Pablo, al comienzo de su epístola, les cuenta que da siempre gracias a Dios por ellos por la gracia que Dios les ha dado en Cristo Jesús, que en todo eran enriquecidos en toda palabra, y en todo conocimiento, de modo que no iban atrás en ningún don, esperando la venida de nuestro Señor Jesucristo. Los corintios eran lo que nosotros llamaríamos hoy, juzgando por la norma usual, una iglesia de primera. Había entre ellos muchos que comprendían mucha de la erudición griega; había gente de gusto clásico, y hombres entendidos, hombres de profundos conocimientos, y sin embargo, por lo que respecta a la salud espiritual, aquella iglesia era una de las peores en toda Grecia, y quizá del mundo. No se encontraría otra iglesia tan profundamente hundida entre todas ellas como ésta, aunque era la más dotada. Ahora bien, ¿qué debería enseñarnos esto, ya de entrada? ¿No debería enseñarnos que los dones nada son, ano ser que sean puestos sobre el altar de Dios? ¿Que de nada sirve tener el don de la oratoria, que nada es tener el poder de la elocuencia, que de nada sirve tener erudición, que de nada sirve tener influencia, a no ser que todo esto sea dedicado a Dios y consagrado a su servicio? Cuando he dicho que de nada sirve, me refiero que para nada bueno. ¡Ay!, peor que para nada bueno; se trata entonces de algo malo, de algo horrible; es horrendo que un hombre posea estos dones y que los emplee mal, porque sólo servirán como combustible para una llama más ardiente que la que habría soportado si no hubiera tenido estas dotes. El que sepulta sus diez talentos bien puede esperar ser entregado a los verdugos. Ésta es la lección que nos enseña. Nunca juzguemos a los hombres por sus talentos -nunca estimemos a nuestros semejantes por las cosas externas, sino por el uso que hacen de sus capacidades; por el fin al que dedican sus talentos; por el tipo de interés que ganan sobre aquellas libras que su Señor les ha confiado. San Pablo, al comienzo de su epístola, les indica muy gentilmente cuál es el uso adecuado de los dones y de los talentos, y les dice que nos son dados para que podamos «confirmar el testimonio de Cristo». Si no los empleamos para este propósito, los usamos mal; si no los dirigimos a esto, abusamos de ellos. Deberíamos emplear nuestras dotes de la manera en que los corintios izo los empleaban, pero como hubieran debido hacerlo, en la confirmación del testimonio de nuestro Señor Jesucristo. Los corintios tenían más poderes que ninguno de nosotros. Muchos de ellos podían obrar milagros; podían sanar a los enfermos; podían restaurar leprosos; podían hacer maravillas por medio de los dones sobrenaturales del Espíritu Santo. Algunos de ellos podían hablar diversas lenguas, y allí donde iban podían hablar la lengua de la gente entre la que estaban; debido a que no podían dedicar mucho tiempo al aprendizaje de lenguas, y se precisaba de algo que sostuviera a la recién nacida iglesia. Era entonces tan sólo un vástago, y precisaba de un palo en el suelo a su lado, para poderse apoyar en él, crecer, y fortalecerse. Era una pequeña planta que necesitaba ser sustentada; y por ello es que Dios obraba milagros; pero ahora es un finase roble, y tiene raíces enroscadas alrededor de las más fuertes rocas de la creación; ahora no necesita el soporte de milagros, y por ello Dios nos ha dejado sin dones extraordinarios. Pero aquellos dones que tenemos debemos emplearlos para el propósito mencionado en el texto, esto es, para la confirmación del testimonio de Cristo Jesús.
Hay dos puntos de los que hablaremos según el Espíritu Santo nos capacite. Primero de todo, el testimonio de Chisto Jesús; y segundo, lo que se significa por nuestra confirmación del mismo.
I
Primero, entonces, el testimonio de Cristo Jesús. Se nos dice en el texto que había un testimonio de Cristo que «ha sido confirmado en vosotros». Nuestra indagación es, qué es lo que se significa por el testimonio de Cristo.
