Al continuar leyendo el libro, verá usted cómo la terrible profecía del huerfano Jotam se *****ple por medio de la obra extraña y maravillosa de Dios en contra de Abimelec, el juez falso. Tal vez sienta usted que el corazón le da un vuelco juntamente con el mío, al leer que la hija de Jefté viene para encontrarse con él, que regresa de la batalla, y éste recuerda el voto que había hecho de que la primera persona con la que se encontrase al volver a casa la sacrificaría a Dios y tuvo que *****plir esa promesa. Posiblemente comparta usted la gloria de Sansón, que hizo estragos entre los filisteos con esa tremenda fuerza que le había dado Dios, al mismo tiempo que se asombrará de su insensata ingenuidad al permitir que una muchacha filistea le sacase el secreto de su fuerza de su corazón y acabase por destruirle. No hay duda de que se sentirá usted repugnado por la perversión benjaminita, que marca el que es posiblemente el más oscuro de todos los capítulos en la historia de Israel.
Es, por no decir otra cosa, un libro sumamente interesante de leer, pero en una perspectiva más amplia y es esencialmente la historia de una nación que se deteriora y, como tal, es una imagen del deterioro que también se produce en la vida cristiana.
Lo interesante, tanto del libro de Josué como el de Jueces, es que los dos tienen lugar en la tierra de Canaan. A la luz de la revelación del Nuevo Testamento, que ha llegado hasta nosotros, todas estas cosas, aunque son relatos de buena fuente acerca de la historia misma, sirve sin embargo un propósito dual como imagenes de los encuentros espirituales que habremos de tener. «Estas cosas como dice el apóstol Pablo, «están escritas para nuestras instrucción. (Iª de Corintios 10:11). Dios repasa en nuestras vidas las circunstancias mismas, las batallas y los conflictos por los que vemos que tiene que pasar el pueblo de Israel.
En el libro de Josué, la tierra de Canaan es la imagen de la vida plena del Espíritu. La tierra significa la comprensión y la aplicación de los principios de la victoria sobre el pecado, hecha posible gracias a la vida resucitada del Señor, que mora en nosotros. Todo el propósito de Dios para el creyente es sacarle de Egipto, del mundo y sus costumbres, de las situaciones de esclavitud y de las que le atan, haciéndole pasar por el desierto con todas sus derrotas, su áridez y disfrutar el gozo fragmentario de los recursos de Dios, para llevarle a la tierra de promisión, de victoria y de provisión.
Esto es algo que se destaca claramente en el libro de Jueces. Mientras que Josué es el libro de la victoria (bajo Josué, que significa Jesús, fue posible una victoria consistente cuando los israelitas le obedecieron fielmente), mientras que el libro de Jueces es un libro de derrota y de fracaso. Es el primero en una serie de libros, en el que aparecen advertencias, señales de peligro y los riesgos que se encuentran en el camino del creyente. El patrón de la derrota que se describe en el libro de Jueces se nos presenta una y otra vez.
El principio que siempre representó la derrota en las vidas de la nación de Israel se menciona en el último versículo del libro. Si se pierde usted eso, se habrá perdido la clave de este libro:
«En aquellos días no había rey en Israel, y cada uno hacía lo que le parecía recto ante sus propios ojos.» (Jueces 21:25) Fijese que no dice: «Cada uno hacía lo que le parecía mal en sus propios ojos. Aquellas personas no estaban intentando hacer el mal y no eran esencialmente personas rebeldes, que se hubiesen propuesto impedir que se hiciese la voluntad de Dios en sus vidas. La causa repetida del riesgo en este libro de los Jueces puede expresarse sencillamente de este modo: estaban siempre cometiendo desatinos relacionados con lo sagrado. Es decir, cometían errores, siempre con la mejor de las intenciones, cuando lo que pretendían era hacer el bien, pero acababan haciendo el mal.
Puedo decir que no hay situación que suceda con más frecuencia en mis sesiones como consejero que ésta. He oído muchas, muchas veces a la gente decir: «No sé lo que salió mal. Mi intención era hacerlo bien e hice lo que creí mejor, pero parece como si todo me hubiera salido mal. Ese era el problema del pueblo de Israel en el libro de Jueces. Como dice el versículo, no había una autoridad objetiva en sus vidas. En aquellos días no había rey en Israel. Bueno, de hecho sí que tenían rey: Jehová era su rey, pero no le tomaron en serio y cuando no lo hicieron, no tuvieron otra cosa que hacer que tomarse a ellos mismos en serio. De modo que hicieron lo que consideraron que estaba bien, guiados por su conciencia, realizando un sincero esfuerzo por hacer lo que estaba bien, pero acababan siempre metiendo la pata.
