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Decaimientos de Ánimo del Ministro

Puede haber aquí y allá hombres de una naturaleza de hierro en quienes el desmejoramiento no deja huellas sensibles, pero a los cuales sin embargo, tiene el orín que corroer; y esto depende de que, el Señor bien sabe, y hace que los hombres sepan que no son más que polvo. Sabiendo yo por una dolorosa experiencia lo que un profundo abatimiento de espíritu significa, puesto que lo he sufrido con no poca frecuencia, he creído que podría servir de consuelo a algunos de mis hermanos el que expusiera yo mis opiniones sobre esto, para que los jóvenes inexpertos no fueran a Imaginarse que algo extraordinario les pasaba al sentirse en ocasiones Poseídos de melancolía; y para que los más tristes se hicieran cargo de que Individuos sobre los cuales ha derramado el sol sus rayos fulgurantes de alegría, no han caminado siempre iluminados por esa deseada luz.

No es necesario recurrir a citas de las biografías relativas a ministros eminentes, para probar que sufrir a intervalos paroxismos de espantosa postración, ha cabido en suerte a su mayor parte, si no es que a todos ellos. La vida de Lutero podría bastar para aducir miles de ejemplos, y de ninguna manera puede decirse que haya sido de los menos favorecidos. Su gran espíritu se remontaba a menudo al séptimo cielo de divinos raptos, y a menudo también descendía hasta los bordes de un abismo de desesperación. Ni en su lecho de muerte se halló al abrigo de estas tempestades, y se entregó sollozando a su último sueño, como se duerme un niño rendido de cansancio. Así pues, en vez de multiplicar ejemplos, fijémonos en las razones de por qué se permiten estas cosas; por qué los hijos de la luz andan a veces envueltos en tinieblas, y por qué los heraldos de la aurora no es raro que se miren sumidos en la más completa oscuridad.

¿No es la primera razón de esto la de que todos son hombres? Y siendo hombres, les es inherente la debilidad y son herederos del dolor. El sabio autor de uno de los libros apócrifos, (Ecclus. XL: 1, 2, 3, 4, 5-8), dijo y con sobrada razón: «Un gran trabajo se ha creado para todos los hombres, y un pesado yugo se ha hecho para los hijos de Adán desde el día en que salen del vientre de su madre, hasta aquel en que vuelven al seno de la madre común de todo; es a saber: las cavilaciones y temores de su corazón; la imaginación de las cosas objeto de sus deseos, y el día de la muerte. Desde el hombre que se sienta en un glorioso trono, hasta el que se sienta abajo entre la tierra y ceniza; desde el que está vestido de seda azul y ciñe una corona, hasta el que viste un género sencillo, todos están sujetos a la ira, a la envidia, a la ansiedad, la inquietud. el temor y los rigores de la muerte, siendo esto común tanto al ser racional como al irracional, pero en grado mucho mayor lo sienten los impíos» La gracia nos resguarda de muchas cosas de éstas, pero a causa de que nos olvidamos de contar con ella, sufrimos aun de males que podríamos evitar. Aun bajo la economía de la redención, es evidente que tenemos que pagar un tributo a la debilidad humana; de otra manera no habría necesidad de la promesa de que el Espíritu Santo vendría a prestarnos auxilio. A los hombres buenos se les ha prometido tribulaciones en este mundo, y los ministros deben esperar una parte mayor que los demás, a fin de aprender por ese medio a simpatizar con el pueblo desdichado del Señor, y a ser pastores idóneos para dirigir un rebaño de ovejas doloridas. Podrían haber sido enviados espíritus des-encarnados a proclamar la verdad, pero a éstos no les habría sido posible identificarse con los sentimientos de los que hallándose en la cárcel del cuerpo se quejan al sufrir alguna pena; podría haberse dado a los ángeles el cargo de evangelistas, pero sus atributos celestiales no les hubieran hecho a propósito para compadecerse de los ignorantes; si al Señor le hubiera placido, podría haber formado hombres de mármol, pero la naturaleza impasible de ellos habría servido de sarcasmo a nuestra debilidad, y de burla a nuestras necesidades. Hombres, y hombres sujetos a las pasiones humanas, son los que Dios en Su infinita sabiduría ha escogido para ministradores de su gracia: he ahí la razón de sus lágrimas, de sus perplejidades, de sus abatimientos.