La primera verdad en toda teología es que este mundo está caído. «Nos descarriamos como ovejas perdidas»; y si no hubiera habido misericordia en la mente de Dios, podría haber dejado en justicia que el mundo pereciera sin siquiera llamarlo al arrepentimiento; pero él, en su maravillosa longanimidad y en su poderosa paciencia, no se complació en ello. Lleno de tierna misericordia y de bondad, decidió enviar al Mediador al mundo, mediante quien pudiera restaurarlo a su prístina gloria, y salvar para sí a un pueblo a quien «nadie puede contar», que han de ser llamados los escogidos de Dios, amados con su amor eterno. A fin de poder rescatar al mundo, y salvar a los elegidos, el Señor de los Ejércitos ha ordenado constantemente un sacerdocio perpetuo de testigos. ¿Qué fue Abel con su cordero sino el primer testigo martirizado por la verdad? ¿Acaso Enoc no llevó el manto de Abel al andar con Dios y profetizar de la segunda vetada? ¿No fue Noé un predicador de justicia entre una generación contradictoria? La gloriosa sucesión nunca falla. Abraham sale de Ur de los Caldeos, y desde el momento de su llamamiento hasta el día en que durmió en Macpela fue un testigo fiel. Luego podríamos mencionar a Lot en Sodoma, a Melquisedec en Salem, a Isaac y Jacob en sus tiendas, y a José en Egipto. Lee la historia de la Escritura, y podrás observar una cadena dorada de eslabones unidos que cuelga sobre un mar de tinieblas, pero uniendo a Abel con el último de los patriarcas.
Hemos llegado ahora a una nueva era en la historia de la iglesia, pero no está carente de luz. Ved aquí al hijo de Amram, al glorioso Moisés. Este hombre fue un verdadero sol resplandeciente, porque había estado donde las tinieblas velaban la inenarrable luz de los ropajes de Jehová. Ascendió las empinadas laderas del Sinaí; subió adonde destellaban los rayos y los truenos levantaban su terrible voz; estuvo en pie sobre la ardiente *****bre de la montaña; y allí, en aquella cámara secreta del Altísimo, aprendió en cuarenta días, el testigo de cuarenta años, y fue el constante anunciador de la justicia y de la rectitud. Pero murió, como ha de suceder a los mejores hombres. ¡Duerme, oh Moisés, en un secreto sepulcro! No temas por la verdad, porque Josué declara ahora: «Yo y mi casa serviremos a Jehová.»
Los tiempos de los jueces y de los reyes fueron en ocasiones muy tenebrosos; pero en medio de sus guerras civiles, de su idolatría, de sus persecuciones y de sus visitaciones, el pueblo escogido seguía teniendo un remanente, según la elección de la gracia. Había siempre los que caminaban por la tierra, como los antiguos druidas de los bosques, vestidos en vestiduras blancas de santidad, y coronados con las glorias del Altísimo. El río de verdad podría correr como un riachuelo más poco profundo, pero nunca quedó seco del todo. Luego llega el tiempo de los profetas; y ahí, tras atravesar un período de desolación, cuando el mundo estaba sólo iluminado por lámparas como Natán, Abías, Gad o Elías, encontramos que llegamos a la luz del mediodía, o más bien a un cielo sin nubes, lleno de estrellas. Nos encontramos con un elocuente Isaías, con el plañidero Jeremías, el sublime Ezequiel, el amado Daniel, y, ¡he aquí!, detrás de estos cuatro sumos sacerdotes de la profecía, siguen doce revestidos de los mismos ropajes, ejercitando el mismo servicio. Podría calificar a Isaías de estrella polar de la profecía; Jeremías se parece a las lluviosas Híadas de Horacio; Ezequiel era el ardiente Sirio; y en cuanto a Daniel, se parece a un llameante cometa, resplandeciente en nuestra visión por un momento, y luego perdido en la oscuridad. No me cuesta encontrar una constelación para los profetas menores; son un dulce grupo de intenso resplandor, aunque pequeño: son las Pléyades de la Biblia. Quizá en ningún tiempo anterior desfilaron las estrellas de Dios en mayor número; sin embargo, en medio de toda la anterior y posterior oscuridad, el cielo del tiempo nunca estuvo en total oscuridad; siempre había un vigilante, un ser resplandeciente, ahí. Dios malea ha abandonado el mundo, nunca ha apagado su lámpara del testimonio; nunca ha dicho: «Ve, tú, cosa vil», apartándolo con el pie. Pudo una vez inundarlo con agua; pudo llover fuego y azufre sobre Sodoma; pudo ahogar una nación en el mar; pudo destruir una generación en el desierto; pudo devorar reinos y desarraigarlos; pero nunca, nunca, iba a extinguir la llama eterna del testimonio de la verdad.
