocos que con muchos libros, y semejante estudio tiene que ser nuestra principal ocupación.

Renunciad pues sin sentimiento, a las muchas obras que como las navajas de afeitar del pobre Hodge, de feliz memoria, «han sido hechas para vender,» y venden a los que las compran, es decir, los castigan por la falta en que al comprarlas incurren. A propósito del comentario de Matthew Henry que antes he citado, me aventuro a decir que ninguna adquisición mejor que esta obra, puede hacerse por un ministro, y yo a todos les aconsejaría que la compraran, aunque para ello tuvieran que quedarse sin levita.

La segunda recomendación que yo haría, es dominad los libros que tengáis. Leedlos con la mayor atención. Bañaos en ellos hasta que os saturen. Leedlos y releedlos, masticadlos, rumiadlos y digeridlos. Haced que formen parte de vuestro ser. Examinad un buen libro varías veces, tomad notas y analizadlo. Un estudiante hallará que su constitución mental se afecta más por un libro que ha llegado a dominar, que por veinte que haya visto a la ligera, lamiéndolos, por decirlo así, según dice un clásico refrán, «como los perros beben en el Nilo.» La poca erudición y la mucha fatuidad vienen del estudio poco concienzudo de los libros. Cuando se amontonan muchos libros sobre el cerebro, éste acaba al fin por fatigarse. Hay hombres cuyo pensamiento se entorpece a causa de que el tiempo que deberían emplear en meditar lo leído, hasta aprovecharlo bien, lo emplean en cosas nuevas que tampoco llegan a aprender. Forman un baturrillo de asuntos que los indigestan, y contraen una dispepsia mental. Los libros sobre el cerebro lo debilitan, mientras que dentro de él, lo robustecen. En las «curiosidades literarias» de D’Israeli, se halla una crítica de Luciano hecha de aquellos que se jactan de poseer grandes bibliotecas que nunca han leído ni menos aprovechado. Comienza por comparar a tales personas a un piloto que nunca ha aprendido el arte de la navegación, o a un patiestelado que usa chinelas bordadas, pero que no puede ponerse nunca en pie. Después exclama: «¿Por qué compráis tantos libros? Es como si siendo calvos os comprarais peines; como si siendo ciegos os comprarais un espejo; como si siendo sordos os comprarais instrumentos musicales… ¡ Qué crítica tan merecida de aquellos que piensan que la adquisición de muchos libros podrá darles instrucción. Y no sé por qué nos pasa a todos cosa semejante pues ¿no es verdad que nos sentimos más sabios después de haber pasado una hora o dos contemplando los aparadores de una librería? Pero con igual razón podríamos creernos más ricos después de haber contemplado la caja fuerte del Banco poderoso de Londres. No, señores, en la lectura de libros, llevad por lema: «Mucho, no muchos.» Pensad al mismo tiempo que leáis. Que vuestro pensamiento sea siempre proporcionado a la lectura, y vuestra pequeña biblioteca no será para vosotros gran mal.

Hay mucha sensatez en la observación que hizo un escritor, hace ya muchos años, en la «Quarterly Review.» Dice: «Dadme ese libro ahora menospreciado y alguna vez querido, comprado a bajo precio con ahorros formados de lo que se ha cercenado a la comida, manchado con los dedos en las esquinas de las hojas de tanto voltear éstas, con notas manuscritas abajo de las columnas y lleno de garabatos en el margen, sucio y arrugado, gastado de tanto uso, bruñido con el roce de la bolsa y sucio con el tizne de las chimeneas, humedecido por la hierba y secado con las sábanas, es decir, el libro que se haya leído en los paseos por los bosques, al dulce calor de las estufas, en el lecho cuando a él se llega en busca de descanso; el libro en suma, que se haya leído, releído y vuelto a leer muchas veces del principio al fin, y os diré sin temor de equivocarme que ese libro ha contribuido a impartir más instrucción, que todos los centenares de volúmenes flamantes y nuevecitos que adornan los estantes de muchos ricos presuntuosos y fatuos.»