Además la mayor parte de nosotros nos hallamos de un modo u otro, faltos de completa salud física. Solemos encontrar de tiempo en tiempo, a algún anciano que no recuerde haberse hallado imposibilitado de trabajar alguna vez; pero la generalidad de nosotros nos hallamos sujetos a alguna indisposición o sufrimiento ya sea físico o moral, Ciertas enfermedades del cuerpo, especialmente las relacionadas con los órganos de la digestión, el hígado y el bazo, producen, por más que no lo queramos descaecimiento de ánimo; y aunque un hombre esfuerce en resistir su influencia, habrá horas y circunstancias en que ese malestar acabe por dormirlo. Y por lo que hace a enfermedades mentales podrá decirse que hay alguien que nunca las padezca ¿No todos nosotros, más o menos, les pagamos un tributo? A algunos individuos se les nota un aire de melancolía, inherente al parecer a su propia naturaleza, y de ellos puede decirse que «la tristeza les imprimió su marca para hacerlos suyos.» Puede abrigar muy bellos sentimientos y regirse por los más nobles principios, pero se hallan inclinados olvidarse del arco iris para pensar tan sólo en nubes tempestuosas. Las personas de esta clase bien pueden cantar con el poeta Thomas Washbourne:

«Se hallan nuestros corazones

Quebrantados por la pena,

Y de nuestra pobre lira

Se han roto todas las cuerdas.

Nuestros cantos, más que cantos

Parecen dolientes quejas.

Y esqueletos ambulantes

Ya sin carne y ya sin fuerzas,

Andamos penosamente

Por el erial de la tierra.»

Un carácter así bien puede no servir de obstáculo para que un hombre haga una carrera de especial utilidad, y puede aun habérsele sido impuesto por la Sabiduría divina como cualidad necesaria para el mejor desempeño de su misión. Algunas plantas deben sus propiedades medicinales a los pantanos en donde crecen; otras son deudoras de ellas a las sombras bajo las cuales florecen solitarias. Hay frutos preciosos madurados por la luna, tan bien como por el sol. Las embarcaciones necesitan de lastre tanto como de velas; el garrote que se da a las ruedas de un carruaje, no le impiden su marcha cuando baja por un camino inclinado. Probablemente el dolor ha desarrollado en algunos casos el genio, y puesto en vela al alma de otra manera habría dormido como un león en su cubil. Si no hubiera sido por la rotura de una ala, quizá se habrían perdido algunos en las nubes, incluyendo hasta escogidas palomas de las que ahora llevan en el pico ramas de olivo e indican el camino que conduce al arca de salvación. Pero cuando en la parte física y moral del individuo hay causas que predisponen a un descaecimiento de ánimo, no debe uno maravillarse de que en ciertos momentos se rinda el corazón; lo que debe admirarnos se rinda el corazón; lo que debe admirarnos en muchos casos es —y si las vidas íntimas pudiesen escribirse lo veríamos así— como algunos ministros a pesar de sus desalientos perseveran en su trabajo y dejan que la sonrisa asome en su semblante. La gracia tiene sus triunfos todavía y la paciencia sus mártires, mártires que no porque las llamas les queman sólo el espíritu, y sus quemaduras son invisibles a los ojos humanos, merecen menos honra que aquellos a cuyo cuerpo ha consumido la hoguera. El ministerio de Jeremías es tan aceptable como el de Isaías, y aun el cazurro Jonás es un verdadero profeta del Señor que prestó buenos servicios a los Ninivitas. No despreciéis a los cojos, porque escrito está que ellos toman su presa; sino honrad a aquellos que sintiéndose desfallecidos perseveran en su obra sin embargo. Lea la de los ojos tiernos, fue más fecunda que la hermosa Rachel; y las penas de Ana fueron más bendecidas que las jactancias de Penina. «Bienaventurados los que lloran,» dijo el varón de Dolores, y que ninguno los considere de otra manera cuando sus lágrimas tienen la sal de la gracia. Tenemos el tesoro del Evangelio en vasos de barro, y si encontramos una que otra grieta en un vaso, que eso no nos cause admiración.

El trabajo evangélico, cuando lo emprendemos sincera y empeñosamente, nos hace accesibles a los ataques que tienden a causar abatimiento. ¿Quién puede soportar el peso de las almas sin hundirse en el polvo? Un ardiente anhelo por la conversión de los hombres, si no se halla enteramente satisfecho, (¿y cuándo lo está?) consume el alma llenándola de ansiedad y contrariedades. Ver que aquellos en quienes se tenían buenas esperanzas, cambian de conducta; que los piadosos se enfrían; que los profesores abusan de sus privilegios y que los pecadores se entregan más y más al pecado, ¿no son todos estos motivos para causarnos desánimo. El reino no viene como nosotros quisiéramos, el nombre venerado no se santifica como lo deseamos, y esto nos hace entristecer. ¿Y cómo no hablamos de sentirnos pesarosos cuando los hombres no creen lo que les decimos, y el poder divino les es desconocido? Toda clase de trabajo mental tiende a fatigar y debilitar, porque el mucho estudio quita la fuerza a la carne; y el nuestro es más que trabajo mental, es trabajo del corazón, es la obra elaborada en lo más intimo del alma. Cuán a menudo, en las noches de los días consagrados al Señor, nos sentimos como si la vida se hubiera completamente oscurecido para nosotros. Después de haber derramado nuestra alma sobre nuestras congregaciones, nos sentimos como vasijas de barro vacías que un niño hubiera quebrado. Probablemente si nos asemejáramos más al apóstol Pablo, y procuráramos el bien de las almas con mayor tino y empeño, nos sería más conocido aquello de que debemos nutrirnos al movernos el celo por la causa del Señor. Tenemos el deber y el privilegio de dar nuestra vida entera por Jesús. No nos *****ple ser muestras vivas de hombres en excelente estado de conservación, sino sacrificios vivos destinados a ser consumidos: nos *****ple gastar y ser gastados; no meternos en un nicho y alimentar nuestra carne. Un trabajo así emprendido en bien de las almas por un ministro fiel, producirá a veces un cansancio extremo, y languidecerán el cuerpo y el corazón. A Moisés se le pusieron pesadas las manos en su intercesión, y Pablo exclamó: «¿Quién es suficiente para estas cosas?» Aun el mismo Juan el Bautista se cree que sufrió accesos de abatimiento, y los apóstoles una vez se sintieron azorados y sobrecogidos de terror.