En los dos primeros capítulos del libro vemos como se establece un patrón de derrota, que se repetirá una y otra vez, en un ciclo tras otro de frustración. Cada vez que Dios, con su gracia, libera a su pueblo, este vuelve a meterse en otro círculo de derrota. Comienza en el primer capítulo.
«Pero Manases no pudo echar a los habitantes de Bet-seán…» (1:27)
La desalentadora historia de derrota que nos cuenta el libro de Jueces es algo que también sucede en la tierra, que es sencillamente una indicación de que la victoria en la vida del cristiano no es algo automático. El hecho de que conozca usted las grandes verdades acerca de la liberación, gracias al Cristo resucitado, no significa que las disfrute automaticamente y este es uno de los mayores problemas con los que tienen que luchar los cristianos. Están convencidos de que debido a que han llegado a un punto en el que entienden, tal vez por primera vez, las grandes verdades liberadoras de Romanos, de los capítulos 6 al 8, que estas verdades funcionarán automaticamente en sus vidas, pero se llevan un gran chasco al descubrir que a pesar de que conocen la verdad, no es muy visible en su experiencia. Puede haber una gran distancia entre lo que sabemos y lo que de hecho experimentamos.
La tribu de Manases no obedeció a Dios cuando él les mandó (al llegar a la tierra) que echasen a todas las tribus de los cananeos. Leamos lo que dice el versículo 29:
«Tampoco Efraín pudo echar a los cananeos que habitaban en Gezer, sino que los cananeos habitaron en medio de ellos, en Gezer. Tampoco Zabulón pudo echar a los habitantes de Quitrón, ni a los habitantes de Nahalal. Los cananeos habitaron en medio de ellos….»
Nuevamente se nos dice en el versículo 31:
«Tampoco Aser pudo echar a los habitantes de Aco, ni a los habitantes de Sidon…»
Ni a los habitantes de otros pueblos. Vea lo que dice el versículo 33, refiriéndose a Neftalí (que no es el nombre de un jabón, sino de una tribu de Israel):
«Tampoco Neftalí pudo echar a los habitantes de Bet-semes, ni a los de Bet-anan….»
Los amorreos empujaron a los hijos de Dan haciéndoles que se retranqueasen hasta el territorio montañoso, no permitiéndoles que descendiesen a la planicie.
Ese no fue más que el principio de la historia de la derrota de Israel. No se tomaron a Dios en serio con respecto al peligro que representaban para ellos, sino que habitaron entre ellos. Dios les había dicho, sin embargo, que debían de echar a cada uno de los habitantes de estos pueblos cananeos. No debían mezclarse con ellos ni tener nada que ver con ellos, no debían de casarse con ellos ni asociarse con ellos.
Pero cuando Israel entró en algunos de estos pueblos, en lugar de entablar un conflicto armado contra ellos, entraron e investigaron las ciudad y lo que vieron les pareció un tanto inocuo. Los pueblos no les parecieron especialmente peligrosos y las personas parecían buena gente. De modo que dijeron: «Os dejaremos permanecer en este pueblo y construiremos otra ciudad aquí cerca. Permitieron a estas tribus quedarse con sus pueblos entre los pueblos y las ciudades de Israel y se conformaron con algo que no era la victoria total.
¿Ha hecho usted eso alguna vez? Como cristiano, ¿se ha sentido satisfecho en su vida con algo que no fuese la victoria total? ¿Ha dejado usted, por ejemplo, de fumar, de beber, de ponerse calcetines para dormir o cualquiera de esas horribles costumbres que tenía antes de ser cristiano? Pero cuando se trataba de cosas como un mal genio espantoso, o la preocupación, o la confianza en sí mismo, o el orgullo, se ha dicho a sí mismo: «Bueno, la verdad es que he mejorado tanto en lo que acostumbraba a ser que en comparación estas no son más que cosas triviales. Sin duda, Dios no se va a meter conmigo por estas cosas. Y permite usted que esas cosas sigan existiendo en su vida, erigiendo defensas y protegiéndolas, con excusas como «después de todo, soy irlandes o «solo soy humano. O «toda mi familia lo hace. Es mi manera de ser y tendréis que aceptarme de este modo. Se está usted conformando con menos que la victoria total.
