E1 mero pensamiento de que Dios hubiera ensalzado con poder y majestad, hasta los cielos, al que habían matado del modo más ignominioso posible, les dejó aplastados. La noticia que para ellos como si una espada les atravesara hasta los huesos. Llenos de indignación, consultaron cómo podrían acabar con los que tan mala noticia les habían traído.
Muy distinta fue la impresión que produjo el hecho en los apóstoles. Amigos de Jesús y testigos de su majestad, quedaron llenos de la mayor intrepidez y consolación al tener la seguridad de que, aquel que vieron sepultado, había resucitado y ascendido y estaba sentado a la diestra de Dios el Padre. El que había vencido a la muerte y abierto las puertas del cielo, podría seguramente cuidarse de los suyos, y de consiguiente acometieron con gozo y valor a los enemigos en sus trincheras.
No había por qué temblar, ¿quién les podría dañar? No se avergonzaron: no había de qué avergonzarse, puesto que su causa iba triunfando. No temían: no había por qué temer, porque el nombre que es sobre todo nombre en el cielo, en la tierra y en el infierno les protegería, seguramente, de todo peligro. Lo que para los magistrados era causa de desaliento, para los apóstoles era causa de gozo y aliento.
Ahora bien, permítaseme preguntar a todos: ¿qué impresión produce en vosotros el ensalzamiento de Cristo? ¿Qué pensáis de Jesús? Faltándome el tiempo para dirigirme a todos los que componen esta congregación, me limitaré a los que no tienen paz con Dios y les presentaré al Señor, ascendido a la gloria, para que, en él, hallen la salvación.
Tal ha de ser mi propósito: procuraré buscar las almas ansiosas de ser salvas esta mañana. Con la ayuda del Espíritu Santo, les animaré y guiaré, de suerte que, si posible fuese, sea ésta la última mañana en que busquen la salvación y la primera en que la hallen, y conozcan cuán bueno es Cristo para los que se entregan a él y cuán preciosa es su salvación para los que por fe la reciben.
Mucho me gozaría esta mañana, si se hiciera caso del Evangelio, pues muchos oyen, pero no prestan atención. Muchos tienen oídos para oír, pero no oyen verdaderamente. Las palabras hieren el oído, pero no penetra en el corazón, porque no escuchan sinceramente y con seriedad.
Miles de oyentes se parecen a los espectadores que, desde las galerías, miran a los comensales de un banquete, sin probar nunca bocado de la comida. Para ellos, no hay manjares que probar: sólo contemplan los becerros engordados y el contento de los comensales. A veces se les hace la boca agua y casi envidian a los que participan de la espléndida fiesta; pero no se buscan un asiento en las mesas llenas: permanecen siempre en actitud expectante.
Pido esta mañana, y quiera Dios atender al deseo de mi alma, que todos seáis participantes de la gracia inmensa, revelada en Cristo Jesús, ahora mismo. Los que os habéis alimentado ya, alimentaos de nuevo, conforme veáis el banquete preparado en Cristo Jesús; y que los que nunca os habéis atrevido «probar y ver que el Señor es bueno», acercaos a las riquezas de su amor esta mañana y comed del pan de vida, hasta que quedéis saciados. Mi deseo es ver el acabamiento de vuestros meros deseos y propósitos para poderme regocijar en los comienzos de una fe positiva y una salvación realizada. Aceptad el Evangelio ahora, y fuera habladurías y tardanzas. Deseo veros salvos, y salvos en seguida, pues de lo contrario, tal vez nunca lo seréis.
Tú que buscas la salvación, bien sabes que si has de salvarte, tu salvación se ha de verificar por Jesucristo. «No hay otro nombre debajo del cielo dado a los hombres en que podemos ser salvos.» Sabes esto, es verdad. Se trata, pues, de conseguir la salvación en este nombre y de apoderarse de Cristo, de tal suerte que lo que en él se atesora, llegue a ser propiedad tuya. Que te bendiga el Espíritu del Señor en estos momentos, de manera que al explicar el texto, seas llevado a la salvación positiva por la fe en Cristo Jesús.
Primero, pues, os invito a NOTAR SUS TÍTULOS y aprender su significado.
Se llama: Príncipe y Salvador. Es preciso conocer al Salvador, sin lo cual no podéis ser salvos. Es de gran importancia comprender la naturaleza y carácter del que Dios ha destinado a ser la salvación única de la humanidad culpable. Aquí se nos presenta al Señor Jesús bajo dos nombres muy instructivos que comprenden la mayor parte de sus atributos y oficios. Contempladle ahora con profundo respeto y atención.
En primer término se llama: Príncipe. Esto nos enseña que ahora está recibiendo los honores debidos a sus sufrimientos en la tierra. Estando aquí fue tratado como el peor criminal por su insubordinado pueblo. ¡Cuántos regalos trajo de sus viajes en el extranjero el príncipe de Gales! Pero ¿qué trajo el Príncipe de Gloria, de la visita a sus dominios terrestres, más que llagas y heridas? «Vino a lo suyo y los suyos no le recibieron.» La deshonra y el desprecio se han acabado ya, y allá en la gloria el Señor Jesús es proclamado Príncipe, reverenciado, obedecido y honrado. Todos los ángeles del cielo se deleitan, cantando: «¡Tú, oh, Cristo, eres el Rey de Gloria!» Los poderes y potentados supremos del reino espiritual, se inclinan delante de él, saludándole gustosamente, cual Señor de señores, eternamente bendito.
Su dominio se extiende sobre la creación entera. Todo está sometido a sus pies. Él es el Rey de los reyes de la tierra, el Señor de todo. Pues, alma angustiada, piensa en él, colocado en tal estado de honor. Piensa en él, como a digno de todo el homenaje y reverencia que seas capaz de rendirle. No acudas a su trono sin seriedad y especial reverencia, porque si bien es benigno y condescendiente, es un Príncipe a quien se deben honores y acatamiento.