Nuestra posición en la Iglesia conducirá también a esto. Un ministro provisto de todo lo necesario para su obra, estará animado por lo general, de un espíritu que vive en su esfera propia enteramente aparte e independiente de los demás. Ni las personas con quienes tenga mayor intimidad, pueden estar al tanto de los pensamientos, cuidados y tentaciones que le son peculiares. En las filas los soldados marchan hombro con hombro con muchos camaradas; pero a medida que van ascendiendo en categoría, sus compañeros son menos numerosos. Hay muchos soldados, pocos capitanes, menos aun coroneles, y un solo comandante en jefe. Así en nuestras iglesias el hombre a quien el Señor instituye por guía tiene que ser en el mismo grado en que es hombre superior, un hombre solitario. Las *****bres de las montañas se ostentan majestuosamente separadas del resto, y hablan solas con Dios cuando él visita sus terribles soledades. Los hombres de Dios que se elevan sobre sus semejantes al ponerse en comunión más cercana con los asuntos celestiales, sienten la falta de simpatías humanas. Como su Señor en el huerto de Getsemaní, buscan en vano consuelo en los discípulos que duermen a su rededor: se estremecen al ver la apatía de los hermanos que forman su pequeña banda, y vuelven a su secreta agonía agobiados por la pesada carga que sobre ellos gravita, porque han hallado durmiendo a sus más queridos compañeros. Sólo el que lo ha experimentado, puede conocer la soledad de una alma que ha sobrepujado a sus compañeros en celo por el Señor de los ejércitos: no se atreve a manifestar lo que siente, por temor de que se burlen de ella: no puede ocultarse a sí misma porque hay un fuego interior que la calcina, y sólo ante la presencia del Señor le es posible descansar. El hecho de que nuestro Señor haya enviado a sus discípulos de dos en dos, pone de manifiesto que él; bien sabia lo que en los hombres pasaba; pero para individuos de la talla de Pablo, me parece que no habría podido hallarse un compañero adecuado. Bernabé, Silas o Lucas, eran prominencias demasiado bajas para ponerse en comunicación familiar con la altura Himalayana como la del apóstol de los gentiles. Esta soledad que si no me equivoco, es sentida por muchos de mis hermanos, es un fecundo manantial de abatimientos; y las reuniones fraternales de nuestros ministros, y el cultivo de santas relaciones con personas que en ideas congenien con nosotros, son cosas que con la bendición de Dios nos ayudarán en gran manera a libraros de semejante tentación.

Apenas puede dudarse que los hábitos sedentarios tienden a producir desaliento en algunas constituciones. Burton en su Anatomía de la Melancolía, trae un capitulo acerca de esta causa de tristeza, y citando a uno de los miles de autores en cuyos dichos se inspira, dice lo siguiente: «Los estudiantes son demasiado negligentes por lo que hace a sus cuerpos. Otras clases de personas cuidan de sus instrumentos o herramientas: un pintor lava sus pinceles; un herrero cuida de su martillo, de su yunque y de su fragua; un labrador compone su arado y afila su azadón cuando éste se le mella; un cazador tiene cuidado especial de sus halcones, perros, caballos, etc.; un músico templa y afloja las cuerdas de su instrumento, y sólo los estudiantes ven con abandono el suyo, es decir, su cerebro y facultades mentales que usan diariamente.» Decía Lucano y con razón: «No retuerzas tanto la cuerda que se rompa.» Estarse largo tiempo sin cambiar de postura, ponerse a ojear un libro, a tajar una pluma, etc., son en si mismas, cosas que producen languidez; pero agréguese a eso un cuarto mal ventilado, un cuerpo que ha permanecido horas enteras sin ningún ejercicio muscular, y un corazón abrumado con diferentes cuidados, y tendremos todos los elementos para preparar una caldera hirviente de hastío y desánimo, especialmente cuando se sufre un sofocante calor, o vela la neblina la claridad del sol:

Cuando un manto cual sudario

Fúnebre cubre la tierra;

Cuando en los bosques el agua

De los árboles gotea,

Y al desprenderse sus hojas

Mustias, marchitas y secas

Se revuelven con el fango

Formando una alfombra negra.