Estaba pensando ahora acerca de una pintura que vi hace pocos días; un hermoso cuadro de un arroyo, con unos estriberones en el agua sobre los que pasaba el caminante; y la idea acaba de pasar por mi mente ciertamente, el arroyo de la maldad del hombre, y el arroyo del tiempo, pueden ser cruzados gracias a estas piedras del testimonio. Ahí tenéis a Noé, y él es un estriberón, para pasar a Abraham; y de él a Moisés, y de Moisés a Elías; y así de Elías a Isaías, de Isaías a Daniel, y de Daniel a los valientes Macabeos. ¿Y cuál es el último estriberón? Es Jesucristo, el testigo fiel y verdadero; el Señor de los reyes de la tierra. Jesús fue, en cierto sentido, el último testigo de la verdad. A nosotros nos toca confirmarla a otros; y por unos momentos nos extenderemos acerca de cuál fue el testimonio de Jesucristo. Primero de todo, a fin de justificar que haya designado a Jesucristo como un testigo, quiero referirme a un pasaje o dos de la Escritura, donde veréis que vino a este mundo para ser testigo y declarador de la verdad. Pasemos al capítulo tres de Juan, versículo treinta y vino. Dice Juan: «El que viene de arriba está por encima de todos; el que es de la tierra, es terrenal, y habla de cosas terrenales; el que viene del cielo, está sobre todos. Y lo que ha visto y oído, de eso testifica; y nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio, ése certifica que Dios es veraz.» Ahí encontramos a Juan, que fue el heraldo de nuestro Salvador, hablando de Cristo como dador de testimonio; hablando de él como aquel que vino al mundo con el especial propósito de testificar de la verdad. Sigamos más adelante, en este mismo libro, y encontraréis, en el capítulo 8 y versículo 18, que nuestro Salvador dice esto de sí mismo: «Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da también testimonio de mí.» Luego me remito de nuevo al capítulo 18 de Juan, y al versículo 37, donde Pilato dice a Jesucristo: «Luego, ¿eres tú rey?» Y Jesús responde: «Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad.» Ahí de nuevo encontramos a nuestro Salvador hablando de sí como testigo. Luego podría remitiros a algunas porciones de la Escritura en Isaías, donde él habla de sí mismo como testigo; pero me limitaré a las obras de nuestro amigo Juan; y pasaremos ahora al libro de Apocalipsis. Pasemos al capítulo primero y versículo cinco, y le encontramos diciendo: «Jesucristo, el testigo fiel.» El capítulo tres del mismo libro, versículo catorce: «Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: Esto dice el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios.» Ahora bien, creo que no deshonro a mi Señor al llamarle «testigo». Lo he puesto junto a ma gloriosa nube de testigos, y he dicho que es el último testigo; y creo que no he deshonrado su bendito nombre cuando veo que él se llama a sí mismo «testigo». Extendámonos un poco acerca de esto. Cristo es el rey mismo de los testigos; él es el mayor de todos los testigos, y superior a cada uno. No difiere de cualquier otro en las cosas de que testifica, porque todos ellos testifican de la misma verdad; pero hay algo en lo que este glorioso testigo es superior a todos los demás.
Primero dejadme observar que Cristo testifica directamente por sí mismo, y ésta es una cosa en la que es superior a todo el resto de los profetas -y a todos los otros santos hombres que testificaron de la verdad. ¿Qué dijo Isaías? ¿Y Elías? ¿O Jeremías? ¿O Daniel? Sólo dijeron cosas de segunda mano, dijeron lo que Dios les había revelado. Pero cuándo Cristo hablaba; siempre hablaba directamente desde él mismo. Todo el resto sólo hablaban lo que habían recibido de Dios. Ellos tenían que esperar hasta que un serafín halado trajera la brasa encendida; tenían que ceñirse el efod y el cinto primoroso con su Urim y Tumim; tenían que estar en pie escuchando hasta que la voz dijera: «Hijo del hombre, tengo un mensaje para ti.» Eran sólo instrumentos soplados por el aliento de Dios, y dando sones sólo a su placer; pero Cristo era una fuente de agua viva, abría su boca y la verdad se derramaba, y todo provenía directamente de él mismo. En esto, como testigo fiel, era superior a todos los demás. Él podía decir: «Lo que hemos visto, y oído, esto testificamos.» He estado dentro del velo; he entrado en el sanctum sanctormn; he ahondado en las profundidades, he remontado las alturas; no hay lugar en el que no haya estado, no hay verdad que no pueda llamar mía. No soy una voz para otro. Yo soy Él. A este respecto, era superior a todos.