Si por circunstancias especiales tenéis necesidad de más libros, os aconsejaría que con toda discreción los pidierais prestados. Es probable que tengáis algunos amigos que posean buenos libros y sean bastante bondadosos para facilitároslos por algún tiempo, y en ese caso, mucho os recomiendo que para que no os cerréis las puertas de su buena voluntad, les devolváis los que os presten lo más pronto posible y en el estado que los hayáis recibido. Espero no tener la necesidad de encareceros el deber de devolver los libros, tanto cuanto la hubiera tenido hace algunos meses, porque últimamente se ha modificado mucho ml opinión en favor de la naturaleza humana, con motivo de haber oído asegurar a una persona respetable, que ha tenido el gusto de conocer personalmente a tres individuos que han devuelto los paraguas que se les habían prestado. Con pena confieso que él ha caminado con mayor fortuna que yo, que por el contrario, he tenido ocasión de conocer personalmente a varios jóvenes que han pedido prestados algunos libros y nunca los han devuelto. El otro día, cierto ministro que me había prestado cinco libros hacia dos años o más, me escribió un recado rogándome le devolviera tres de ellos, y con gran sorpresa suya recibió a la vuelta de correo no solamente los que me pedía, sino los otros dos que él había olvidado. Yo había formado y conservado cuidadosamente una lista de los libros que me habían sido prestados, y podía por lo mismo devolverlos completos a sus respectivos dueños. La persona a quien me refiero no esperaba seguramente que yo le contestara remitiéndole los libros con tanta prontitud, pues me escribió una carta manifestándome sus agradecimientos; y cuando volví a visitar su estudio, lo hallé en la mejor disposición de hacerme un nuevo préstamo. Es común escribir en la hoja en blanco de los libros, versos por el estilo del siguiente:

«Si te presto a algún amigo

Para que él en ti se instruya,

Dile que no te destruya

Y te envíe pronto conmigo.

Que me holgaré si consigo

Que de provecho le seas

Comunícale ideas

Con qué promover su bien;

Que no en cambio, con desdén

Por él mirando te veas.»

El Sr. Walter Scott decía con la agudeza que le era genial, que sus amigos podrían ser malos contadores, pero en cambio aseguraba que eran buenos tenedores de libros. Algunos han acabado por imitar al estudiante a quien al mandarle pedir prestado un libro, un conocido suyo, por conducto de un criado, contestó que no le era posible permitir que el libro saliera de su gabinete, pero que no tenía inconveniente en que el que lo solicitaba fuera a su casa, y sentado allí lo leyera todo el tiempo que gustara. La contra réplica fue inesperada, pero completa, cuando con motivo de tener el estudiante su lumbre medio apagada, envió a pedir a su conocido un par de fuelles y recibió por contestación, que a éste no le era posible permitir que los fuelles salieran de su cuarto, pero que no tenía inconveniente en que el que los solicitaba fuera a su casa y allí los soplara todo el tiempo que gustara. Cuando el que pide prestado obra con prudencia y delicadeza, puede fácilmente conseguir mucho que leer; pero no debe echarse en olvido el hacha de que se habla en la Biblia, sino tenerse mucho cuidado con lo que se pide. «El impío toma prestado y no paga.» Sal. 37:21.

En caso de que la escasez de libros sea una plaga que se haga sentir en el lugar en que viváis, hay un libro que todos vosotros tenéis, y ese es vuestra Biblia; y un ministro con su piedra, es decir, se halla enteramente equipado para la lucha. Nadie puede decir que no tiene pozo de donde sacar agua, mientras las Escrituras se hallen a su alcance. En la Biblia tenemos una biblioteca completa, y el que la estudia a fondo, será un hombre más erudito que si hubiera estudiado todos los libros de la biblioteca de Alejandría. Entender la Biblia debe ser nuestra ambición. Es menester que estemos tan familiarizados con ella, como lo está una costurera con su aguja, un comerciante con su libro de apuntes, y un marinero con su embarcación. Necesitamos conocer su corriente general, el contenido de cada libro, los detalles de sus historias, sus doctrinas, sus preceptos, en suma, todo lo que con ella está relacionado. Erasmo hablando de Jerónimo, pregunta: «¿Quién como él ha aprendido de memoria toda la Biblia, está embebido de ella, o la ha meditado como él la meditó?» Se dice de Wltslus, un erudito holandés, autor de la famosa obra sobre «The Covenants,» (Los Pactos) que también podía no simplemente decir de memoria todas las palabras de la Biblia en las lenguas originales en que fueron escritos sus diversos libros, sino recitar las críticas de los mismos hechos por los mejores autores. He oído decir asimismo, de un antiguo ministro residente en Lancashire, que era una Concordancia ambulante, pues podía dar a uno el capitulo y el versículo de cualquier pasaje citado, o viceversa, dar correctamente las palabras correspondientes a un lugar indicado. Eso puede haber sido efecto de una memoria prodigiosa, pero revela también un estudio útil en extremo. No digo que vosotros intentéis hacer lo mismo; pero si pudierais, seria mucho lo que con eso ganaríais. El Rev. William Huntington, a quien ahora no sé si deba aplaudir o condenar, tenía la manía siempre que predicaba, de citar incesantemente el capitulo y el versículo; y para que se viera que no necesitaba para esto de recurrir al libro impreso, de un modo algo inconveniente acostumbraba quitar la Biblia de enfrente del púlpito.