El hombre que se halle bajo la influencia de circunstancias tales, aun cuando sea por naturaleza tan alegre como un pájaro, no podrá al cabo de algún tiempo resistirla, y tendrá que su*****bir: verá su gabinete de estudios como una cárcel, y sus libros como cadenas que en ella lo sujetan; a la vez que la naturaleza desde afuera de su ventana, le parecerá que lo llama brindándole salud y libertad. El que olvida el zumbido de las abejas entre los brezales, el arrullo de las palomas torcazas en las floreritas, el trino de las aves en la espesura del bosque, el murmullo del serpenteante riachuelo, y el susurro del viento en los pinales, no debe sorprenderse de que su corazón a su vez olvide cantar, y su alma pierda su vivacidad. Salir a respirar por un día el aire fresco en los cerros, o vagar por unas horas bajo la apacible sombra de los árboles que forman una floresta, seria una cosa que disiparía las brumas que invaden el cerebro de muchos de nuestros trabajados ministros que apenas pueden vivir. Absorber un poco de brisa del mar, o un rato de ejercicio al aire libre, no regocijaría al espíritu, pero si daría algún oxigeno al cuerpo, y ya sólo eso es mucho conseguir.

«Cuando el aire se halla en calma,

Languidece el corazón;

Mas si sus alas agita,

Con su soplo al hombre quita

Su cansancio y postración.»

Los helechos y los conejos, los riachuelos y las truchas, los abetos y las ardillas, las prímulas y violetas, las eras de las haciendas, el heno recién segado y el lúpulo oloroso, son todas estas cosas eficaces medicinas para los hipocondríacos, tónicos seguros para los debilitados, e inmejorables restauradores de fuerzas agotadas. Por falta de oportunidad o por desidia, estos grandes remedios se ven con menosprecio, y el estudiante se convierte en víctima inmolada por si mismo.

Las ocasiones en que más propensos estamos a sufrir abatimiento de ánimo, puede en mi concepto resumirse en el siguiente catálogo. La primera de todas que debo mencionar, es la hora de un gran éxito. Cuando por fin miramos realizada una bella ilusión de nuestra vida; cuando por nuestro medio ha sido el nombre del Señor honrado y hemos logrado un gran triunfo, nos sentimos entonces expuestos a desmayar. Podría imaginarse que en medio de favores especiales se remontaría nuestra alma a las alturas del éxtasis y se llenaría de goce indefinible, pero generalmente sucede lo contrario. El Señor rara vez expone a sus guerreros a los peligros del envanecimiento que causa una victoria: sabe que pocos de ellos pueden salir airosos de prueba semejante, y de consiguiente vierte en su copa gotas de amargura. Ved a Elías: después que el fuego descendió del cielo; después que los sacerdotes de Baal fueron degollados y que el agua inundó las tierras secas, no hubo para él nota alguna de música halagadora; no se contoneó como conquistador revestido de triunfales arreos, sino que huye de Jezabel, y sintiendo la reacción de su excitación intensa, manifiesta vivos deseos de morir. Ese profeta, predestinado a no morir jamás, anhela ansiosamente el descanso del sepulcro; y aun el mismo César, monarca del Mundo, en sus momentos de rapto lloraba como un chiquillo. La pobre naturaleza humana no puede soportar los trasportes que los triunfos celestiales producen, y tiene que venirle una reacción. Un exceso de alegría o de excitación, tiene que ser pagado con descaecimientos subsiguientes. Mientras dura la prueba, la fuerza se equilibra con la emergencia; pero cuando aquella concluye, la debilidad natural reclama su derecho a presentarse. Auxiliado secretamente, puede Jacob luchar toda una noche; pero cuando terminó su brega en la mañana siguiente, comenzó a cojear, y así se evitó que se envaneciera demasiado. Pablo pudo ser trasportado al tercer cielo y allí escuchar cosas indecibles, pero una espina que sintió en su carne, como mensajera para combatirla, enviada por Satanás, debía ser la inevitable secuela. Los hombres no pueden saborear una felicidad absoluta; ni aun los mejores de entre ellos poseen la idoneidad necesaria para tener «la frente ceñida de mirto y de laurel,» sin sentir una humillación secreta que los haga no salir del lugar que les es propio. Llevados como por un remolino por un avivamiento espiritual; levantados por la popularidad, exaltados por un buen éxito en la ganancia de almas, seriamos como el hollejo y la paja que arrastra el aire tras si, si no fuera porque la disciplina de la misericordia se digna romper los buques de nuestra vanagloria por medio de un fuerte viento que hace soplar del Oriente, y nos hace naufragar arrojándonos desnudos y desamparados sobre la Roca de la Eternidad.