Echemos un vistazo al próximo paso en este proceso. En el capítulo dos nos encontramos con la gracia de Dios al advertirles acerca de los resultados de esta práctica:
«El ángel de Jehová subió de Gilgal a Boquim, y dijo: Yo os saqué de Egipto y os introduje en la tierra acerca de la cual había jurado a vuestros padres diciendo: no invalidaré jamás mi pacto con vosotros,, con tal que vosotros no hagáis una alianza con los habitantes de esta tierra, cuyos altares habréis de derribar. ¿Por qué habéis hecho esto?» (2:1, 2a)
Dios les advierte. Continua diciendo:
«¿Por qué habéis hecho esto? Por eso yo digo también: no los echaré de delante de vosotros, sino que os serán adversarios, y sus dioses os servirán de tropiezo.» (2:2b, 3)
¿Y qué hizo Israel?
«Los hijos de Israel hicieron lo malo ante los ojos de Jehová y sirvieron a los Baales. Abandonaron a Jehová, el Dios de sus padres, que los había sacado de la tierra de Egipto, y se fueron tras otros dioses de los pueblos que estaban en sus alrededores, a los cuales adoraron; y provocaron a ira a Jehová.» (2:11, 12)
El próximo paso fue la idolatría, practicada abiertamente. Los Baales y Astartes eran los dioses de las tribus de Canaan y Baal era un dios hembra. Eran dioses de la fertilidad y casi podemos ver con qué facilidad se produjo esta idolatría. No era la intención de los israelitas caer en ella, pues sabían que Dios les había mandado que no se inclinasen ante ningún ídolo. Se sabían los diez mandamientos y no era su intención dejarse atrapar de ese modo.
¿Pero qué pasó? Habían sido granjeros en Egipto, donde la irrigación era un medio para regar la tierra, de manera que no estaban acostumbrados a la labranza en tierras áridas. No sabían de qué manera cosechar ni qué hacer. Cuando salió la primera cosecha, en la primavera, resultó de calidad inferior y dispersa, pero contrastando con la suya los cananeos obtuvieron una maravillosa cosecha de grano. Los israelitas les preguntaron: «¿Qué es lo que hacéis? ¿Cuál es vuestro secreto? A lo que ellos les contestaron: «Es muy sencillo. Tenemos ciertos dioses de la fertilidad y les ofrecemos sacrificios y ellos bendicen nuestra cosecha. Si esperais obtener una cosecha abundante en estas tierras, tendreis que amoldaros a nuestra manera de hacer las cosas. ¿Se ha sentido usted alguna vez presionado de este modo? ¿Le dice alguna vez a usted alguien: «si quiere usted avanzar en esta compañía, tendrá usted que dejar de lado algunas de sus ideas religiosas. Tendrá usted que acabar haciendo las cosas como las hacemos nosotros? De modo que los israelitas cedieron.
Como es natural, juntamente con este consejo, los cananeos les enseñaron cómo plantar sus cosechas, cómo fertilizar la tierra y otras cosas, de modo que a la primavera siguiente, ¿cómo no? después de haberse inclinado ante los dioses de los cananeos, se encontraron con una cosecha estupenda. Los israelitas dijeron: «debe de haber cierta verdad en cuanto al tema de la fertilidad. Mas vale que adoremos a estos dioses, después de todo. Así que abandonaron al Dios de Israel y se inclinaron ante los Baales y los Astartes. De lo que no ha quedado constancia escrita aquí es de que estos eran dioses de la sexualidad y que el adorarlos implicaba no solamente inclinarse ante aquellos ídolos bobos, que ni podían hablar, ni hacer nada ni pensar, sino que los israelitas tuvieron que participar en costumbres licenciosas y gradualmente fueron dejándose arrastrar por la idolatría.