El que no ha aprendido meramente la letra de la Biblia, sino su verdadero espíritu, no será por cierto un hombre insignificante, cualquiera que su falta de instrucción en otro sentido pueda ser. Ya conocéis el antiguo proverbio, «Cave ab homine unius libri.» Cuídate del hombre de un libro. Un hombre así es un terrible antagonista. El que tiene su Biblia en la punta de los dedos y en el fondo del corazón, es un campeón de nuestro Israel: no os será posible competir con él. Bien podéis tener un arsenal de armas, pero su conocimiento bíblico os vencerá, porque su espada es como la de Goliath, de la cual dijo David: «No hay ninguna como ella.» El piadoso William Romaine, en los últimos años de su vida archivó todos sus libros y no leía más que su Biblia. Era un hombre erudito, y con todo había sido monopolizado por ese único libro, y héchose fuerte por su medio. Si nos vemos obligados a hacer lo mismo por necesidad, recordemos que algunos lo han hecho por gusto, y no nos quejemos de nuestra suerte, porque las Escrituras nos harán «más Sabios que los antiguos.» Nunca careceremos de un asunto santo, si continuamente nos ocupamos en el estudio de ese libro inspirado. Además, hallaremos en él no sólo asunto, sino también ilustración, porque la Biblia es la mejor ilustradora de ella misma. Si necesitáis anécdotas, símiles, alegorías o parábolas, recurrid a las páginas sagradas. La verdad bíblica nunca tiene más encantos que cuando esta adornada con joyas tomadas de su propio tesoro. Últimamente he estado leyendo yo los libros de los Reyes y de las Crónicas, y he quedado enamorado de ellos. Están tan llenos de enseñanzas religiosas, como los Salmos o los Profetas, cuando se leen con la debida atención. Me parece que Ambrosio fue quien dijo. «Yo adoro la inmensidad de la Biblia.» Me figuro que escucho a cada momento la misma voz que resonó en los oídos de Agustín, con respecto al Libro de Dios, diciéndole: «Tolle, lege» (Torna, lee). Puede suceder que residáis en alguna población en donde no encontráis a nadie de quien poder aprender, ni libros que valgan la pena de ser leídos; y entonces leed la Ley del Señor y meditadla día y noche, y seréis «como un árbol plantado junto a la orilla del agua.» Haced de la Biblia vuestra mano derecha, vuestra inseparable compañera, y no tendréis razón para lamentar lo exiguo de vuestro equipo en otra clase de cosas.