En segundo lugar, Cristo era superior a todos los demás por el hecho de que su testimonio fue uniforme. Siempre era el mismo testimonio. No podemos decir eso de ningún otro. Mira a Noé; él fue un muy buen testigo de la verdad, excepto una vez, cuando se embriagó; en aquella ocasión fue un mísero testigo de la verdad. David fue testigo de la verdad, pero pecó contra Dios, e hizo matar a Urías. ¿Qué diremos de Elías, aquel hombre con ruda vestimenta? Él fue testigo de la verdad, pero no lo fue cuando estuvo en la cueva: «Y vino a él palabra de Jehová, el cual le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías?» Abraham fue otro testigo, pero no lo fue cuando dijo que su mujer era su hermana, y la negó. Lo mismo podría decirse dé Isaac; y si repasamos toda la lista de hombres santos, encontraréis alguna falta en ellos; y nos veremos obligados a decir que eran desde luego muy buenos testigos, pero su testimonio no es uniforme. Hay una marca de la llaga que el pecado ha dejado sobre todos ellos; había algo para mostrar que el hombre no es, después de todo, más que un vaso de barro. Pero el testimonio de Cristo fue uniforme. Nunca hubo una ocasión en que se contradijera; nunca hubo un caso en el que se pudiera decir: «Lo que dijiste lo estás contradiciendo ahora.» Vedlo en todas partes, sea en la fría *****bre del monte a medianoche, en oración, o en medio de la ciudad; observadle caminando a través de los campos en día de sábado, o cuando, en el mar, ordenó que las aguas se aplacaran; fuera donde fuera, su testimonio era uniforme. Esto no se puede decir de nadie más. Los mejores hombres tienen sus faltas. Dicen que el sol tiene manchas, y así supongo que sucede con los hombres más gloriosos, sean quienes sean, los que resplandecerán para siempre en el firmamento, tendrán sus manchas mientras estén en la tierra. El testimonio de Cristo era como su propia túnica, tejida de arriba abajo; no había en ella costura alguna; las túnicas de los otros hombres tienen costuras, pero su testimonio fue uniforme.
Además, el testimonio de Cristo fue perfecto en el testimonio de toda verdad. Otros hombres sólo dieron testimonio a partes de la verdad, pero Cristo la manifestó toda. Otros hombres tenían los hilos de la verdad, pero Cristo tomó los hilos y los tejió en un tapiz, los transformó en un ropaje glorioso, se lo puso, y salió vestido con todas las verdades de Dios. Hubo más revelación de Dios por medio de Cristo que en las obras de la creación, o que en todos los profetas. Cristo fue testigo de todos los atributos de Dios, y no dejó ninguno de ellos sin mencionar. Me preguntáis si Cristo dio testimonio de la justicia de Dios; os lo diré: Sí. Vedle colgando allí, muriendo en el Calvario, con todos sus huesos dislocados. ¿Dio testimonio de la misericordia de Dios? Sí. ¿Veis aquellas pobres criaturas abatidas? -el cojo salta como una gacela, el pobre ciego contemplando el sol y regocijándose. ¿Dio testimonio del poder de Dios? Os digo que sí. Le veis en pie a la proa del barco, diciendo a los vientos: «¡Enmudece!», y sosteniéndolos en su puño. ¿No ha dado testimonio de todo lo que hay en Dios? Su testimonio fue perfecto; nada quedó fuera; todo estaba allí. No podríamos decir esto de nadie más. Creo que no podríais decir esto de ningún predicador moderno. Algunos dicen: Me gusta oír a Fulano de Tal, porque predica muy doctrinalmente; a otros les gusta que todo sea experiencia; a algunos les gusta todo práctico. Muy bien, no esperáis que Dios haya hecho a un hombre para decirlo todo. Desde luego que no. Una clase de hombres defiende una clase de verdades, y otra, otras. Doy gracias a Dios de que hayan tantas denominaciones. Si no hubiera hombres que difirieran un poco en sus credos, nunca tendríamos tanto evangelio como tenemos. A un hombre le encanta la doctrina elevada, y piensa que está obligado a defenderla cada domingo. Tanto mejor. Algunos no hablan de ella en absoluto, de modo que ayudan a suplir las deficiencias de otros. A algunos les gustan las exhortaciones ardientes; las dan cada domingo, y no pueden predicar un sermón sin ellas. Pero otros nunca las dan; de manera que la ‘falta de uno es suplida* por él otro. Dios ha enviado a diferentes hombres para defender diferentes clases de verdades. Pero Cristo las defendió y predicó todas. Las tomó, las ligó en un manojo, y dijo: «Aquí están la mirra, las especias y los áloes juntos; aquí está toda la verdad»: El testimonio de Cristo fue perfecto.