Antes de acometer alguna empresa de importancia, es muy común que se sienta algo del mismo desaliento. Al pulsar las dificultades que se nos presentan parece que se nos encoge el corazón. Los hijos de Anak andan majestuosamente ante nosotros y nos conceptuamos como pequeños insectos en su presencia. Las ciudades de Canaán están rodeadas: de murallas que llegan hasta el cielo, y ¿quiénes somos nosotros para abrigar la esperanza de capturarlas? Nos viene la tentación de rendir nuestras armas y dar la media vuelta. Nínive es una gran ciudad, y preferimos huir a Tarso antes que hacer frente a su estruendosa población. Nos sentimos dispuestos a buscar una embarcación que nos conduzca lejos de aquella terrible escena y sólo el temor de una tempestad refrena nuestros deseos. Esto fue lo que yo experimenté la primera vez que vine como pastor a Londres. Me espantaba al pensar en el éxito que pudiera yo alcanzar; y el pensamiento de la carrera que parecía abrírseme, lejos de envanecerme, me arrojaba en el abismo más profundo desde el fondo del cual entonaba mi miserere, sin hallar lugar donde prorrumpir en el gloria in excelsis. ¿Quién era yo para servir de guía a tan numerosa multitud? Hubiera querido volver a mi primitiva oscuridad, allá en mi pueblo o emigrar por la América y buscar allí un nido solitario en los bosques en donde pudiera hallarme en aptitud de hacer lo que de mi se tendría el derecho de esperar. Entonces fue cuando comenzó a levantarse la cortina que cubría el futuro trabajo de mi vida, y me amedrentaba la revelación que del mismo iba yo a tener. No carecía de fe, pero estaba temeroso y persuadido de mi poca idoneidad. Me causaba miedo emprender la obra a que la Providencia en su gracia se había dignado llamarme. Me sentía como un chiquillo, y temblaba al oír la voz que decía: «Trillarás montes y los molerás, y collados tornarás en tamo» (Is.41:15). Este mismo abatimiento me acomete siempre que el Señor prepara una de sus bendiciones por conducto de mi humilde ministerio: la nube se ve negra antes de abrirse, y cubre de sombras antes de producir la lluvia de misericordias. El descaecimiento se ha hecho ahora para mi como un profeta de vestidos burdos, como un Juan el Bautista, precursor de una de las más ricas bendiciones de mi Señor. Así también lo han juzgado los mejores hombres. El haberse limpiado el vaso lo ha puesto en condiciones de poder servir al Amo. La inmersión en el sufrimiento, ha precedido al bautismo del Espíritu Santo. El ayuno produce apetito para el banquete. El Señor se revela en un escondrijo del desierto, mientras su siervo cuida las ovejas y espera en solitario pavor. El desierto es el camino que conduce a Canaán. El valle profundo lleva a la elevada montaña. La derrota prepara a la victoria. El cuervo es enviado primero que la paloma. La hora más sombría de la noche precede al rompimiento del alba. Los marinos bajan a un abismo, pero la ola siguiente los levanta hasta el cielo, y sienten su alma transida de pavor antes de verse elevados a su anhelada altura.

En medio de un largo y no interrumpido trabajo, puede sobrevenimos igual descaecimiento. No puede el arco hallarse siempre encorvado sin peligro de romperse. El descanso es tan necesario al espíritu, como el sueño lo es al cuerpo. Los días del Señor son nuestros días de trabajo, y si no descansamos en algún otro día, caeremos abrumados de fatiga. Si a la misma tierra debe dejársele erial y dársele sus domingos, con más razón a nosotros nos es fuerza reposar. De ahí la sabiduría y compasión de nuestro Señor cuando dijo a sus discípulos: «Vamos al desierto a descansar un poco.» ¡A descansar! ¡ Cuando la gente se sentía desmayar; cuando las multitudes andaban como andan las ovejas en las montañas sin pastor, habla Jesús de descansar! Cuando los escribas y fariseos andan como lobos voraces rondando los apriscos, ¡lleva él a sus secuaces a una excursión a un lugar tranquilo y de descanso! ¿Y hay acaso, alguien cuyo celo exagerado lo induzca a condenar un olvido tan atroz de lo que exigían circunstancias semejantes? Si hubiera quien lo hiciera dejémosle delirar. El Maestro sabe que no es conveniente agotar las fuerzas de sus siervos y agotar la luz de Israel. El tiempo de descanso no es un tiempo perdido. Ved al segador que en los días de verano se ocupa en cortar la mies sólo hasta la puesta del sol, y entonces suspende su trabajo; ¿y por esto hemos de decir que es un holgazán? De regreso a su casa busca su piedra de amolar, y comienza a pasar sobre ella su hoz, produciendo con eso el ruido más monótono, ¿y habrá quien piense que se halla perdiendo el tiempo? Y sin embargo, ¡cuánto más no habría segado durante el tiempo empleado en arrancar de la piedra tan destempladas notas! Pero está afilando su herramienta y adelantará mucho más en su tarea cuando de nuevo aguce las puntas del instrumento a cuyo Impulso caen ante si montones de gavilla. De un modo semejante, un poco de reposo, prepara al espíritu para prestar servicios más fructuosos a la buena causa. Así como los pescadores deben remendar sus redes, nosotros también de vez en cuando debemos reparar nuestras fuerzas mentales debilitadas, y arreglar nuestra máquina a fin de que trabaje mejor en lo futuro. Tirar con fuerza del remo día por día como un reo condenado a galeras para el cual no hay días de fiesta, es otra cosa que no conviene a ningún ser racional. No somos corrientes de agua que sin cesar caminan, y nos *****ple tener nuestras pausas e intervalos. ¿Quién puede evitar que le falte el aliento si corre y corre sin intermisión? Aun las bestias de carga deben mandarse al campo de tiempo en tiempo: el mar mismo hace una pausa entre el flujo y el reflujo, la tierra guarda un descanso en los meses invernales, y siguiendo esa ley natural el hombre, aun cuando se halle exaltado al rango de embajador de Dios, es fuerza que descanse o desfallezca. Si no ceba su lámpara, ésta se le apagará; si no abre algún paréntesis en sus trabajos, acabará por adquirir una prematura enfermedad. La sabiduría aconseja que de tiempo en tiempo nos permitamos algunos días de asueto. En una carrera larga haremos más si a veces hacemos menos. Un trabajo incesante, sin recreación ninguna, puede ser propio de espíritus emancipados de ese pesado barro; pero mientras habitamos en el nicho que nos forma, nos es preciso hacer alto en ocasiones, y servir al Señor en una santa inacción y piadosa tranquilidad. Que las conciencias escrupulosas no pongan en duda la legalidad de llevar por temporadas la carga que se lleva, sino que aprovechando la experiencia de otros, se persuadan de la necesidad y del deber en que están de dar descanso al cuerpo cuando éste así lo pida.

