Cada una nos golpea con dolor, y nos recuerda experiencias personales que nos gustarían olvidar y levantamos los viejos interrogantes sobre la confianza en Dios.
Cada una nos hace preguntarnos si vale la pena orar a un Dios que pareciera no escuchar nuestras oraciones, o aún peor, no parece querer responderlas.
Recientemente, nuestro pastor interino, Bob, que fuera presidente de Young Life, predicó un sermón en el cual citó parte de una carta que recibió en mayo de 1955. La carta estaba escriba por Jim Elliot, que recién se había ido al Ecuador con su esposa y una hija pequeña para ser pioneros en una obra misionera entre los indios aucas. Los aucas vivían en un área remota y eran considerados hostiles a los extranjeros. Elliot expresó su alegría de que «el evangelio está progresando un poco más en esta tierra de nadie de la Amazonia». Él también mencionaba que un amigo mutuo y compañero en el ministerio, Ed, ya había ido a hacer contacto con la tribu. Con un sentido de entusiasmo y de presagio, Jim le pidió a Bob que orara por ellos, especialmente por Ed: «Existen rumores de que esa misma tribu está explorando por los alrededores ahora, así que no te olvides de orar por Ed; que el Señor lo mantenga vivo y que también le permita ser efectivo en la declaración de la verdad sobre Cristo».
Bob oró por la protección de sus amigos y por el éxito de su ministerio. Pero varios meses después aquellos amigos llenos de coraje, Ed, Jim, y otros tres, fueron asesinados por miembros de la misma tribu que querían alcanzar. Las oraciones de Bob habían quedado sin respuesta.
Promesas problemáticas
He escuchado historias similares, menos sensacionales tal vez, pero no menos conmocionantes. Un joven cristiano ora para tener guía, pero no puede hallar ningún sentido de dirección. Una madre ora por la sanidad de su hija, pero observa, impotente, cómo cae presa de los estragos del cáncer. Una pareja ora por la salvación de un vecino, pero no ven resultados.
Sería mucho más sencillo descontar estas historias si estas personas que oran fueran el equivalente de «cristianos atrincherados» que van a Dios únicamente ante el pánico y la opresión. Pero muchas personas cuyas oraciones no son respondidas son creyentes sinceros y maduros.
Las tremendas promesas de Jesús parecen ser parte del problema. Él prometió que si pedimos, recibiremos; si buscamos, encontraremos; si golpeamos, la puerta se abrirá (Lucas 11:9). Nos enseñó que si pedimos alguna cosa en su Nombre, Él iba a hacerla (Juan 14:14). Las promesas de Jesús despiertan la expectativa de que nuestras oraciones serán respondidas. Esto nos lleva a profundos desalientos cuando no ocurre así.
Irónicamente, las oraciones que sí son respondidas aumentan el problema. Si Dios nunca respondiera nuestras oraciones, entonces, seguramente dejaríamos de orar, y desecharíamos todo como algo sin importancia. Pero todos nosotros hemos tenido las suficientes oraciones respondidas para saber que Dios es real, y que está deseoso de responder nuestros ruegos. ¿Por qué Él sí responde algunas de nuestras oraciones y se niega a responder otras? ¿Juzga Dios nuestros motivos, pesa cada pedido de acuerdo a su brillo y pureza? ¿O es caprichoso, como un monarca que cambia de humor? ¿La oración es simplemente un ejercicio vano, nada más que el obsesionado grito de nuestra propia voz?
¿Es culpa nuestra?
No hago estas preguntas como un observador desinteresado. Yo también he experimentado la devastación y el desconcierto de la oración no respondida. Mi esposa, Lynda, quería tener una familia grande, pero no podía concebir. Cada día oraba para que Dios nos otorgara el don de tener niños. Mis oraciones fueron finalmente respondidas cuando Lynda dio nacimiento a cuatro niños sanos en el término de seis años. Ella estaba delirante de gozo y abrazó su llamado a la maternidad con entusiasmo y confianza.
Cada mañana le pedía a Dios que protegiera y bendijera nuestra familia. Eso mismo oré la mañana del 27 de setiembre de 1991. Pero algo salió mal aquel día. Un conductor borracho perdió el control y chocó con nuestra pequeña camioneta, y mató a Lynda, mi hija Diana Jane y a mi madre, que estaba de visita ese fin de semana. Hasta el día de hoy no he podido entender qué fue lo que cambió aquel día.¿Qué impidió que mis oraciones llegaran a Dios? ¿Cometí algún pecado imperdonable? ¿No dije las palabras correctas? ¿De pronto Dios se volvió en mi contra? ¿Por qué, me pregunté miles de veces, mi oración no fue respondida?
No tengo la respuesta a esa pregunta. He considerado las razones tradicionales y bíblicas por las cuales Dios no responde las oraciones: pecado intencional (Salmo 66:18), falta de perseverancia (Lucas 11:5-8) motivos egoístas (Santiago 4:3). Todos estas son válidas. La oración sin respuesta puede ser por nuestra propia culpa, como todos lo sabemos. Se nos advierte que investiguemos en nuestras almas cuando Dios no responde, y debemos animarnos a descubrir si estamos en desobediencia sin temor u oramos neciamente. Sin embargo, estas explicaciones me dejan helado. Tarde o temprano esa introspección debe terminar. El problema de la oración no respondida es demasiado complejo para reducirlo a un simple tema de pecado personal.
Pasé meses de tormento mientras trataba de figurarme por qué Dios no respondió mi oración aquella mañana. Finalmente, me rendí frustrado y exhausto. Tal vez merecía lo que me sucedió. O tal vez no. Nunca lo sabré.