Quisiera yo que os impresionarais con la variad de que un hombre que cuenta con pocos recursos para proveerse de lo que necesita, puede suplir todo lo que le haga falta, pensando y meditando mucho. Pensar y meditar son cosas más provechosas que poseer muchos libros. La meditación es un acto del alma que desarrolla y educa al ser pensador. A una muchachita se le preguntó una vez si sabia lo que era su alma, y con gran sorpresa de todos contestó: «Mi alma es mi pensamiento.» Si esto fuere verdad, puede asegurarse que hay algunos que tienen un alma muy pequeña. Sin pensar y meditar, la lectura no puede ser provechosa al espíritu, sino sólo alucinar al hombre haciéndole creer que está volviéndose sabio. Los libros son una especie de ídolos para algunos hombres. Así como las imágenes usadas entre los católicos romanos tienen por objeto hacerlos pensar en Cristo, y lo que hacen es alejar su pensamiento del mismo, así también los libros cuyo objeto es hacer pensar a los hombres, sirven a menudo de estorbo al pensamiento. Cuando George Fox tomó un cuchillo filoso, se cortó un par de pantalones de cuero, y una vez en oposición con las modas de la sociedad, se ocultó en el hueco de un árbol donde se entregó a pensar un mes seguido, se hizo un hombre de grandes pensamientos ante quien los hombres pensadores tuvieron que retirarse derrotados. ¡Qué alboroto causó no sólo entre el Papismo, la Prelacía y el Presbiterianismo de su época, sino también entre los sabios y eruditos impugnadores de estas instituciones! No se ocupó en quitar las telarañas de los libros, ni dio tiempo a la polilla de que en ellos se echara. El pensamiento es la espina dorsal del estudio y si más ministros se entregaran a él, ¡qué bendición tan grande seria ésta! Pero es de advertir que necesitamos hombres que piensen en la voluntad revelada de Dios, y no soñadores que quieran forjar religiones según su fantasía. En la actualidad estamos por desgracia plagados de una turba de individuos que no parece sino que andan con la cabeza y piensan con los pies. En desbarrar consiste para ellos la meditación. En lugar de fijarse en la verdad revelada, condimentan un menjurje a su sabor, en el cual aparecen en Iguales partes el error, el engaño y la necedad, y a este revoltijo le llaman «pensamiento moderno.» Necesitamos hombres que se esfuercen en pensar profunda pero rectamente, abismándose sólo en los pensamientos de Dios. Lejos de mi el aconsejaros que imitéis a los jactanciosos pensadores de este siglo que ven vaciarse las casas donde pretenden celebrar sus reuniones, y se glorían de ello diciendo que eso se debe a que predican para la gente instruida y de talento. Esto no pasa de ridícula jerigonza. Consagrar empeñosamente el pensamiento y la meditación a cosas que con toda confianza son creídas entre nosotros, es cosa diferente, y eso es lo que os aconsejo hagáis personalmente soy deudor a muchas horas y aun días que he pasado enteramente solo, bajo un antiguo encino junto al río Medway. Habiéndome sentido algo indispuesto por los días en que iba a dejar la escuela, conseguí que se me dieran frecuentes asuetos, y armado de una excelente caña de pescar, atrapaba algunos pececillos, y a la vez me entregaba a la meditación tratando de rumiar los conocimientos que habla adquirido. Si los niños quisieran pensar, seria conveniente darles menos clases que estudiar, y más oportunidades para entregarse a tan útil ejercicio. El que se atraca y no digiere, lejos de robustecerse se debilita, y esto es más deplorable en lo mental que en lo físico. Si vuestra congregación no es bastante numerosa para proveeros de una biblioteca no necesitará de todo vuestro tiempo, y teniendo por lo mismo, una parte de él que emplear en la meditación, estaréis en mejores condiciones que aquellos hermanos que cuentan con muchos libros, pero con casi nada de tiempo para meditar.

Sin necesidad de libros un hombre puede aprender mucho con sólo estar atento a lo que pasa. De las historias que corren entre el vulgo, de los sucesos que ocurren al alcance de nuestras propias narices, de los episodios referidos en los periódicos, de los asuntos de la conversación común, de todo, en fin, es posible aprender alguna cosa. Es admirable la diferencia que hay entre prestar atención y no prestarla. Si no tenéis libros en que fijar los ojos, llevadlos bien abiertos por donde que era que vayáis, y siempre hallaréis algo digno de llamaros la atención. ¿No podéis aprender mucho de la naturaleza? No hay una flor que no se preste al estudio. «Considerad los lirios» y aprended de las rosas. No solamente podéis echar mano de la hormiga, sino que toda criatura viviente, sea cual fuere, os puede ministrar asunto para instruiros. Hay una voz en cada vibración del aire, y una lección en cada una de las partículas de polvo que él mismo arrastra al soplar. Los sermones relucen por las mañanas en cada uno de los pétalos de la perfumada flor, y las homilías vuelan a vuestro lado como las hojas secas que arranca de los árboles un viento juguetón. Un jardín es una biblioteca; un campo sembrado de trigo, un volumen de filosofía; cada roca es una historia, y cualquier riachuelo el bello asunto de un poema. Anda tu, que tienes los ojos abiertos, y busca lecciones de filosofía por todas partes: arriba en los cielos; abajo en la tierra y en las aguas que se hallan debajo de la tierra. Los libros son pobres cosas comparadas con esto.