La vista de un acto brusco de deslealtad, ha producido a veces en el ministro un profundo abatimiento. Ve que el hermano en quien más se confía se convierte en traidor; que Judas vuelve la espalda al hombre que tanto lo estimaba, y siente en ese momento abatido el corazón. Todos nosotros nos sentimos inclinados a fijarnos en las debilidades humanas, y de ahí dimanan muchos de nuestros pesares. Es igualmente desconsolador el golpe que recibimos cuando algún miembro de la congregación honrado y estimado por nosotros, cede a la tentación y echa una mancha sobre el buen nombre que tenía. Cualquiera cosa es menos mala que ésta. Un acontecimiento semejante hace que al ministro le den ganas de ir a buscar un rincón en el desierto, y estarse metido allí toda su vida para no volver a oír los escarnios blasfemos de los impíos. Diez años de trabajo no consumen tanto nuestra vida, como la consume en unas cuantas horas Achitifel el traidor o Demas el apóstata. También las luchas, en el seno de la congregación, las divisiones, las críticas necias y los chismes, han postrado a menudo a los mejores hombres, y hécholes andar «como con una espada en sus huesos.» Las palabras duras hieren muy profundamente a las personas delicadas. Muchos de los mejores ministros son a causa de la espiritualidad de su carácter, sumamente sensibles, más quizá de lo que debieran serlo en un mundo como éste. «Una patada que apenas impresionaría a un caballo, podría matar a una persona delicada.» Una dolorosa experiencia hace que el alma se endurezca en términos de poder resistir los rudos golpes inevitables en nuestro trabajo; pero al principio nos hacen bambolear y nos envían a nuestras casas envueltos en una noche de horrorosa oscuridad. Los sinsabores de un verdadero ministro, no son pocos, por cierto; y los que nos causan los que se nos venden por amigos, son más amargos que los que nos hacen sufrir nuestros enemigos declarados. Que nadie, por lo menos de los que aman la tranquilidad de su espíritu, y buscan las dulzuras de una vida exenta de zozobras, ingrese al ministerio; pues si así lo hace, tendrá que abandonarlo lleno de disgusto.

Pocos sin embargo, por fortuna, estarán predestinados a pasar horas tan sombrías como las que a mi me amargaron la vida después del deplorable accidente acaecido en la academia de música de Surry. Me sentí agobiado por las penas, más allá de toda ponderación. El tumulto que presencié, el pánico, las muertes, se me presentaban a la imaginación noche y día, y me hicieron la vida materialmente pesada. Entonces cantaba yo en medio de mis pesares:

Mis recuerdos en tropel

Hacen mayor mi aflicción,

Y llenas de saña cruel

Laceran mi corazón.

De ese sueño de horror fui despertado en un momento, por la aplicación que, en su gracia, permitió Dios que hiciera a mi alma del siguiente texto: «A El Dios el Padre lo ha exaltado.» El hecho de que Jesús es siempre grande, sean cuales fueren los sufrimientos de sus siervos, me trajo de nuevo a la razón haciéndome recobrar la suspirada paz. Si por desgracia algunos de mis hermanos fuesen victimas de una calamidad semejante, tengan fe y esperen con paciencia su salvación de Dios.