El título de «Príncipe», tratándose de Cristo, no indica meramente honor, sino poder real y verdadero. No tiene un principado que lo sea sólo de nombre: es tan positiva su potencia como su gloria. Se le ha entregado el reino de Mediador, que comprende «toda potestad en el cielo y en la tierra», de modo que con justicia se le llama «el bendito y solo Potentado.»
«De la nada se alzaron a tu acento
Mil mundos, publicando en su carrera
La potencia y sabio pensamiento
Con que gobiernas la creación entera.»
¿No había dicho ya el profeta en otro tiempo: «El principado es sobre su hombro, y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz?» Es el Príncipe de la casa de David: «abre y nadie cierra, cierra y nadie abre». E1 poder de Cristo no conoce límite. Si buscas la salvación, acuérdate que es Omnipotente y no te olvides de que su potencia se emplea en la salvación de los que confían en él.
Ha sido «ensalzado por Príncipe para dar arrepentimiento y remisión de pecados», de suerte que toda aquella potencia que descubres en él, se pueda ahora emplear en tu salvación. ¿Note anima esta circunstancia? ¿No aleja esto de ti aquellas dudas que te inspira tu propia debilidad? Mi deseo es que por el Espíritu Santo llegues a pensaren el Señor glorificado con la reverencia debida y acudir a él con la confianza que requiere su potencia.
Acuérdate también que la palabra Príncipe, indica una persona que ejerce dominio y que si hoy aceptas a Cristo, es necesario que le permitas tener dominio sobre tu ser. Ha de reinar. Requiere señorío sobre los que quieren ser salvos por su mediación. Y, ¿acaso no es justa esta condición? ¿A quién serviremos, sino al Señor que se hizo siervo por nosotros? Así ha de ser; y si no, la salvación es imposible, puesto que los que sirven al pecado no son salvos, ni pueden serlo, mientras no sean conducidos al servicio del Cristo de Dios. «Preciso es tenerlo presente, y de ello no se queje nadie, que donde Jesús se presenta para salvar, se sienta para reinar y tener el dominio absoluto: ha de morir el pecado y acabar la rebeldía.»
Es menester que aceptes a Jesús, como a caudillo y capitán; si no, jamás ganarás la batalla de la vida. Preciso es que voluntariamente te sometas a su voluntad; si no, jamás se desposará con tu alma. Su dominio es suave y amoroso, de manera que, como dice el profeta: «Nunca más me llamarás Baali», es decir «mi Señor», con la idea de dominio despótico; sino Ishi, es decir «marido mío», porque soy tu marido legítimo. Así Jesús es nuestro jefe y Señor, pero su gobierno es un gobierno de amor supremo. Ha de haber obediencia a Jesús, donde hay fe en él, porque la fe verdadera produce la obediencia por el amor. ¿Estás dispuesto a prestársela?
Así, pues, está coronado de gloria y revestido de poder nuestro Príncipe, y con justicia exige y ejerce dominio sobre los suyos. Te suplico, querido amigo, que ahora mismo le rindas homenaje como a Príncipe.
El segundo título es: Salvador, y este nombre a mi ver, debe constituir un gran deleite para todo aquel que busca la salvación de su alma. Luchando para salir de las tinieblas y apreciando cada rayo de esperanza que se ofrece, debes hallar gozo en el hecho de que, si bien el Hijo de Dios, a toda luz, es un Príncipe, no es menos cierto que todavía es un Salvador.
Nótese bien aquí la continuación de su amor. Salvador era cuando aquí estaba. Salvador es ahora que se halla sentado en su trono. Estando aquí decía: «El hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar a lo que se había perdido»; y fuera de aquí nos hace saber que: «Puede también salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.» No ha suspendido su bendita obra de amor. «Es el Salvador del cuerpo.»
Salvador era cuando llevaba la «túnica sin costura», y andaba fatigado por los caminos de Palestina. Salvador es ahora que se halla sentado en el trono, «ceñido por los pechos de la cinta de oro.» Salvador será en su segunda venida que esperamos en la «gloriosa manifestación de nuestro Dios y Salvador». Salvador era cuando lloraba sobre Jerusalén. Salvador es todavía que tiene «ojos como llama de fuego», y Salvador será para sus redimidos antes de que huya de su presencia este mundo. Contémplale bajo este punto de vista.
Oh, vosotros que le buscáis, acordaos de que el Señor ensalzado es Salvador en virtud de la preponderancia de la obra que consumó en la tierra. Permaneciendo aún aquí, podría salvar, pero no era completa la obra, hasta haber exclamado: «¡Consumado es!» La obra redentora está ya verificada y la obra de salvar es cosa sencilla para él. Nunca merecía tan bien el nombre de Salvador, como cuando ascendía al trono. Todo el precio del rescate está pagado, y ahora, oh Jesús, eres Salvador en verdad. La cabeza de la serpiente ha sido quebrantada por tu calcañal. Salvador eres en justicia. Las puertas del sepulcro han cedido, la muerte ha perdido su presa y la inmortalidad ha sido llevada a la luz. Oh Jesús, en adelante serás Salvador eternamente.
«Por tu agonía y sudor de sangre, por tu cruz y pasión, por tu penosa muerte y entierro» has acabado la obra de la redención, y ahora se regocijarán nuestros espíritus en Dios nuestro Salvador. Pido que los que le buscáis, tengáis la gracia de conocerle hoy como es, un Salvador que persevera en la obra de salvar almas, pero solamente mediante la redención que realizó por su muerte. Contempladle, «todos los términos de la tierra», como a Salvador, porque lo es, y fuera de él no hay otro.