Observemos, una vez más, antes que llegue a la confirmación de este testimonio, que el testimonio de Cristo fue definitivo. El suyo fue el último testimonio, la última revelación que será jamás dada al hombre. Después de Cristo no hay nada. Cristo viene el último: él es el estriberón que salva el arroyo del tiempo. Todos los que vienen tras él son sólo confirmadores del testimonio de Cristo. Nuestros Agustines, nuestros Ambrosios, nuestros Crisóstomos, o cualquiera de los poderosos predicadores de la antigüedad, nunca pretendieron decir nada nuevo. Sólo avivaron el evangelio -aquel mismo antiguo evangelio que Cristo solía predicar. Y Lutero y Calvino, y Zuinglio y Knox, vinieron sólo para confirmar la verdad. Cristo dijo «finis» al canon de la revelación, y quedó cerrado para siempre. Nadie le puede añadir una sola palabra, ni quitársela. A nosotros los Inconformistas se nos acusa a veces de inventar un nuevo evangelio. Negamos esta acusación. Decimos que nuestros Owen, Howe, Henry, Charnock, Bunyan, Baxter o Janeway, y toda aquella galaxia de estrellas, no pretendieron dar nada nuevo; sólo predicaron lo mismo una y otra vez, sólo avivaron las cosas que Cristo dijo, sólo profesaron ser confirmadores de los testigos, y no testigos. Y así ha sido con los grandes hombres que hemos perdido a lo largo del siglo pasado. Whitefield y sus compañeros evangelistas, y hombres que estuvieron en la misma postura que Gill, Booth, Rippon, Carey, Ryland, o algunos de los que acaban de tiernos arrebatados -ellos no pretendieron dar nada nuevo. Sólo dijeron: Hermanos, hemos venido a contaron la misma antigua historia; hemos recibido aquello que Dios ha dado; no somos testigos de cosas nuevas; sólo somos confirmadores del testigo, Cristo Jesús.
II
Y ahora llegamos a la segunda parte de nuestro tema, que es: Cómo el testimonio de Casto ha de ser confrontado en vosotros. Aquí tenemos dos puntos: el testimonio de Cristo ha de ser confirmado en nosotros mismos, y ha de ser confirmado en otros.
1. En primer lugar, entonces, para cada cristiano el testimonio de Cristo tiene que ser confirmado en su propio corazón. Oh amados, ésta es la mejor confirmación de la verdad evangélica que cada cristiano lleva consigo. Me encanta la Antología de Butlet, es un libro muy poderoso. Me encanta Evidencias de Paley, pero nunca los necesito yo mismo, para mi propio uso. No necesito prueba alguna de que la Biblia es verdadera. ¿Por qué? Porque está confirmada en mí. Hay un testigo que mora en mí y que me hace desafiar toda incredulidad, de manera que puedo decir:
«Si todas las formas por hombres inventadas
Mi fe asaltaran con artes traicioneras,
Las llamaría vanidades y mentiras
Y ataría el evangelio a mi corazón.»