Además, por desprovistas que estén vuestras bibliotecas, cada uno puede estudiarse a si mismo. El ser de uno es un volumen misterioso, la mayor parte del cual nunca ha sido bien leída. Si alguno cree conocerse a si mismo a fondo, no hay duda que se engaña, porque el libro más difícil de leer, es el corazón humano. Dije el otro día a un incrédulo que parecía metido en un laberinto: «Bien, realmente no puedo entenderos; pero eso no me asombra, puesto que tampoco he podido entenderme a mi mismo;» y le dije en verdad lo que sentía. Seguid con atención las extravagancias y giros caprichosos de vuestros pensamientos; la inconsecuencia que existe entre vuestros hechos como os lo demuestra vuestra propia experiencia; la depravación de vuestro corazón, y la obra que en él efectúa la divina gracia; vuestra tendencia a pecar, y vuestra idoneidad para la santidad; cuán cerca os halláis del diablo, y sin embargo, cuán estrechamente aliados con el mismo Dios. Observad cuán sabiamente podéis obrar si seguís las enseñanzas de Dios, y cuán neciamente si os dejáis llevar por vosotros mismos. Procediendo así hallaréis que el estudio de vuestro corazón es de inmensa importancia para vosotros como gulas de las almas de los demás. La propia experiencia de un hombre debe servirle como laboratorio en qué preparar las medicinas que le es necesario prescribir. Aun vuestras faltas y caídas os instruirán si las lleváis humildemente a las plantas del Señor. Hombres que se hallaran sin ningún pecado, no serian a propósito para abrigar simpatía por la gente pecadora. Estudiad las relaciones que existen entre el Señor y vuestras propias almas, y conoceréis mejor las que él mantiene con la humanidad.

Estudiad a los otros hombres; ellos son tan instructivos como los libros. Suponed que viniera a uno de nuestros grandes hospitales, un joven estudiante tan pobre, que no pudiese comprar libros de cirugía. Esto le seria sin duda, muy perjudicial; pero si tenía entrada en el hospital, presenciaba las operaciones allí efectuadas y observaba casos diversos día tras día, no me llamarla la atención que con el tiempo llegase a ser tan buen cirujano como sus más favorecidos compañeros. Su observación le enseñaría lo que los libros solos no podrían hacer; y estando como estaba mirando la amputación de un miembro, el vendaje de una herida, o el atamiento de una arteria, podría de cualquier modo que fuera, adquirir una práctica quirúrgica que le sería en extremo provechoso. Ahora, mucho de lo que un ministro necesita saber, debe aprenderlo por medio de la observación. Todos los pastores sabios han tenido que recorrer espiritualmente los hospitales, y que tratar con preguntones impertinentes, hipócritas, apostatas y con gente que peca por mucha desconfianza o por mucha presunción. Un hombre que por experiencia práctica conoce lo que se debe esperar de Dios, y ha hecho un estudio concienzudo del corazón de sus semejantes, podrá en igualdad de circunstancias ser más útil a éstos, que el que sólo sabe lo que ha leído. Seria lástima que un hombre fuera como un colegial que sale del aula como si saliera de una caja, para entrar a un mundo que nunca había conocido, tratar con gente a quien jamás habla observado, y tomar parte en actos con los cuales nunca había estado en contacto personal. «No un novicio,» dice el apóstol; y es posible ser novicio a pesar de ser un estudiante erudito, un clásico, un matemático y un teólogo teórico. Debemos estar prácticamente familiarizados con las almas de los hombres, y en ese caso, lo poco numeroso de nuestros libros no es cosa que nos pueda perjudicar. «Pero,» preguntará quizás algún hermano, «¿cómo puede estudiarse a un hombre?» He oído hablar de un individuo de quien se decía que nunca podía dejar de enseñar algo, al que se ponía a hablar con él unos cuantos minutos debajo de un portal. No puede negarse que era un sabio; pero lo seria mucho más el que nunca pudiera detenerse el mismo espacio de tiempo a hablar con otro, sin aprender algo de él. Los sabios pueden sacar tanto partido de un necio, como de un filósofo. Un necio es un espléndido libro para ser leído, porque en él se encuentran abiertas todas las hojas. Hay algo de cómico en su estilo que invita a seguir leyendo, y si no conseguís otra cosa que distraeros, os aconsejo que no publiquéis, al confesarlo así, vuestra propia necedad.