Recuérdese también que el hecho de ser Salvador, demuestra cuán fácil de acceso es Cristo para las almas atribuladas. Puede infundir temor el acudir a un Príncipe, pero esperanza el acudir a un Salvador. Oh, tú que deseas la libertad del pecado, ¿temes al Príncipe? Con razón lo haces, porque te podría castigar. Mas, no abrigues temor ninguno, porque el Salvador te perdonará. Enfermo de la lepra del pecado, te sientes indigno de presentarte en la presencia de un Príncipe. Mas, acuérdate que Cristo es tanto Médico como Príncipe. Acude, pues, en espíritu a su trono, desde donde por su mirada o por el tacto de su mano quedes completamente sano.
Desearía poder dibujaros de tal manera al Señor que todos quedaseis encantados del mismo. Mas, por cierto, le creo tan admirable que, con tal que os comunique alguna idea de su persona, quedaréis enamorados, si es que amáis lo que es bueno y agradable. Mientras procuro pintároslo, me temo que sólo le coloco en la sombra; pero siendo él la luz del sol, puede romper las tinieblas de mi palabra y manifestarse a vuestras almas en todo su esplendor.
«Príncipe y Salvador.» Supongamos que junto las palabras y digo: Príncipe-Salvador, es decir, uno que obra como Señor y Rey respecto a la salvación que ofrece, sin andar en mezquindades, dándonos de su plenitud gracia por gracia. Volvamos los títulos al revés, llamándole Salvador-Príncipe, y ciertamente hemos acertado, porque consiste su gloria en salvar, siendo su reinado, poder y dominio dedicado plenamente a la obra de salvar a su pueblo de la perdición. «Príncipe y Salvador» He aquí el Cristo, al cual debéis acudir, los que deseáis la salvación del pecado. Miradle y sed salvos.
I
ACERCAOS, PUES, A CRISTO, BAJO ESTAS DOS CATEGORÍAS.
Quisiera penetrar hasta el fondo del corazón de los que buscan al Señor, al insistir en que se acerquen a Jesús como a Príncipe. «Y ¿cómo lo haremos?» diréis. Contesto: Acudid en seguida confesando contritos vuestras rebeliones pasadas. Vosotros, los no convertidos, habéis vivido, quién sabe cuántos años, sin rendir el homenaje debido a Cristo. En algo le habéis conocido, pero no le habéis obedecido. Hasta este momento habéis resistido su amor, diciendo: «Rompamos sus coyundas, y echemos de nosotros sus cuerdas» (Salmo 2:3). Confesadlo avergonzados, porque gran miseria es no haberse dejado conquistar por un amor como el de Cristo. Gran pecado es no estimar un carácter sin igual, como el que brilla en la persona del Hijo de Dios; y manifiesta gran dureza de corazón, embotamiento intelectual, preocupación moral e ignorancia, el no hacerse inmediatamente súbdito voluntario de Cristo. Todo el tiempo habéis estado diciendo: «No queremos que éste reine sobre nosotros.» ¡Ojalá que el Espíritu apacible del Señor os hiciera ver la locura y el pecado de tal conducta! Confesadlo con lágrimas en vuestros ojos, y obedeced el mandato del Salmista, «besando al Hijo, porque no se enoje».
Habiendo confesado las culpas pasadas al Príncipe, os exhorto a que aceptéis sus planes trascendentales y os sometáis a su gobierno. Es príncipe, y por lo mismo, entregaos a él y a su régimen. ¿Sabéis cuál es el objeto de su gobierno? Pues, es el de haceros amar a Dios y llegar a ser semejantes a Dios. Sois creados, y por consiguiente, lanzados en el mar de la existencia. Este hecho no lo podéis remediar ni cambiar. Se os ha dado el ser y no lo podéis aniquilar. ¿Cómo llegará vuestra existencia a ser una bendición eterna y removido el peligro de ser una maldición sin fin?
La contestación es bien sencilla: si os halláis en armonía con el Creador, estáis en armonía con todo; si estáis reconciliados con él, seréis felices ahora y eternamente. Pero es imposible el concierto con el Creador hasta que las culpas cometidas sean perdonadas, el pecado abandonado y aniquilado en vosotros el amor al mal, el amor a todo cuanto es contrario a su pureza y santidad.
Ahora bien, para este fin viene Jesús: precisamente para deshacer en vosotros todo cuanto sea contrario a la mente del Señor; viene para haceros santos, sí, perfectos. ¿Queréis entregaros, para que realice este bendito propósito en vosotros? ¿Estáis dispuestos a obedecer los preceptos mediante los cuales su Espíritu os santificará eternamente, espíritu, alma y cuerpo?
Él puede salvar del pecado. Se llama Jesús, «porque salvará a su pueblo de su pecado». ¿Queréis ser salvos del pecado? En cierta ocasión preguntó Jesús a un hombre: ¿Quieres que te sane? Tal es, querido amigo, la pregunta que Jesús te dirige hoy. Estarías contento de ser salvo del infierno; pero no se trata de esto ahora: ¿deseas ser salvo de lo que produjo la existencia del infierno, salvo de lo que constituye el combustible del fuego que no se apaga, salvo de los dientes del gusano que no muere, a saber el amor a la iniquidad, el amor al pecado? Cristo, como a Salvador, puede salvar del pecado y trasladarte al reino de justicia, cuyo Príncipe es él. ¿Estás dispuesto a ponerte a su disposición para que lo haga?
Dado el caso de que te acercaras de este modo al Señor Jesús, diría luego que, siendo él Príncipe, debes someterte del todo. Cristo exige de ti, si eres salvo, y pues que esto es por su redención, que en adelante seas propiedad suya. Si te ha redimido, le perteneces: en adelante, no eres tuyo; te ha «comprado por precio». Consecuencia inevitable de ser redimido de la muerte y del infierno por la sangre de Cristo es que pertenezcas a Cristo para siempre jamás.