No me dedico a leer libros oponiéndose a las verdades de la Biblia. Nunca me ha gustado meterme en lodazales sólo para poderme lavar después. Cuando me piden que lea un libro herético, pienso en el buen John Newton. El doctor Taylor, de Norwich, le dijo: «Ha leído usted mi Clave a Romanos?» «Le he echado un vistazo», dijo Newton. «¿Y ése es el trato que le da a un libro que me ha costado tantos años de duro estudio? Usted debiera haberlo leído atentamente y ponderado de manera cuidadosa lo que expone acerca de una cuestión tan seria.» «Un momento», dijo Newton, «usted acaba de encomendarme una actividad plena para una vida tan larga como la de Matusalén. Mi vida es demasiado corta para dedicarla a leer contradicciones de mi religión. Si la primera página me dice que el autor está minando verdades, ya tengo suficiente. Si al primer bocado de un filete noto que está en mal estado, no quiero comérmelo todo para estar convencido de ello; lo aparto de mí.» Habiendo tenido la verdad confirmada en nosotros, podemos reírnos de todos los argumentos; estamos revestidos de una cota de malla cuando tenemos un testigo de la verdad de Dios dentro de nosotros. Todos los hombres de este mundo no nos pueden llevar a alterar una sola jota de lo que Dios ha escrito dentro de nosotros. Ah, hermanos y hermanas, necesitamos que la verdad de Dios sea confirmada dentro de nosotros. Dejadme que os diga algunas cosas que harán esto. Primero, el mismo hecho de nuestra conversión tiende a confirmarnos en la verdad. ¡Oh!, dirá el cristiano, no me digas que no hay poder en la religión, porque yo lo he experimentado. Yo era irreflexivo como los demás; escarnecía la religión y a aquellos que la seguían; mi lenguaje era: Comamos y bebamos, disfrutemos de la vida, pero ahora, por medio de Cristo Jesús, encuentro en la Biblia un panal de miel, que apenas si ha de ser apretado para que se derrame su dulzura; es tan dulce y preciosa para mi gusto que me gustaría sentarme y deleitarme con mi Biblia para siempre. ¿Qué ha llevado a este cambio? Así es cómo razona el cristiano. Dice: Ha de haber poder en la gracia, pues si no, nunca habría sido tan cambiado como lo he sido; debe haber verdad en la religión cristiana, pues si no este cambio nunca me habría sobrevenido. Algunos hombres han ridiculizado la religión y a sus seguidores, y sin embargo la gracia divina ha sido tan poderosa que aquellos mismos escarnecedores han sido convertidos y han sentido el nuevo nacimiento. A tales hombres no se les puede argumentar en contra de la verdad de la religión. Podéis quedaros con ellos y hablarles desde la temprana madrugada hasta la puesta del sol, pero nunca podréis llevarlos a creer que no hay verdad en la palabra de Dios. Tienen la verdad confirmada en ellos.
Luego hay otra cosa que confirma al cristiano en la verdad, y esto es cuando Dios contesta a sus oraciones. Creo que ésta es una de las más poderosas confirmaciones de la verdad, cuando descubrimos que Dios nos oye. Ahora os hablo, en esta cuestión, de cosas que he probado y manejado. El impío no lo creerá; dirá: Ah, ve y díselo a los que no lo saben. Yo os digo que he comprobado el poder de la oración cien veces, porque he ido a Dios, y le he pedido misericordias, y las he obtenido. Ah, dicen algunos, sólo es el curso común de la providencia. «¡El curso común de la providencia!» Es un bendito curso de la providencia; si estuvierais en mi posición no habríais dicho tal cosa; lo he visto como si Dios hubiera rasgado los cielos y sacado la mano y dicho: «Ahí, hijo mío, está la gracia.» Ha salido fuera de su camino de manera tan clara que no podría llamarlo el curso común de la providencia. A veces me he sentido deprimido y abatido, e incluso descorazonado en cuanto a salir a ponerme delante de esta multitud, y he dicho: ¿Qué haré? Podría haberme ido volando a cualquier lugar antes que estar más aquí. He pedido a Dios que me bendijera, y que me diera palabras que decir, y luego me he sentido lleno hasta rebosar, de manera que me he podido presentar ante esta congregación o cualquier otra. ¿Es éste el curso común de la providencia? Es una providencia especial, una respuesta especial a la oración. Y aquí hay algunos que pueden repasar las páginas de su diario, y ver allí la mano de Dios interponiéndose claramente; podemos decirle al incrédulo: ¡Lárgate! La verdad es confirmada en nosotros, y confirmada de tal manera que nada puede apartarnos de ella.