Pero sí sé que la oración es para los débiles, no para los fuertes; para los pecadores, no los perfectos. Jesús no recomendó a los santulones fariseos que usaran la oración como plataforma para exaltarse a sí mismos; en lugar de eso, Él abrazó a un pecaminoso recolector de impuestos que clamó a Dios por misericordia (Lucas 18:9-14).
Pistas y claves
Así que, aún me quedo con la misma pregunta: ¿Por qué existen oraciones no contestadas? Es un misterio para mí. Encuentro pistas aquí y allí que apuntan a alguna explicación, pero no puedo encontrar respuestas definitivas. La Biblia osadamente proclama que Dios está cerca y quiere responder nuestras oraciones; también nos dice que Dios puede parecer extrañamente distante en ocasiones (Salmo 88, 102). ¿Qué claves, entonces, nos provee la Palabra de Dios?
En primer lugar, las Escrituras nos animan a expresar nuestras frustraciones y desaliento. Casi la mitad de los salmos expresan lamento, algunos con una gran carga de emoción. Jesús tuvo uno de esos salmos en sus labios mientras moría: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Salmo 22:1, Marcos 15:34). Jesús no silenció a María y a Marta cuando lo acusaron de fallarles, ni las avergonzó cuando lloraban. En lugar de eso, recibió sus reclamos y lloró con ellas (Juan 11:1-44). Apocalipsis promete que al fin de la historia, Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos, lo que implica que vamos a llorar muchas lágrimas antes del fin (Apocalipsis 21:4).
En segundo lugar, por muy distante que parezca Dios, Jesús nos anima a orar con coraje y persistencia. Él nos ordena que oremos como la mujer que se acerca al juez injusto para presentar su caso, y se niega a aceptar un no por respuesta (Lucas 18:1-8). De alguna manera la persistencia en sí misma edifica la fe en Dios, aumenta el deseo de Dios, enfoca nuestra atención sobre Dios, y purifica los motivos delante de Dios. Nos afecta más a nosotros que a Él. Dios no tiene que ser persuadido para que responda nuestras oraciones; nosotros debemos ser disciplinados a continuar con nuestro pedido.
Podemos ver la importancia de la persistencia si observamos cómo funcionan los niños con sus padres. La mayoría de sus pedidos desaparecen tan pronto como aparecen. En esos pocos casos cuando quieren algo realmente importante para ellos, no pueden resistir el no por respuesta, no importa cuánto tiempo les lleve conseguir lo que desean.
En tercer lugar, Jesús nos asegura que Dios quiere responder nuestras oraciones.
«¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión» (Lucas 11:11-12).
Dios es nuestro Padre. Se deleita en darnos dones. No es abusivo, no transforma cada uno de nuestros pedidos en ocasiones para torturarnos. Él rebosa de dádivas y generosidad.
Sobre todo, Dios está tan lleno de gracia que desea darnos el mejor don de todos. Ese don no es un juguete barato que se gasta luego de algunas semanas de jugar intensamente. Dios nos da lo mejor; nos da lo que realmente necesitamos (aunque no siempre lo que pensamos que necesitamos). Nos envía al Espíritu Santo, que es la respuesta a todas nuestras oraciones, aún aquellas oraciones que pensamos que no es necesario expresar. El Espíritu Santo es el mayor don de Dios porque nos permite vivir la vida bien, aunque las circunstancias exteriores nos tienten a pensar de otra manera. El Espíritu Santo nos transforma desde el interior.
«Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos ¿cuanto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lucas 11:13).
Finalmente, Jesús nos encarga que miremos la vida desde una perspectiva redentora.
Existe mucho más en la vida que lo que ven nuestros ojos cuando Dios interviene. Él obra las cosas para bien. Piense cómo resultaron las historias de José, Ester y Jesús.
¿Podría alguien haberse imaginado que José iba a reconciliarse con sus hermanos?, ¿que Ester podría salvar de la aniquilación a su pueblo?, ¿que Jesús salvaría al mundo del pecado y de la muerte a pesar de que a los ojos de sus seguidores pareció fracasar miserablemente como Mesías?
Nosotros miramos a las oraciones no respondidas desde la perspectiva de nuestra experiencia inmediata y nuestra visión limitada. Pero Dios está haciendo algo tan grande que únicamente nuestra fe puede entenderlo. Espérelo, y ore por ello.
Una respuesta distinta
Hay más sobre la historia de Bob que aquella única carta inquietante. Años después Bob asistió a una conferencia internacional para evangelistas. Casualmente se encontró con un viejo amigo que le presentó a un evangelista americano. Bob se enteró que este era uno de los indios aucas que habían asesinado a Jim Elliot y los otros cuatro misioneros. De pronto Bob se dio cuenta que sus oraciones habían sido respondidas. Los indios aucas se habían transformado en cristianos.
Me niego a ofrecer respuestas triviales al problema de la oración no contestada. Ninguna respuesta sencilla puede mitigar las preguntas difíciles. El apóstol Pablo oró tres veces para que Dios quitara cierta «espina en la carne» que lo había atormentado durante años (2 Corintios 12:7). Dios no respondió la oración de Pablo. En lugar de eso, hizo algo aún más grande. Le mostró a Pablo que su gracia era suficiente para su debilidad, lo cual nos parece a nosotros una extraña manera de responder esa oración (vv. 8-10).
Todo un misterio para mí, a la vez maravilloso y atemorizante. Es un misterio que nos atrae aún más cerca de Dios, quien en su gloria, santidad y extraordinaria belleza, es la respuesta a todas nuestras oraciones.
Gerald L. Sittser es profesor de religión y filosofía en Whitworth College, en Spokane, Washington.
Este artículo aparece en el libro «The Crossings Circle of Prayer».