Ah, ¿podrás dirigir la vista al cielo y decir: «Si él me quiere, con gusto seré suyo»? ¿Puedes, con la ayuda del Espíritu de Dios, hacerle la entrega del cuerpo y del alma, cual sacrificio vivo esta mañana? ¿Quieres entregarle ahora mismo, todo cuanto posees? ¿Podrás colocarte al pie de la cruz, diciendo:
«Mi espíritu, alma y cuerpo,
Mi ser, mi vida entera
Cual viva, santa ofrenda,
Entrego a ti, mi Dios»?
Él te lo pide. ¿Lo harás, oh alma ansiosa, lo harás? Pues, si así lo haces, Cristo será para ti, en realidad, Príncipe y Salvador.
Una vez realizado esto, de suerte que Jesús sea tu Señor, ríndele amoroso y leal homenaje como a Príncipe. Contémplale en la gloria donde todos los ángeles «echan sus coronas delante de su trono», mientras que los ancianos le adoran con sus copas de oro, llenas de perfumes agradables.
Si Cristo ha de ser tu Salvador, es preciso que le admitas como a Príncipe y que le tengas un afecto leal, profundo y verdadero. ¿Acaso es esto pedir demasiado? En cuanto a mí, confieso que la dicha de mi vida consiste en ser súbdito y siervo del Rey Jesús.
El nombre de la reina conmueve el corazón del soldado británico, y con frecuencia pensando en su Soberano y en la patria, ha sacrificado la vida voluntariamente; pero el amor de Jesús es una pasión muchísimo más intensa, y la lealtad de un buen soldado de Jesucristo es un poder más fuerte que la lealtad que se profesa a cualquier príncipe de la tierra.
Tal afecto es menester que tengas. ¿Ves cuán necesario es tenerlo? Hacia una persona como Cristo, podemos sentirnos orgullosos de alimentar un amor que no apaguen muchas aguas, un amor más fuerte que la muerte.
Acércate, pues, a él, con un corazón amoroso, o al menos entrégale tu corazón pidiéndole que lo llene de amor.
Por otra parte, es preciso acercarse a Cristo, teniéndole por Salvador. No te opongas vanamente a ello. He conocido a algunos que voluntariamente han admitido a Cristo, cual modelo y maestro, reconociéndole en algo, cual Príncipe; pero no quieren humillarse hasta el punto de confesar que le necesiten cual Salvador. Mas tienes que aceptar a Jesús como Salvador y Príncipe, so pena de perderte para siempre.
Exhorto amorosamente al pecador, que busca la salvación en este momento, que acuda a Cristo Jesús, confesando su necesidad de un Salvador. Contempla tu pecado, recorre la vida pasada y reconoce todas tus transgresiones. ¿No te avergüenzas? ¿No tienes miedo de presentarte ante el tribunal divino para responder hasta por cada palabra vana que has pronunciado? ¿No te hace temblar la conciencia? Bien, acude al Salvador y cuéntaselo todo. Ábrele tu corazón, reconoce tu culpa y la justa condenación, a no ser que él te consiga el perdón. ¿Lo estás haciendo en este momento? ¡A la obra!, como antes he dicho. Confiesa de corazón tu culpa ahora mismo, mientras estamos hablando.
Hecho lo cual, ya que Cristo es el Salvador, cree que tiene poder para salvarte. Habiendo gustado la cruel muerte de la cruz, sufriendo el rigor divino de la manera más espantosa en el Calvario, debe haber en esas cinco llagas poder suficiente para matar todo linaje de pecado. ¡Oh, sangre carmesí, debes tener virtud bastante para limpiar el pecado, aunque fuese rojo como el carmesí! Así es.
El que murió en la cruz, es Dios, como hombre perfecto, y un sacrificio, como el que hizo de sí mismo, debe tener potencia y eficacia infinitas para alejar todo pecado de nosotros. Créelo, y habiéndolo creído, comprende también que te debes someter del todo a su plan de salvación. El tiene facultad para salvarte, pero lo hace de un modo propiamente suyo. No te salvará del modo que tú quieras, sino del modo que él quiere. Y su modo de salvar consiste en hacerte sentir el dolor y amargura del pecado, para que lo odies, e infundirte repugnancia al mismo y así hacerte volver las espaldas al pecado para siempre. Tal es su manera de salvar. ¿Quieres ser salvo de este modo? ¿Puedes despedirte esta mañana del pecado que por tanto tiempo has amado? ¿Hay todavía para ti algún atractivo en las personas de mala vida, con las cuales has malgastado la hacienda de tu Padre? ¿Conservas aún amor a «la provincia apartada», o puedes despedirte para siempre de sus ciudadanos? ¿Te cautivan los puercos? ¿Te gustan las algarrobas que comen, de suerte que rehúsas acudir a Cristo, cuando ofrece librarte de esos placeres inmundos y deleites corruptores? Puedes decir: «No me detengo más aquí; esto es Sodoma y pronto descenderá el fuego del cielo; me es preciso escapar por la vida y no mirar atrás; lo debo hacer y lo hago, porque Jesús me toma por la mano y me lleva adelante.»
Si lo has hecho ya seriamente y quieres divorciarte por completo del pecado, de manera que no haya más relaciones amorosas entre ti y la maldad; si así es, te digo que todo cuanto te resta es confiar en el Salvador. Descansa con toda tu carga en él: deja repasar todo tu ser en él. Ya ves cuánto le necesitas, ya ves su poder para salvarte y comprendes qué quiere decir el ser salvo, es decir, el ser libertado del poder del pecado. Ahora bien, ¿quieres creer también y esperar de él que te purifique? Si así lo crees, has acudido a Cristo, aceptándole como a Príncipe y Salvador. Y él ha dicho: «El que a mí viene, no le echo fuera»… no, ni quiere ni puede echarte fuera.