Vosotros habéis tenido la verdad confirmada en vosotros, mis queridos amigos, cuando habéis encontrado gran apoyo en tiempos de aflicción y tribulación. Algunos de vosotros habéis pasado por problemas, porque nunca podemos esperar una congregación que esté exenta de ellos. Algunos de vosotros habéis sido puestos a prueba y habéis sido llevados a un gran abatimiento; ¿y no podéis decir con David: «Fui abatido, y el Señor me ayudó»? ¿No podéis recordar lo bien que resististeis la última aflicción? Cuando perdiste aquel hijo, pensabas que no podrías soportarlo como lo soportaste. Pero dijiste: «El Señor dio, el Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor.» Muchos de vosotros tenéis seres amados bajo tierra; vuestra madre, padre, marido 0 mujer. Pensaste que tu corazón se iba a partir cuando perdiste a tus padres; pero ¿no es cierta la promesa, que cuando tu padre ,y tu madre te dejaren, entonces el Señor te tomará? El te dijo, mujer, que sería padre para tus hijos, ¿y no ha sido así? ¿No puedes decir: No ha faltado nada de todo lo que el Señor ha prometido? Ésta es la mejor confirmación de la verdad de Dios. A veces me vienen personas al vestíbulo, y quieren que les confinase la verdad fuera de ellas. No puedo hacerlo; quiero que tengan la verdad confirmada en ellos. Ellos dicen: ¿Cómo sabemos que la Biblia es verdad? Oh, les digo, yo nunca tengo que hacer ahora una pregunta así, porque ha sido confirmada en mí. El Obispo me la ha confirmado -me refiero al «Obispo de nuestras almas»; porque nunca fui yo confirmado por nadie más, y me confirmó de tal manera en la verdad que nadie me puede confirmar fuera de ella. Yo digo: Prueba la religión por ti mismo, y verás su poder. Te quedas fuera de la casa, y quieres que te demuestre lo que está dentro de la casa; entra tú mismo; gusta y ve que el Señor es bueno: Oh, confiar en él es una cosa bienaventurada. Ésta es la mejor manera de confirmar la verdad.
2. El segundo pensamiento fue que no sólo es cosa nuestra tener la verdad confirmada en nuestras almas, sino vivir de tal manera que pudiéramos ser el medio para confirmar la verdad en otros. ¿Sabéis cuál es la Biblia que leen el hombre malvado y el mundano? No lee esta Biblia en absoluto. Lee al cristiano. «Mira», dice él, «aquel hombre va a la iglesia, y es un miembro; examinaré cómo vive, le leeré de arriba abajo»; y lo examina y lee su conducta. «Si es malo», dice él, «la religión es una farsa»; pero si es un hombre que vive de manera consecuente, dice: «Hay algo en la religión, después de todo.» Los malvados no leen la Biblia; leen a los cristianos; leen a los profesantes y a los miembros. Los vigilan, para ver cómo viven, con mirada atenta. Los cristianos tienen a Argos contemplándolos con cien ojos. El mundo malvado contempla cada falta con una lente de aumento, y convierte la menor mota en un monte; y si tenemos una mota en nuestro ojo, la convertirán en viga, y dirán en el acto que la persona es un hipócrita. Es el deber de todo hijo de Dios vivir de tal manera que pueda confirmar el testimonio de Cristo. Deberíamos esforzarnos para hacerlo en todas las cosas comunes de la vida diaria: «Sea que comáis, o bebáis, o cualquier cosa que hagáis, hacedlo todo para la gloria de Dios.» Algunas personas piensan que la religión reside en grandes cosas. No es así, sino que toca a las pequeñas. Aquel hombre que murió anoche y fue al cielo; si le preguntáis cómo fue su vida el día que murió -por qué comió, bebió, no hubo nada en particular acerca del día. Tomemos cualquier día de nuestras vidas. Comemos, bebemos, nos levantamos por la mañana, vamos a dormir por la noche; no hay nada muy en particular acerca de cada día. Nuestra vida está constituida por pequeñeces, y si no tenemos cuidado de las pequeñeces, no tendremos cuidado de las grandezas. Si no nos cuidamos de las cosas pequeñas, las grandes tendrán que ir mal. ¡Ah, ten gracia para vivir de tal manera que el mundo no pueda hallar falta en ti; y si ven en lo pequeño una exactitud y casi precisión (y demasiada precisión será mejor que la dejadez de la moralidad de algunos profesantes), entonces dirán: Algo hay en la religión; la vida de este hombre la ha confirmado en mi mente, porque vive conforme a ella.