El próximo paso es el ciclo de la gracia de Dios. El modelo completo es el de la terrible locura que comete el hombre al desobedecer a la palabra sencilla de Dios, que en su maravillosa gracia lo que hace es poner un tropiezo tras otro ante este pueblo con la intención de alertarles a lo que está sucediendo. En el capítulo dos leemos cómo Dios trató la desobediencia de ellos:
«Abandonaron a Jehová, y sirvieron a Baal y a las Astartes. El furor de Jehová se encendió contra Israel, y los entregó en mano de saqueadores que los saqueaban. Los abandonó en mano de sus enemigos de alrededor, y ellos no pudieron resistir más ante sus enemigos. Dondequiera que salían, la mano de Jehová estaba contra ellos para mal, como Jehová les había dicho y como Jehová les había jurado. Así los afligió en gran manera.» (2:13-15)
¿Ha tenido usted alguna vez la mano del Señor en su contra? ¿Ha sentido alguna vez que él estaba en su contra en todo lo que hacía usted? Lo que usted consideraba que estaba haciendo de corazón y con sinceridad, era tan contrario a lo que él había dicho que, debido a que usted no había tomado a Dios en serio, descubrió usted que su mano estaba en contra de usted. Eso fue precisamente lo que descubrió Israel porque nada parecía salirles bien. Se encontraron esclavizados y se permitió que una tras otras, les fuesen gobernando todas las tribus que tenían a su alrededor. Estas tribus vinieron y convirtieron a los israelitas en esclavos, sometiéndoles a servidumbre y a esclavitud, año tras años, de manera dolorosa.
Pero la gracia de Dios se manifiesta de nuevo liberándoles:
«Entonces Jehová levantó jueces que los librasen de mano de los que les saqueaban. Pero tampoco escuchaban a sus jueces, sino que se prostituían tras otros dioses a los cuales adoraban. Se apartaron pronto del camino por el que habían andado sus padres, quienes habían obedecido a los mandamientos de Jehová. Ellos no lo hiceron así. Cuando Jehová les levantaba jueces, Jehová estaba con el juez y los libraba de mano de sus enemigos todo el tiempo de aquel juez…» (2:16-18a)
Por eso es por lo que este libro se llama Jueces y esta historia se repite una y otra vez. Dios levantó a Otoniel, luego a Ehud y a Shamgar, juez tras juez hasta que llegamos a Sansón, el último juez. Un total de doce jueces, todos ellos representando la gracia interventora de Dios, intentando alejar al pueblo de la locura de su propia e insensata desobediencia. Dos intervendrá continuamente, una y otra vez, en nuestras vidas para apartarnos de la locura de no tomarle en serio en lo que se refiere a los enemigos que nos afligen.
La revelación acerca de la continua insensatez del hombre se ve, al continuar en el capítulo dos:
«Pero acontecía que cuando moría el juez, ellos volvían atrás y se corrompían más que sus padres, siguiendo a otros dioses para servirles y para postrarse ante ellos. No se apartaban de sus obras ni de su obstinado camino.» (2:19)
El resultado aboluto del libro de los Jueces no es otra cosa que un relato del continuo deterioro de Israel. Veamos lo que dice el primer versículo, en el que Israel está exclamando:
«¿Quién subirá primero por nosotros para combatir contra los cananeos? Y Jehová respondió: «Judá subirá…» (1:1)
Estaban diciendo: «Señor, estamos aquí para pelear contra estos enemigos y queremos que tú nos digas quién debe ser el primer en enfrentarse con ellos. En el último capítulo del libro hacen exactamente la misma pregunta, bajo circunstancias también exactamente iguales, solo que en esta ocasión los enemigos ya no son los cananeos, sino su propia gente, la tribu de Benjamin:
«Luego se levantaron los hijos de Israel, subieron a Betel y consultaron a Dios diciendo: –¿Quién subirá primero por nosotros a la batalla contra los hijos de Benjamin? Y Jehová respondió: –Judá subirá primero.» (20:18)
Esta es la señal del deterioro del pueblo que había estando luchando en contra de sus enemigos, que también eran los enemigos de Dios, y que ahora batalla contra sí mismo, cosa que sucede con harta frecuencia en la experiencia cristiana. Al ir leyendo este libro, se dará usted cuenta de que en cada ciclo el modelo es exactamente el mismo, haciendo que caigan cada vez más bajo, hasta que por fin salen después del oscuro y repugnante episodio, que describen los dos últimos capítulos, la perversión de los hijos de Benjamin.