Acercarse a Cristo del modo indicado, es cosa que debe hacerse ahora mismo donde nos hallamos. No hay necesidad de ir a otra parte, ni esperar un momento para hacerlo. Mientras todavía permaneces sentado aquí, puede el Espíritu de Dios hacerte acudir a Cristo para aceptarle como a Príncipe y Salvador.
Os declaro la verdad de una manera muy sencilla. Apenas me he valido de una figura retórica ni de ornamento oratorio alguno. He procurado explicaros el camino de la salvación con toda sencillez. Y habiéndolo hecho así, no me resta hacer otra cosa que preguntaros con seriedad: ¿Queréis o no aceptar a este Príncipe y Salvador? ¡Que el Espíritu del Señor os persuada a contestar afirmativamente!
II
En tercer lugar, nos fijaremos en Los DONES DEL SEÑOR JESÚS.
Fue ensalzado con la diestra de Dios «para dar arrepentimiento y remisión de pecados». Ahora bien, querido oyente, si esta mañana te sientes abrumado bajo el peso de tu pecado, te suplico que te fijes bien en este versículo bendito, porque contiene la miel que suavizará las amarguras de tu alma. Me parece haberte oído decir: «Bien quiero yo tener a Cristo por Príncipe y Salvador. Bien quiero, pero mi corazón duro, mi voluntad rebelde, ¿qué haré con ellos? Escucha pues: Fue ensalzado para dar arrepentimiento. Esto no significa dar lugar al arrepentimiento, como piensan algunos. No tenemos derecho de añadir palabras a las Escrituras. Tampoco quiere decir hacer el arrepentimiento aceptable. Mirando al texto, no hallamos vestigio ninguno de tales cosas en él. Pero el significado es: dar el arrepentimiento, el mismo arrepentimiento, el cual es tanto un don del Salvador ensalzado, corno el perdón que le acompaña.
¿Qué es el arrepentimiento? Fijándonos en el significado de la palabra, el arrepentimiento es cambio de mente, pero se trata aquí de un cambio de mente muy maravilloso. Él puede concederte tal cambio de mente respecto al pasado, que las cosas que antes te agradaban, te disgusten; las que te encantaban, te fastidien; las que amabas, odies, y las que deseabas, aborrezcas. Tal es su dádiva a sus escogidos: «Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne. Os daré corazón nuevo y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros.» ¡Qué cambio de mente tan maravilloso en orden a lo pasado!
Pero también puede Cristo cambiar tu mente, respecto al presente y al futuro, de suerte que, en lugar de buscar los placeres del presente, halles deleite ya por la fe en la gloria venidera. ¿Me comprendes? Encontrarás placer suficiente, pensando en los placeres eternos que te aguardan a la derecha de Dios. Jesús te salvará de esa vida bestial que no tiene un momento de previsión, sino se contenta con los pastos que halla al paso, yendo al mismo matadero sin darse cuenta de la perdición en que se precipita. Jesús puede salvarte de esa vida del irracional y hacerte penetrar el futuro y eterno, con la vista del sabio. Te puede infundir una buena esperanza e inspirarte planes, dignos de la eternidad que te aguarda. Cristo te puede cambiar la mente de tal manera que te parezcan nuevas todas las cosas del mundo y tú mismo el más transformado de todas.
El arrepentimiento implica necesariamente dolor por haber pecado y te lo puede inspirar el Salvador, por su Espíritu. Él puede penetrar tu alma con las saetas agudas del convencimiento, hasta que llore de pena, a causa del pecado, tu corazón. También puede infundirte arrepentimiento de un modo más suave, ablandando tu corazón por la sonrisa de su amor. Te puede hacer cantar:
«Ya vencido por tu gracia,
Hoy me rindo a ti, Jesús;
Redimido por tu sangre,
Soy trofeo de tu cruz.»
Él puede despertar deseos de santidad en tu alma y aborrecimiento a todo camino de falsedad. Puede librarte, tanto de la malicia del corazón, como de la culpa de la vida. Puede cambiarte tanto en persona veraz y justa, en cuanto a la conducta, como en santificada y pura, en cuanto al alma.
Cristo está ensalzado, para dar todo cuanto comprende la palabra «arrepentimiento». Ahora bien, si nadie consigue el arrepentimiento, en vano ha sido ensalzado Cristo. Pero Cristo no ha sido ensalzado en vano, y de consiguiente a alguien debe conceder el arrepentimiento. Y ¿por qué no te lo ha de conceder a ti? Tú lo necesitas: es duro como piedra tu corazón y frío como el hielo. Y necesitándolo ¿por qué no ha de dártelo? ¿A quién suele darse la limosna, sino al necesitado? ¿Acaso no distribuyen los prudentes sus dádivas entre los que las necesitan? Si las quieres, has de aceptarlas. El arrepentimiento no brotará de tu corazón corrompido, pero el Príncipe y Salvador puede crearlo en ti. Acude a él, para que te lo conceda. Acércate a Cristo Jesús y sin dinero y sin precio te lo concederá, tanto la fe verdadera como el verdadero arrepentimiento.
Predico aquí a Cristo no solamente a los pecadores arrepentidos sino también a los no arrepentidos. ¡Que se hienda la peña con esta vara! Sí; la cruz puede hacer que broten aguas de arrepentimiento de los corazones de piedra. ¡Que el fuego sagrado del Evangelio derrita los corazones endurecidos! Sí; el fuego del amor de Jesús es capaz de hender el hierro y el acero de la obstinación e impenitencia. Ha sido ensalzado para dar arrepentimiento; y por tanto acudid a él, oh pecadores, para que lo experimentéis.