Luego, otra vez, si puedes soportar los escarnios de los malvados sin devolverlos, ésta será una manera de confirmar la religión. Oh, cuando he entrado en controversia con algunos, y mi temperamento me ha traicionado, me habría mordido los dedos por ello. Si puedes controlar tu temperamento cuando la gente se ría de ti, y si, cuando te insultan, no lo devuelves, confirmarás la verdad. Dirán: Hay algo en este hombre, si no, no controlaría su temperamento. Habéis leído acerca de James Haldane. En una ocasión, cuando era inconverso, lanzó una pesada pieza de un ancla a la cabeza de un hombre que le había ofendido; pero cuando ya era regenerado, en otra ocasión en que fue insultado, simplemente dijo: «Me resentiría, pero he aprendido a perdonar ofensas y a pasar los insultos por alto.» La gente se vio obligada a decir de él: «Algo hay en la religión que pueda transformar a un león como éste, y hacer de él un cordero.» Así confirmarás el testimonio de Cristo, si soportas la persecución. Si puedes soportar las burlas y los escarnios de los malvados con paciencia, confirmarás la verdad.
Ahora, amigos míos, concluyamos. La última confirmación que tú y yo podremos jamás dar al testimonio de Cristo vendrá muy pronto. Hay una hora en la que no podremos ya confirmar más la verdad; porque hemos de morir, y ésta es la mejor confirmación de los principios del hombre –cuando muere bien. Una de las confirmaciones más nobles de la religión cristiana es el hecho de que un hombre muera una muerte pacífica, feliz y triunfante. Ah, si cuando te llegue el momento de venir puedes decir: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?», y si puedes asir en tu mano a la tirana Muerte, y lanzarla al suelo, y triunfas en aquel que dijo: «¡Oh muerte, yo seré tu muerte; oh Seol, yo seré tu destrucción!» Si puedes morir sin temor, ni lamentación ni remordimiento, sabiendo que estás perdonado -si puedes morir con el cántico de victoria en tus labios, y con la sonrisa de gozo sobre tu rostro, entonces confirmarás el testimonio de Cristo.
Una vez más, dejadme, como conclusión, que os apremie a vosotros como seguidores de Cristo Jesús, como aquellos a quienes él ha amado con amor eterno; como herederos de inmortalidad, como aquellos que han sido rescatados del hoyo de la destrucción, como profesantes de la religión, como miembros de una iglesia cristiana, dejad que os ruegue que vuestro primer y último objetivo sea confirmar el testimonio de Cristo. Allí donde estéis, sea lo que sea que estéis haciendo, decid dentro de vosotros: Tengo que vivir y morir de tal manera que pueda confirmar el testimonio de Cristo. Tengo que andar de tal manera entre mis amigos y vecinos, que vean que hay una verdad y un poder en la religión. Y dejad que os advierta que no emprendáis esto en vuestra propia fuerza; necesitaréis un poder de lo alto, del Espíritu Santo. Recibid un suministro renovado de gracia procedente del trono. Necesitaréis poder nuevo desde el trono de la gracia celestial. Es un buen plan el que adoptan algunas personas. Se van a casa, y cuando llegan allí tienen unos cuantos minutos de oración con Dios. Es una bendita manera de remachar el clavo, y de hacer que un sermón tenga efecto. Ah, si puedes ir a tu casa y decir: ¡Hago solemne voto, pero no lo hago con mis propias fuerzas; sin embargo, hago solemne voto por tu gracia, que desde ahora en adelante será mi objetivo vivir más como confirmador de la verdad! Antes no conocía mi excelsa posición, pero ahora lo sé, que soy confirmador de la verdad. Señor, ayúdame a vivir de tal manera que nunca haya techa en mi conducta, que nunca una palabra vil proceda de mi boca. Hazme vivir de tal manera que pueda confirmar la verdad. ¡Señor, ayúdame a confirmar el testimonio de Cristo! ¡Ve y registra este voto, v esta resolución, y busca la gracia de Dios para que no dejes. que se trate de un voto in*****plido, sino que puedas ser capaz de vivir para la gloria de Dios, y para la honra de su bendito nombre!
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