Cuando las molestias se nos multiplican y las desilusiones que sufrimos se suceden en larga sucesión como se sucedían los mensajeros de Job, entonces también, en medio de la perturbación que en nuestra alma producen las nuevas desagradables, el desaliento le quita al corazón toda su tranquilidad. El agua que cae gota a gota, rompe las piedras más duras; y de igual manera modo, ni aun las almas de mejor temple pueden sufrir sin gastarse, el roce de repetidas aflicciones. Si a la pena de ver una despensa poco provista, se le agrega la que causa la enfermedad de la esposa o la pérdida de un hijo; o si a las necias observaciones de algunos de los oyentes, las siguen la oposición de los diáconos y la frialdad de los miembros de la congregación, entonces, como Job, nos vemos obligados a exclamar: «Todas estas cosas están contra mí.» Cuando David volvió a Siclag, y se halló con la ciudad quemada y saqueada, con sus mujeres robadas y sus tropas dispuestas a apedrearle, leemos que «se esforzó en Jehová su Dios;» y bien hizo, por cierto, en proceder así, porque sin duda habría desmayado si no hubiera creído ver la bondad del Señor en la tierra de los vivos. Las penas cuando son muchas, se aumentan su peso las unas a las otras; cada una de ellas exacerba a las demás, y como pandillas de ladrones, sin conmiseración alguna, destruyen nuestro reposo. Unas tras otras las olas acaban con las fuerzas del mejor nadador. El punto donde se encuentran dos mares, puede causar averías aun a las quillas de superior construcción. Si hubiera un regular intervalo entre los golpes de la adversidad, el espíritu tendría tiempo de prepararse a resistirlos; pero cuando caen inesperadamente y sin intermisión, como cae una lluvia de granizos, el infortunado a quien sorprenden se siente solo recogido a su pesar. El último gramo vence el lomo del último camello, y cuando el peso de ése último lo tenemos sobre nosotros, ¡qué tiene de extraño que por algún tiempo nos sintamos desfallecidos y próximos a exhalar el postrimer suspiro!

Este mal puede sobrevenimos en ocasiones en que no sabemos por qué, y entonces nos es mucho más difícil sobreponernos a él. Contra un abatimiento inmotivado no puede razonarse, ni pudo alguna vez el arpa de David tocar armoniosamente a pesar de los más convincentes argumentos. Esto mismo sucede cuando se lucha contra lo vago, contra lo indefinido que entristece y oprime el corazón. No inspira lástima el que se halla en este caso, porque parece acto irracional y aun pecaminoso, mostrarse abatido sin causa manifiesta; y sin embargo, el hombre se siente postrado hasta en lo más recóndito de su alma. Si los que se ríen de semejante melancolía la experimentaran durante una hora siquiera, puede asegurarse que su risa se trocaría en compasión. Con fuerza de voluntad se podría quizá sacudir ese marasmo, pero ¿cómo podemos esperar que la tenga un hombre que está careciendo de ella? El médico y el teólogo pueden reunir su respectiva pericia en tales casos, y ambos hallarán llenas sus manos, y mucho más que llenas. El cerrojo de hierro que tan misteriosamente cierra la puerta de la esperanza y guarda nuestros espíritus en tan lóbrega prisión, necesita una mano celestial que lo descorra; y cuando esa mano se ve, clamamos con el apóstol: «Bendito sea el Dios y Padre del Señor Jesucristo, el Padre de misericordias, y el Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquiera angustia, con la consolación con que nosotros somos consolados de Dios» (2 Cor. 1:3, 4).

Sólo el Dios de todo consuelo es quien puede

Un dulce remedio dar

Al corazón afligido

Y próximo a desmayar,

Para que éste pueda echar

Sus congojas al olvido.

Simón se hunde hasta que Jesús le toma de la mano. El espíritu maligno tortura sin piedad al pobre niño, hasta que la palabra autoritativa le ordena que salga de él. Cuando nos sentimos acometidos por horribles temores y encorvados bajo el peso de una Intolerable pesadilla, no necesitamos sino que el Sol de Justicia se levante para que los males que surgen de las negras tinieblas se disipen; y ninguna otra cosa hará salir al alma de su pesado sopor. Timoteo Rogers, y Simón Brown compositor de algunos himnos de una hermosura notable, tuvieron ocasión de probar en si mismos cuán Inútil es el auxilio ministrado por el hombre sí el Señor retira al alma su luz.