Añádese luego: «para dar… remisión de pecados». Muy gloriosa es esta remisión que concede Jesús. Te suplico, alma ansiosa, que tengas presente cada palabra que diré sobre este particular. Él puede otorgarte indulto y remisión de todos los pecados. Si te perdona tus culpas todas, quedarán anuladas como si nunca las hubieras cometido. Hará una obra radical de ellas, limpiándote de todo vestigio de pecado, de suerte que en el libro de Dios, ni siquiera quedará recuerdo molesto de haber sido pecador.
Tan poderosa es la sangre de la redención que, debido a ella, consigue el hombre perdón de toda clase de pecados y transgresiones. Los pecados cometidos contra el santo Dios, pecados contra el amor y sangre de Cristo, pecados contra la conciencia, pecados contra el Evangelio, pecados que has abrigado en tu ser desde la infancia, pecados de la edad madura, pecados de la vejez, pecados con circunstancias agravantes, pecados diabólicos, pecados infernales, todos, todos quedan remitidos, cuando diga el Señor: «Yo deshice, como a nube, tus rebeliones y como a niebla, tus pecados.» Jesús ha subido al cielo, precisamente para acordar un perdón tan completo a los arrepentidos.
Nótese ahora que el perdón completo implica la remisión también del castigo eterno. Al perdonado no se le castiga: para él no hay infierno, no hay gusano que no muere, ni fuego que no se apaga. Dios no puede perdonar primero y luego castigar. Si él aleja de ti las transgresiones, «cuánto está lejos el oriente del occidente», ¿quién te acusará? «¿Quién es el que te condenará?» ¿Y quién es el que te castigará?
Con el perdón del pecado, se restablecen también todos los privilegios. De todo cuanto Adán disfrutaba en el paraíso, disfrutarás tú; no precisamente de todo en este momento; pero, realmente, tanto y aun más te aguarda. Porque, para quien está revestido de la justicia de Cristo y se halla en él, no habrá tal vez, paraíso en la tierra; pero le aguarda arriba: no disfrutará de manzanas de oro del Edén terrestre, pero allá comerá del fruto del árbol de vida eternamente.
«Cuanto en el primer Adán perdimos,
Tanto y más por Cristo recibimos.»
El que cree en Cristo Jesús, vivirá bienaventurado y satisfecho de las bondades del Señor.
Y nota, además, que cuando tengas el perdón del pecado, quedará tranquila tu alma; pues, las agitaciones del espíritu se cambiarán en calma profunda, y «la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guardará tu corazón y tu entendimiento en Cristo Jesús». «¡Ah! Habrá quien diga: daría mis ojos por esa felicidad.» Lo tendrás sin dar los ojos. ¡Da el corazón! No, ni el corazón darás, como paga por tal felicidad: lo tendrás de balde, corro de balde se te ofrece. Jesús ha sido ensalzado para dar perdón gratuitamente a grandes transgresores. Vuelvo a esa afirmación: si Jesús ha sido ensalzado con el fin de dar el perdón y si no concede tal perdón a nadie, en vano ha sido ensalzado. Pero, como en ;’ano no ha sido ensalzado, debe dar perdón a alguien, y ¿por qué no te lo ha de conceder a ti?
El texto dice: «Para dar arrepentimiento a Israel.» ¿Quién y qué era Israel? El pueblo israelita, en los tiempos del Señor, era sin duda la gente más perversa, puesto que por ella fue clavado Cristo en la cruz. Eran israelitas los que gritaban: «¡Crucifícale, crucifícale!» Indica, pues, el texto, que Jesús fue ensalzado para dar arrepentimiento a los pecadores más grandes. Y si yo soy uno de ellos, y en lugar de culpar a los judíos o a los romanos, me acuso a mí mismo y me cargo con toda la culpa, diciendo:
«Sé que son mis transgresiones.
Quien te azota sin piedad:
Quien tu rostro abofetea
Es mi impune iniquidad;»
en este caso, manifestase Jesús cual ensalzado para darme arrepentimiento y reemisión de mis grandes pecados.
¿Será necesario que os pregunte si queréis estas dos dádivas? Oh, amigos, el que haya necesidad de forzaros a aceptar las misericordias del Señor, demuestra cuán profunda es la degeneración del corazón humano. Si el pecado no fuese una locura, sólo faltaría proclamar este bendito Evangelio, para que inmediatamente comenzarais a cantar: «Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, de1 que publica salud, del que dice a Sión: Tu Dios reina» como Príncipe y Salvador en los cielos. Más, en lugar de aceptar con gozo a mi Salvador, algunos de vosotros sentiréis fastidio, al oír mis exhortaciones y súplicas. Estoy íntimamente convencido de que, si bien el Maestro me permite anunciaros estas cosas, no las aceptaréis, a no ser que su amor os constriña. Podemos llevar el caballo al agua, pero no podemos hacerle beber: y podemos presentaros a Cristo, mas no podemos obligaros a aceptarle. Mi oración a Dios es que haya entre vosotros esta mañana quien se ablande y enternezca, porque «a vosotros es envidiada esta palabra de salvación».
Querido oyente, quizá es la vez primera que te hablo; feliz sería si al primer asalto conquistara tu alma para mi Maestro. O tal vez, me has oído muchas veces, de modo que mi voz te parece dura v seca. Siento que así haya de dañar el Evangelio; pero es tan bueno, que aun cuando tartamudease, debieras aceptarlo, diciendo: «Si has sido ensalzado para dar arrepentimiento y remisión, he aquí, Señor, mi corazón está abierto para que ahora mismo me los comuniques.»