Si coge usted este libro y lo coloca al lado del primer capítulo de Romanos se encontrará con que sigue exactamente el mismo modelo, comenzando por la idolatría. Pablo dice: «Porque lo que de Dios se conoce es evidente entre ellos, pues Dios hizo que fuese evidente. No tenían excusa, pero ¿qué hicieron? Afirmando ser sabios, se convirtieron en insensatos y cambiaron la gloria del Dios inmortal por las imagenes que se parecían al hombre mortal o a los pájaros, a los animales o a los reptiles. (Rom. 1:19-23), es decir, por la idolatría. Entonces se encontrará usted con que se alejaron de Dios de tal manera que, como se dice, Dios se dio por vencido respecto a ellos. Se menciona en tres ocasiones que se entregaron a sus costumbres licenciosas, hasta que aprendieron a practicar la perversión entre ellos mismos, llegando al nivel más bajo de la locura humana.
Por lo tanto, la gran lección que enseña este libro es que debemos de tomarnos a Dios en serio cuando nos habla acerca del enemigo. Jesucristo ha venido para salvarnos de nuestros pecados, no para que nos conformemos y vivamos siempre sumidos en el pecado. Ha venido para alejar el pecado de nosotros y para separarnos a nosotros de dicho pecado. Si no tomamos a Dios en serio con respecto a estas cosas, a las que llamamos triviales, sufriremos las inevitables consecuencias, dando un paso tras otro, alejándonos de la intervención de la gracia de Dios, siguiendo un camino que nos lleva finalmente al colapso moral. Creo que esa es la respuesta a ese colapso repentino que se produce en las vidas de aquellos hombres y mujeres que aparentemente han sido dirigentes destacados de Dios, y que presentan, al menos exteriormente, una perspectiva justa y feliz, que causa la impresión de que su vida espiritual es fuerte. Y de repente leemos que se ha producido algún terrible colapso moral en sus vidas. ¿Qué ha sucedido? Se ha producido un deterioro interior, siguiendo exactamente el mismo modelo que el del libro de los Jueces.
Creo que no hay ni uno solo de nosotros que no se esté preguntando lo que yo me pregunto: «¿me está sucediendo eso a mi? ¿Me estoy engañando a mi mismo? Seguro que hay algun aspecto de mi vida acerca del cual estoy diciendo: «Mira, Señor, esto no es muy importante. ¿Por qué me molestas con el tema de mi espíritu de impaciencia, por no perdonar a alguien o por mi tendencia a meditar en cosas lascivas? O decimos: «¿Por qué te metes conmigo por confiar en mi propia habilidad para hacer algo? Después de todo, hay muchos cristianos que bendicen con esa clase de espíritu, esto no es muy importante, ¿verdad Señor? Si es esa mi actitud, me estoy exponiendo al peligro y descubriré que a menos que preste atención a la gracia de Dios, que interviene a mi favor, y a menos que escuche a su voz que me está advirtiendo, descubriré antes o después, como sucedió en Jueces, que mi vida es una ruina moral.
Mi esperanza es que al leer este libro tal y como Dios quiso que lo hiciesemos, nos veamos a nosotros mismos reflejados en él, pero permitame que le recuerde también que nuestro próximo libro es el de Rut. Este es uno de los libros más hermosos de la Biblia y aconteció durante el mismo período que el de Jueces.
Oración
Padre, te doy gracias por tu fidelidad para con nosotros. Señor, cuán abundante es tu gracia, cuán infinita tu paciencia, cuánto tiempo demoras y nos adviertes, cómo nos suplicas y exhortas e intentas que hagamos marcha atrás. ¡Qué maravillosa es tu gracia salvadora que nos envia al Salvador una y otra vez a nuestra vida para restaurarnos y para traernos de vuelta. Señor, te pedimos que nos ayudes a obedecer a su voz, al Bendito que ha venido a nuestros corazones y a nuestras vidas para redimirnos, para salvarnos y para liberarnos. Ayúdanos a caminar con él y a que conozcamos la gloria de una vida de victoria, para que podamos decir con el apóstol Pablo: «Pero gracias a Dios, que hace que siempre triunfemos en Cristo y que manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento por medio de nosotros. (2ª Cor. 2:14) En el nombre de Jesús, amen.