Si se quisiera averiguar la razón que hay para que el Valle de las sombras de Muerte deba ser tan a menudo recorrido por los siervos del Rey Jesús, no sería difícil dar con la respuesta. Todo esto reconoce por causa la manera de obrar del Señor, la cual puede resumirse en estas cuantas palabras: «No con ejército, ni con fuerza sino con ml Espíritu, ha dicho el Señor de los Ejércitos.» Tienen que usarse instrumentos, pero su debilidad intrínseca se pondrá de manifiesto con toda claridad: no puede dividirse la gloria, ni menoscabarse en nada el honor debido al Gran Artífice. El hombre debe estar vacío de sí mismo, para ser después lleno del Espíritu Santo. En su propio concepto será como una hoja seca arrebatada por un viento tempestuoso, y en seguida sentiráse como guarecido por un muro de acero para hacer frente a los enemigos de la verdad..Que el obrero no dé cabida al orgullo, es la gran dificultad. Un buen éxito no interrumpido y la satisfacción natural que eso produce, si no tuvieran sus paréntesis, serian cosas que nuestras débiles cabezas no podrían por mucho tiempo aguantar. Nuestro vino necesita estar mezclado con agua para no entorpecer nuestro cerebro. Abrigo pues la creencia de que aquellos a quienes su Señor honra públicamente, tienen por lo general que sufrir secretas contrariedades o que llevar alguna cruz especial, para que de esa manera no se exalten a si mismos demasiado y caigan en las redes que tiende Satanás. A cada momento el Señor llama a Ezequiel «¡hijo del hombre!» En medio de su elevación a puestos altamente honoríficos, y precisamente cuando le sobraban motivos para recrearse en su gloria, las palabras «hijo del hombre» caían en sus oídos, quitando a su corazón el encanijamiento que podrían haberle causado las distinciones que se le habían concedido. Mensajes de esa clase, humillantes pero provechosos, son los que nuestros descaecimientos murmuran en nuestro oído, diciéndonos de un modo que no deja lugar a duda alguna, que no somos más que hombres frágiles, débiles y expuestos a ceder a cualquiera tentación.

Dios es glorificado por todas estas postraciones de sus siervos, porque no pueden menos que magnificarle cuando de nuevo se yerguen, y hasta cuando estando postrados en el polvo, su fe los estimula a tributarle alabanzas. Hablan entonces con mayor mansedumbre de su fe, y con más firmeza sienten establecido su amor. Hombres maduros de esta clase, como lo son algunos antiguos predicadores, apenas podrían hallarse si no fuera porque han sido vaciados de vaso en vaso, e inducidos a ver su propia vaciedad y la vanidad de todo lo que los rodea. Gloria sea dada a Dios por el horno, la lima y el martillo. En el cielo estaremos tanto mas llenos de goces, cuanto mayores hayan sido las aflicciones que aquí nos hayan llenado; y la tierra estará mejor cultivada, si aprendemos a labrarla en la dura escuela de la adversidad.

La sabiduría nos enseña que no debemos desmayar por sentir el alma conturbada. Que eso pues, no nos sorprenda, sino veámoslo como parte de la experiencia ordinaria del ministro. Si la postración que sintiereis fuese extraordinaria, creed aun así, que os veréis en tal estado por vuestro propio bien. No perdáis nunca vuestra confianza, porque a ésta se le han ofrecido grandes recompensas. Aun cuando el pie del enemigo se halle sobre vuestra cerviz, esperad levantaros y derribarle. Echad la carga del presente juntamente con el pecado del pasado y el temor del futuro, sobre el Señor que no abandona a sus santos. Vivid con el día, mejor dicho, con la hora. No os atengáis a los marcos de los cuadros ni a los sentimientos. Vale más un grano de fe, que una tonelada de estímulos. Confiad únicamente en Dios, y no en los débiles auxilios que presta la humanidad. No os sorprendáis cuando vuestros amigos deserten de vosotros, que este es un mundo falaz. Nunca contéis con la Inmutabilidad del hombre, al contrario, contad con su inconstancia para que no al palparía tengáis que contrariaros. Los discípulos de Jesús le abandonaron: no os sorprendáis si vuestros adherentes os dejan para seguir a otros maestros. Así como no eran vuestro todo, cuando estaban con vosotros, así tampoco no todo se Irá de vosotros cuando ellos os abandonen. Servid a Dios con todas vuestras potencias mientras la vela da luz, y cuando ésta se apague o se extinga por una temporada, tendréis menos que sentir. Estad contentos con ser nada porque eso es lo que sois. Cuando penosamente se os imponga en vuestra conciencia el sentimiento de vuestra propia vaciedad, reprochaos haberos imaginado alguna vez llenos de algo que no haya sido el Señor. Atesorad con gratitud las dádivas con que se os quiera agraciar, pero no esperéis sino hasta el fin del camino que tenéis que recorrer, que se os agracie con la dádiva mayor. Continuad con doble empeño sirviendo a vuestro Señor, cuando no tengáis visibles resultados. Un individuo cualquiera, por simple que sea puede seguir un sendero angosto si se halla éste iluminado; pero solamente la fe puede ponernos en aptitud de transitar por él en la oscuridad con infalible exactitud, porque nos pone la mano en la mano del Gran Gula. Entre la tierra y el cielo puede haber un camino escabroso y es fácil que suframos tiempos tempestuosos, pero todo está provisto por el Señor que ha hecho un pacto con nosotros. No nos desviemos en nada del camino que el mandato divino nos señala. Sea cual fuere la situación en que nos hallemos, el púlpito es nuestra atalaya y el ministerio nuestra guerra; y aun cuando no podamos contemplar la faz de nuestro Dios, confiemos siempre en él escudados bajo la santa sombra de sus alas.

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