Lo que dije respecto a los títulos, para que acudieras al Señor Jesús como a tal, os digo ahora en orden a sus dádivas: PÍDASELAS. Pídele ahora, en este momento. Repito que mi deseo es que llegues a decidirte y seas tanto hacedor como oidor de la palabra. Que el Espíritu Santo incline tu corazón a la obediencia positiva, mientras hable. Pide al Señor Jesús humildemente que te dé arrepentimiento y perdón en este mismo momento.
Tú no mereces estos dones. Si te abandona para que te pierdas, no hace más de lo que es justo. Él tendrá misericordia de quien tiene misericordia, y tendrá compasión de quien quiere tener compasión. Tú no tienes ningún derecho a su amor y no debes presentarte con tal pretensión. Tu corazón está endurecido y bien puede abandonarte a tu incredulidad: eres culpable, y justamente puede dejarte para que sufras el castigo merecido. Por consiguiente, pídele con humildad, sin pretensión a merecimiento ninguno; pero dirígete a su soberana gracia, diciendo:
«Yo soy pecador, ten de mí piedad,
Dame llanto de dolor y borra mi maldad.
Yo soy pecador, nada hay bueno en mí;
Ser objeto de tu amor, deseo, y vengo a ti.»
Pídele sin embargo con insistencia. No te presentes esta mañana al trono de la gracia con un corazón frío y espíritu ligero. Acude con esta resolución: «No dejaré la cruz hasta que el pecado me haya dejado a mi. Invocaré su gracia hasta que la tenga. Lucharé con insistencia diciéndole: «Permaneceré, Señor, en tu presencia hasta que me muestres toda tu clemencia.»
El ángel del Señor está cerca de nosotros esta mañana. Apodérate de él; tómale y si te parece que quiere huir, no le sueltes. Dile: «No te dejaré hasta que me bendigas, bendíceme ahora.»
Vendrá la bendición, si así sabes pedir: con humildad profunda, porque eres indigno; pero con ardorosa insistencia, porque te ves en terrible peligro y no puedes soportar el pensamiento de ir a la perdición.
Pero te suplico que pidas con fe, y esto es realmente el punto principal en este asunto. Pide la remisión del pecado y el arrepentimiento esta mañana, creyendo que Cristo te lo dará, y creyendo que tiene tanta voluntad como tiene poder para hacerlo.
Si puedes elevar la vista espiritual y contemplar los ojos de misericordia que lloraron por los pecadores; si puedes contemplar aquellas llagas aún abiertas para los transgresores arrepentidos como si fuesen otras tantas puertas del cielo; entonces comprenderás que Jesús todavía te está llamando y pidiendo que tengas confianza en él. No abrigues ni por un momento la idea de que no quiere perdonar. Tal sospecha sería demasiado absurda, ya que con su muerte ha dado pruebas de lo contrario.
Confía en él del todo, en él únicamente, sincera y absolutamente. Echa, de una vez, a un lado aquellas obras, plegarias y lágrimas en que antes has confiado. Desecha todo cuanto has hecho para salvarte a ti mismo.
El tejido de la justicia propia debe deshacerse: las hojas de higuera con que te cubres se secarán. La desnudez del pecado requiere mejor vestido. Tu esperanza única está en Aquel que ha sido constituido Príncipe y Salvador. Dile en este mismo momento:
«Tal como soy, sin una sola excusa
Porque tu sangre diste en mi provecho,
Porque me mandas que a tu seno vuele
¡Oh, Cordero de Dios!, acudo, vengo.»
Y, por último, pide ahora. No me rechaces esta mañana. Yo siento toda la seriedad del asunto, y tú tal vez no. Pero ¡ay!, es tu alma, no la mía que corre peligro. Te pido seriedad, oh hombre, y que la tengas ahora. Tal vez ésta es la última vez que oyes una exhortación: quizá éste es tu último domingo en la tierra, y ¿dónde irás a parar, si rechazas al Salvador? Donde no resuenan más las amonestaciones saludables del Evangelio y donde no te saludará más la voz de la misericordia.
Desengáñate: hay otro mundo. No morirás como un perro. Hay un juicio venidero, y has de presentarte delante de tu Hacedor para dar cuenta de toda tu vida. Hay un castigo eterno, como hay una recompensa eterna.
Ahora te pido y te encargo que te detengas hasta que hayas contestado a esta pregunta: ¿Habrá ganancia alguna en perder el alma, por mucho que te diera el mundo por ella?
Cuando las romanos querían negociar con un tirano del Oriente, le enviaron un embajador que había de volver con una contestación categórica: sí o no, guerra o paz. Y ¿qué crees que hizo el embajador? Viendo al rey, se inclinó, y con su vara hizo una raya en tierra alrededor del monarca, diciéndole: «Salir fuera de este círculo significa guerra con Roma; antes de salir de este círculo has de aceptar nuestras condiciones de paz, o si no, sabrás que Roma empleará todas sus fuerzas para combatirte. »
Yo hago semejante círculo alrededor de ti donde estás sentado en el banco o de pie en el pasillo, y te pido una contestación categórica. Pecador, ¿quieres ser salvo a no? Hoy es el tiempo aceptable, hoy es el día de salvación.
Oh, Espíritu Santo, inclina al pecador a pedir y se le dará, inclínale a creer y será salvo. Amén y amén.
***
ANÉCDOTAS ILUSTRATIVAS
El cura reo y el indulto
Esperando el tren en la estación del Norte de Barcelona, entablé conversación con un joven cura que iba, en calidad de peregrino, a la famosa Virgen de Montserrat. Si estos renglones llegan a las manos de dicho cura, no podrá negar que nuestro interesante diálogo fue, más o menos, como sigue:
SIN SALIDA
-¿Qué tal la religión en su provincia? ¿Acaso la gente allí también se vuelve incrédula y atea?-, le pregunté.
-Sí, señor, y por desgracia, el conflicto entre el clero…
-Y Vd., señor cura, ¿cree que hay un Dios?