Aprended de los santos experimentados. ¡Qué cosas tan profundas pueden algunos de ellos enseñaros a nosotros todos! ¡Cuantos casos los individuos que forman el pueblo pobre de Dios, pueden narrar acerca de las providenciales muestras de su presencia, que les ha dado el Señor! ¡Cómo se glorían de la gracia divina que los ha sostenido, y de la fidelidad con que el Señor guarda su pacto! ¡Qué luz tan clara derraman a menudo sobre las promesas, poniendo así de manifiesto cosas ocultas a los sabios carnales, pero claras a la vista de los humildes y sencillos de corazón! ¿No sabéis que muchas de las promesas están escritas con tinta invisible, y tienen que aproximarse al fuego de la aflicción para que se puedan leer? Los espíritus probados pueden ser excelentes instructores de los ministros.

Por lo que hace al que algo nos pregunta, ¡cuánto se puede aprender del mismo. Yo he tenido ocasión de que se me haga patente mucha de mi estupidez, al estar en conversación con personas deseosas de ilustrarse. Me he visto verdaderamente desorientado por un jovencillo a quien trataba de llevar al Salvador. Yo creía haberle persuadido ya, cuando se me escapaba eludiendo mis razones parapetándose tras de su incredulidad, con perversa ingenuidad. Personas así nos ponen en los mayores aprietos. La gracia del Señor nos auxilia al fin para llevarlas a la luz, pero después de habernos dejado ver nuestra propia insuficiencia. En las extrañas perversidades de la incredulidad, las singulares y falsas argumentaciones con que nuestros contrincantes apoyan su manera de sentir, y combaten los textos de la Escritura, nos hacen hallar a veces un mundo de instrucción. Yo mejor daría a un joven una hora de discusión con un incrédulo investigador, o con uno cuyo ánimo sintiérase abatido, que una semana en las mejores de nuestras clases, por lo que hace a las lecciones prácticas que pudiera recibir para el mejor desempeño de sus funciones pastorales.

Por último, id con frecuencia al lecho de un moribundo. Estos son libros que instruyen e iluminan. En ellos leeréis la verdadera poesía de nuestra religión, y descubriréis los secretos de la misma. ¡Qué espléndidos gérmenes van envueltos por las olas del Jordán! ¡Qué hermosas flores crecen en sus riberas! Los manantiales eternos de la mansión gloriosa, arrojan su blanca espuma para lo alto, y ésta, tornada en gotas de rocío, cae de este lado del angosto río. Yo he oído a hombres y a mujeres humildes, en sus horas postrimeras, hablar como si estuvieran inspirados, profiriendo palabras extrañas en las que irradia la suprema gloria. Estas no pueden haberlas aprendido de labio ninguno humano: deben haberlas oído al llegar a los suburbios de la Nueva Jerusalén. Dios les habla en el oído, en medio de sus dolores y debilidad, y entonces ellos nos dicen algo de lo que el Espíritu Divino ha querido revelarles. Yo de buena gana dejaría todos mis libros por ir a ver a los Ellas del Señor subir en sus carros de fuego.

¿No he dicho ya lo bastante acerca de nuestro asunto? Si no lo creéis así, yo por lo menos debo recordar el sabio dicho de que es mejor terminar una audiencia con deseo de que siga, que con disgustos de que continúe, y de consiguiente ¡Adiós!

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