-0h, sí, señor.
-¿Cree Vd. también que hay un cielo?
-Sí, señor.
-Y ¿cree Vd. que hay un infierno? -Sí, señor.
-Y pues que Vd. cree en Dios, en el cielo y en el infierno, dispense la pregunta: ¿cómo piensa Vd. lograr entrada en el cielo?
-HACIENDO BUENAS OBRAS, contestó llanamente y sin vacilar el cura.
¿Y cómo no? Para él, tal doctrina era palabra divina. Y tal vez tú mismo, querido lector, estás tan seguro como el cura de que esta doctrina es divina. Pero, volvamos a la conversación:
-Señor cura, ¿y ha *****plido Vd. siempre los mandamientos de Dios? ¿Siempre ha hecho Vd. buenas obras?
-Todos somos frágiles, contestó el sacerdote.
-Es decir, ¿que Vd. ha faltado, que Vd. no ha hecho buenas obras siempre?
-Todos faltamos, volvió a responder.
-Una vez admitido que Vd. ha faltado a la Ley santa de Dios, yo afirmo que jamás entrará Vd. señor cura, en el cielo, haciendo buenas obras. En esta ciudad, cuando un acusado está convicto, no le toca al juez otra cosa que condenarle. Vd. confiesa haber faltado y eso basta para su condenación.
-Vd. -replicó el cura- será tal vez del juzgado y comprende de leyes; pero hemos de recordar que Dios no es como los hombres…
-Tiene Vd. razón, en que Dios no es como los hombres, pues Él es la justicia misma, es el juez de los jueces, Santo e inmutable. Y tanto más cierto es que no será Vd. admitido en el cielo por haber hecho ciertas buenas obras, desde el momento que confiesa haber faltado a su ley santa. Convicto Vd., al juez Supremo toca condenarle.
-Pero…
-No hay pero que valga; Vd. como cura debe saber que la sentencia de la ley divina sobre los que han faltado, dice: «El alma que pecare, ésa morirá.» y además: «Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley para hacerlas.» Note Vd. bien que dice todas las cosas.
-Ahora bien, Vd. reconoce haber faltado y ¿cómo es posible que piense Vd. salvarse haciendo buenas obras? ¿Ha oído Vd. jamás que un reo confeso, convicto y condenado se libre del patíbulo y se le salve la vida prometiendo hacer buenas obras?
-Comprendo…
-Quisiera que Vd., señor cura, comprendiera bien que la entrada del cielo por las buenas obras es camino completamente cerrado a quien haya faltado en alguna cosa. ¿Lo ve Vd., sí o no?… ¿Cómo piensa Vd. salvarse, siendo así que ya pesa la condenación de la Ley divina sobre Vd.?
NUEVA LUZ
Estaba reducido a silencio el joven cura. No sabía qué contestar. Parecía pensativo. Era hora de instruirle en el camino de la salvación, que Dios nos revela en las Sagradas Escrituras.
-¿Sabe Vd. cómo se salvó la vida de un criminal condenado a la muerte en esta ciudad, hace poco?
-Supongo que pidió el indulto a la Regente.
-justo; pero se interesó por él una persona de alta categoría, sin cuya mediación el reo no habría conseguido tal indulto. Y he aquí lo que es menester que haga Vd. Es preciso que como reo se dirija en demanda del indulto a Dios, por la mediación de Cristo, para que así consiga el perdón y sea salvo de la condenación por su gracia.
SERIEDAD
Conociendo cómo los mismos curas toman a la ligera estas cosas, le dije con toda seriedad:
-Ahora, no tome Vd. esto a la ligera. Dios no puede ser burlado. Sin arrepentimiento no demandará Vd. indulto, ni conocerá el gozo del perdón.
Deseoso de hacerle un verdadero bien, le conté luego algo de mi propia experiencia.
-Cuando joven -le dije-, y sin haber aprendido ningún vicio todavía, emprendí de veras el trabajo de salvarme por mis buenas obras. Me impuse ciertas reglas de devoción, comulgué con regularidad, repartí mi dinero entre los pobres, etc. Pero nunca conseguí la seguridad de haber salvado mi alma. Muy al contrario: cuanto más me empeñaba en salvarme por mí mismo, más perdido me veía, hasta que dejé por vano el empeño. Mas, el día que, disgustado de mí mismo, dejé mi causa como reo condenado, en las manos de Jesús, logré la seguridad del perdón y la paz con Dios que profundamente deseaba mi alma.
Exhorté luego al cura que acudiera así con sinceridad a Jesús. Y así te exhorto a ti, querido lector. Acuérdate que únicamente por su sangre derramada en tu favor puedes conseguir el indulto. «Porque sin derramamiento de sangre, dice la Escritura, no hay remisión de pecados.» Sólo en virtud de la sangre «derramada para remisión de los pecados» puedes conseguir el indulto de la justicia divina. Acude, pues, a Jesús, y entrégale a él toda la causa de la salvación de tu alma. Hazlo en este momento, precisamente como si dejaras una causa criminal en las manos de un excelente abogado, y no tardarás en disfrutar del perdón y de la paz consiguiente.
Expliqué luego al cura cómo, después de haber conseguido el indulto, haría buenas obras, no ya para salvarse por ellas, sino lleno de gratitud por ser salvo.
Llegó la hora de la salida del tren. Apreté la mano del sacerdote, repitiendo con toda la seriedad del alma:
-Acuérdese Vd. bien de lo dicho: que habiendo faltado, ha incurrido Vd. en la condenación; le es forzoso acogerse al indulto. Si no se arrepiente y se convierte, en lugar de ir al cielo, irá Vd. a la perdición eterna. ¡Adiós!
Y diciendo lo mismo, me despido del lector.
«El que tenga oídos para oír, oiga.»
***